Fernando Aramburu. La última vez que nos vimos, meses atrás en Segovia, me revelaste un episodio de tu infancia. Unos extranjeros, de paso por tu Úbeda natal, insistieron en fotografiar al niño que entonces eras. Se conoce que vieron en ti un prototipo de la pobreza rural hispana de aquella época. Para rato iba a pensar aquella gente que el rapazuelo de aspecto humilde, andando las décadas, se convertiría en el escritor que hoy eres, miembro de la RAE, premiado con el Príncipe de Asturias, viajero por el mundo y, en fin, hombre de una vasta cultura. Yo, que comparto tus orígenes, bien que en versión urbana, siento a menudo que empleas en público palabras que me podría calzar sin problemas. No pretendo mitificar la infancia. Es sólo que entreveo un punto de consideración, ¿de homenaje?, a los orígenes cuando compruebo que, por venir de donde vienes y haberte criado sin lujos, al amparo de gente trabajadora, evitas la opinión rotunda y precipitada, te muestras sereno y reflexivo en público, ejerces el agradecimiento, manifiestas tu gusto por los bienes culturales, postulas el sentido artesanal del oficio literario, defiendes soluciones pragmáticas para los problemas sociales, no insultas, no gritas, no te ufanas.
Antonio Muñoz Molina. Es verdad que hay que tener cuidado con las mitificaciones y la nostalgia que favorece la edad. Te haces mayor y es natural que se embellezca el pasado lejano. También hay una parte grande de lealtad a los que ya no están. Yo recuerdo muy bien cómo era la vida cuando era niño, en la gente trabajadora del campo, en una provincia tan atrasada como Jaén, cuando quedaban todavía huellas del enorme retroceso de la postguerra, y había señales muy visibles de la brutalidad de la dictadura. Pero había también cosas valiosas que desaparecieron muy poco después, y que yo tuve la suerte de conocer de primera mano. Creo que la nuestra es la última generación que conoció aquel mundo. Las personas que me educaron carecían de una cultura formal pero me enseñaron cosas que siguen siendo fundamentales para mí. Por ejemplo, la integridad en la dedicación al trabajo. Lo que se hacía tenía que hacerse bien, con una paciencia y una destreza que a mí me irritaban de adolescente, porque no tenían nada que ver con la recompensa inmediata. Y también una actitud escéptica que es muy propia de la gente del campo, y creo que de la gente trabajadora en general: el recelo hacia la palabrería, y más aún hacia los fervores colectivos. Tuve la suerte de que me educaran personas discretas, muy formales a la manera popular de antes, muy sobrias, muy conscientes de la limitación de los recursos y las expectativas. Es una ética quizás anacrónica, pero como tantas cosas anacrónicas me parece que en esta época de emergencia ambiental tiene de pronto un gran futuro.
FA. Permíteme una conjetura. De igual manera que numerosos escritores de clase social acomodada (no todos, claro está), tienden por reacción a los modos expresivos populares, incluso naturalistas o plebeyos, los de origen humilde se implican con frecuencia en lo que pudiéramos denominar la conquista de un estilo literario de gran relieve estético. Francisco Umbral sería un caso paradigmático al respecto, pero hay otros (García Márquez, Luis Landero), entre los que yo incluyo tus novelas iniciales. Todavía en Plenilunio, que releí hace poco, se observa un trabajo minucioso de orfebrería verbal. Los periodos de la oración son largos; la sintaxis, acumulativa; el vocabulario, culto. En vano esperaría el lector de estas novelas tuyas frases sucintas del tipo: “Eran las tres. Llovía”. Gabriel Celaya, hijo de un empresario, nos decía que debíamos escribir de modo que nos entendiesen los obreros, y yo, hijo de un obrero, lo contradecía en un bar de la Parte Vieja donostiarra, a finales de los setenta, afirmando que a nosotros no nos gustaba que nos hablasen como esos padres que se inclinan sobre el carrito del bebé y se dirigen a la criatura remedando sus balbuceos e infantilizando el lenguaje. Nosotros queríamos alcanzar la lengua alta, y disfrutar de Faulkner y Vicente Aleixandre, y escapar de nuestro precario mundo intelectual, y aprender idiomas, y formar nuestros propios criterios, y ganar libertad por nuestra cuenta. No descarto que, por inercia de aprendices, nos pasáramos de largo en más de una ocasión. Algo me dice que estas especulaciones mías, aunque quizá no las compartas, te han rondado más de una vez en el pensamiento.
“Soy discípulo de los maestros de la naturalidad de nuestra lengua, antes de que la sofocaran la Inquisición y el barroco: Juan de Valdés, Cervantes, Santa Teresa, Fray Luis”, Antonio Muñoz Molina
AMM. Es una teoría llamativa… Como si hubiera en nosotros una necesidad de mostrar facultades que se nos pondrían en duda, ¿no? España es muy clasista, desde luego, y el mundo literario más. A mí me han llamado cateto más de una vez. El cateto que se da importancia escribiendo de Nueva York, etc. Lo que me temo es que por influencia de las lecturas de nuestra juventud, los barrocos del boom y las traducciones de Faulkner, quizás algunos de nosotros nos dejamos llevar por una propensión a las sobreabundancias verbales, que por otra parte son siempre un peligro de nuestro idioma verboso, no disciplinado por el ensayismo científico, o por el simple escepticismo laico, a la manera de Montaigne. A mí quien me ha influido mucho, porque me gusta mucho, muchísimo, es Proust, pero él nunca cae en la palabrería ni en el amontonamiento barroco. Una frase suya muy larga está construida tan inflexiblemente como una secuencia musical. Yo siento desde hace años una gran necesidad de contención. Creo que la lengua inglesa me hizo consciente de formas de expresión más concisas. Ahora a veces miro una frase que acabo de escribir y la separo con puntos o puntos y coma a propósito. Pero es la lucha constante contra uno mismo, la insatisfacción sin remedio.
FA. Este asunto de los escritores que viven en contacto estrecho con idiomas que no son aquel en el que escriben me afecta de lleno. Yo resido de manera permanente en Alemania desde hace más de treinta años. Mi lengua de uso cotidiano es el alemán, y mi roce con su literatura y sus medios de comunicación es constante. Al principio me persuadí de que el idioma adquirido podría redundar en perjuicio del materno. Temí que le arrebatara espacio en el cerebro, me expusiera a continuas interferencias (cosa que a veces me sucede) o, en fin, perturbase mi trabajo literario. Hoy veo esta convivencia de los dos idiomas dentro de mí como un incentivo para la escritura. De hecho, he aplicado en no pocos de mis libros recursos habituales de la lengua alemana, como el de componer conceptos nuevos mediante la fusión, en mi caso con barra en medio, de dos o más palabras. Otro trasvase intencionado puesto por mí en práctica de un tiempo a esta parte es el uso frecuente del participio activo. Y, de vez en cuando, calco expresiones típicas del alemán (serrar los nervios, por ejemplo). Estas peculiaridades lingüísticas sacan de quicio a algunos opinantes que me son tradicionalmente adversos, los cuales hacen sus pinitos filológicos, por supuesto desacertados, con los que ponen la guinda a mi diversión. Te cuento todo esto porque me gustaría saber hasta qué punto la lengua inglesa ha influido en tu manera no sólo de escribir, sino de captar, nombrar y describir la realidad, al hacerte tal vez consciente de algunas carencias de la lengua española o de algunas posibilidades para la creación literaria en las que, sin la familiaridad con el inglés, acaso nunca habrías reparado.
AMM. Mi inmersión en la lengua inglesa ha sido mucho menos completa que la tuya. Mis periodos en Estados Unidos han alternado con otros igual de largos o más en España, y además el español ha sido siempre, aquí o allí, el idioma de mi vida privada y familiar. No obstante, creo que el contacto con el inglés me ha servido para unas cuantas cosas útiles, como escritor y como lector. Lo primero de todo, la cercanía con un idioma mucho menos propenso a las largas duraciones sintácticas y a la proliferación verbal que el español. Culturalmente, no filológicamente, creo, el inglés es una lengua mucho más contenida, más seca, más precisa que la nuestra. Eso se nota mucho en la escritura de no ficción, desde los periódicos a los libros de historia o de divulgación científica, pero también en la literatura. Luego está que el otro idioma, al mostrarte singularidades que el hablante nativo no advierte, porque forman parte de su instinto expresivo, te hace consciente de esas singularidades equivalentes en tu lengua. Un ejemplo concreto serían los giros, las expresiones, las construcciones verbales en las que con frecuencia hay una gran poesía implícita: vi el cielo abierto, se me cayó el alma a los pies, las paredes oyen, etc. Paradójicamente, un contacto muy importante para mí en Nueva York ha sido con la variedad de las otras hablas españolas de Estados Unidos y de América latina. Eso te enseña la humildad de que la lengua que tú hablas es una variante entre otras muchas, y no la más musical, ni la más flexible. Literariamente, donde más me he detenido a explorar los cruces y las contaminaciones entre el español y el inglés en Estados Unidos fue en mi novela corta Carlota Fainberg, que está escrita en una mezcla burlesca de spanglish y de jerga universitaria.
“Siempre que falla el hombre, falla su lenguaje. Antonio Escohotado gusta de vincular el conocimiento con la libertad, cosa que disgusta a los señoritos revolucionarios” , Fernando Aramburu
FA. Desde hace varios meses publico en el diario El Mundo un artículo dominical. Eres mucho más veterano que yo en estas lides y me pregunto cómo gestionas la actividad. Para empezar, no es lo único que los dos escribimos. En mi caso, no me puedo permitir más de un día y medio para cada artículo, pues necesito horas y espacio mental para la creación literaria. No sé tú, pero yo no tengo problemas para escribir con el ordenador portátil en aeropuertos, aviones, cafeterías o cuartos de hotel. Así y todo, los viajes numerosos me rompen el ritmo de trabajo y a menudo, si están combinados con actuaciones públicas y tareas de promoción, me imposibilitan la escritura. Como detesto trabajar apresuradamente, acostumbro mantener una despensa de artículos, nunca menos de tres, y de ese modo me marcho de casa tranquilo. Yo recuerdo a un compañero de letras, durante un festival de literatura, que se tuvo que retirar al hotel a toda velocidad porque se le agotaba el plazo de entrega de su columna de periódico y andaba el hombre angustiado porque no sabía sobre qué escribir. Sería interesante que contaras cómo compaginas el articulismo con la dedicación a géneros literarios que requieren perseverancia y tiempo, como la novela, y de qué recursos, hábitos o mañas te sirves para cumplir a carta cabal con tu compromiso de cada sábado en Babelia.
AMM. Mi técnica es muy sencilla, y la voy perfeccionando con el tiempo: no viajar, o viajar lo mínimo. Los viajes largos me agotan, me descentran, me quitan el sueño. Los aeropuertos son cada vez más desagradables. Así es que procuro quedarme en mi casa, o viajar en tren, y no ir muy lejos. A mí lo que me gusta de la literatura es leer y escribir, no hacer vida social de escritor. Cuando tengo que promocionar un libro me comprometo al mínimo de obligaciones que sea imprescindible, y grato. Además, no sé escribir artículos por adelantado. Necesito la inmediatez de la entrega. Y al mismo tiempo necesito sosiego para preparar el artículo, ya que los que yo escribo en Babelia son más bien crónica que columnas de opinión. Procuro contar algo, un libro, una exposición, un concierto. Al menos un día de la semana está reservado a esa tarea. Y como es una disciplina que tengo muy interiorizada, ese día siempre queda en reserva, incluso cuando estoy escribiendo un libro. A veces la tarea del libro y la del artículo se contaminan entre sí. Más de una vez un tema que he tratado en una crónica se convierte luego en tema de un libro. Y lo que me tiene ocupado en el libro de vez en cuando se filtra a los artículos que escribo. Todo es parte del mismo oficio, claro.
FA. Con frecuencia mencionas en tus escritos la música y los músicos. Por cierto, te debo, a raíz de la lectura de un viejo artículo tuyo, el conocimiento del pianista de jazz Art Tatum, de quien yo no había oído hablar hasta entonces. Aprovecho la ocasión para darte las gracias. Otros parecen recriminarte la costumbre de llegar antes y por méritos propios adonde a ellos les gustaría estar; pero no vamos a subir aquí a nadie al escenario. Yo advierto en ti una confianza loable en la capacidad mejoradora del ciudadano que atribuyes al arte, a la educación, al ejercicio del gusto estético; en fin, a la cultura vinculada con el estudio, los viajes, la observación de la realidad, al ingrediente artesanal del oficio literario. Pero, claro, una cosa es postular todo esto y otra expresarlo con el “plectro sabiamente meneado”, que decía fray Luis de León. Salta a la vista que eres un melómano. Pienso que no es improbable que haya un punto de criterio musical en tu particular manera de modular por escrito la lengua española. Hay en nuestra literatura casas más ásperas, cabañas más coloquiales, perfectamente legítimas por lo demás. Me pregunto hasta qué punto tu afición por la música se refleja en tu escritura. Dicho de otro modo, si concedes importancia a los aspectos sonoros, rítmicos, armónicos, del arte de expresarse en prosa, ya sea en una página de novela, en un artículo de prensa o en una reflexión sobre la sociedad de tu tiempo.
“La precisión en el lenguaje me parece un deber ético y estético. Me molestan la verbosidad y la imprecisión. Hablar mal y escribir mal es pensar confusamente y engañar”, Antonio Muñoz Molina
AMM. Es verdad lo que dices: yo soy por inclinación un “Ilustrado”, a la manera militante de los del XVIII y los de la Institución Libre de Enseñanza, y estoy convencido de que la educación puede hacer mejores a las personas, y ayudarles a desarrollar sus mejores capacidades y a disfrutar más de la vida. Ser culto no garantiza ser justo, ni mucho menos. Pero una formación humanista que favorezca el ejercicio práctico de los valores democráticos y el disfrute de las artes, incluso la práctica amateur de algunas de ellas, creo que puede ayudar a que la vida privada y la vida en común puedan ser mejores. Con respecto a la música, aparte de la felicidad que me da, me inspira cosas que influyen en mi trabajo, y que tal vez podría resumir en una frase: la música me enseña a buscar el equilibrio entre la fluidez y la forma en la escritura, a entender lo escrito no como un bloque que se moldea, digamos, sino como una corriente que fluye, palabra por palabra, frase por frase, con sus interrupciones, sus silencios, sus quiebros, etc. Quisiera que el lector tuviera la sensación de estar asistiendo al presente en el que sucede la escritura, de estar notando una pulsación, un discurrir no predeterminado. Luego la música tiene algo que es muy útil como lección de humildad para los que trabajamos con palabras y creemos que sin ellas no pueden decirse las cosas. La música es un lenguaje expresivo autónomo, irreductible, una existencia. También puede enseñarnos en la búsqueda de las dos cosas más difíciles que hay en este trabajo: la del comienzo, la del final. Por no hablar de algo que tú has trabajado mucho en Patria, y que puede entenderse en términos musicales, la polifonía, la suma de voces muy diversas.
FA. En un pasaje de Todo lo que era sólido escribes lo siguiente: “En un país donde se celebra el despechugamiento expresivo y se presume de espontaneidad es muy raro que se llame a las cosas por su nombre”. No es difícil advertir en tus escritos signos de confianza en las posibilidades de construcción personal y social asociadas al conocimiento y dominio de la lengua. Siempre que falla el hombre, falla su lenguaje. Al menos eso es lo que a mí me ha enseñado la experiencia; aunque no ignoro que hay sinvergüenzas que se expresan muy bien y entienden mucho de Química, Derecho o Politología. Antonio Escohotado gusta de vincular el conocimiento con la libertad, cosa que disgusta a los señoritos revolucionarios, conscientes de que se quedarían sin tarea si cada cual tuviera la llave de su propia liberación. Me estaba yo preguntando qué peso tiene en esta consideración tuya relativa al poder mejorador y, en suma, liberador de la lengua la circunstancia de que seas miembro de número de la RAE. Los años te han convertido en uno de los más veteranos de la institución, por cierto.
AMM. La precisión en el lenguaje me parece un deber ético y estético. En eso soy discípulo de los escritores claros, los maestros de la naturalidad de nuestra lengua, antes de que la sofocaran la Inquisición y el barroco: Juan de Valdés, Cervantes, Santa Teresa, Fray Luis. También de mi otro maestro, fundador de la prosa reflexiva, Montaigne. Y por supuesto de Flaubert con su obsesión por la palabra justa, y de la poesía, y, como te dije antes, del contacto con la lengua inglesa. Por no hablar de la claridad del habla popular campesina que escuché cuando era niño. Me molestan mucho la verbosidad, la imprecisión, el desaliño, por un motivo práctico: hablar mal y escribir mal es pensar confusamente y engañar. Todo el que se expresa con confusión y oscuridad es que tiene algo que ocultar. De ahí las jergas insufribles de las dictaduras, del lenguaje corporativo, de los grupos ideológicos de vocación autoritaria. La pereza expresiva es un pecado muy grave. Esa manía ya estaba en mí antes de entrar en la Academia. En ella, al trabajar en el diccionario, me hice más consciente todavía del valor de claridad y la precisión, y de la dificultad enorme de definir hasta lo más simple.
FA. Tengo una vieja duda, Antonio, de la que intuyo que tú podrías sacarme. ¿Qué se ve desde los cerros de Úbeda?
AMM. Desde los cerros de Úbeda se ven más cerros todavía, casi todos cubiertos ahora de olivares, y se ve también el valle del Guadalquivir, y más allá la Sierra de Cazorla y la Sierra de Mágina. Ese paisaje es el horizonte de mi memoria.