Image: Chica de campo

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Letras

Chica de campo

Edna O'Brien

30 marzo, 2018 02:00

Edna O´Brien en 1960, año en que debutó como novelista con la polémica Las chicas de campo

Traducción de Regina López Muñoz. Errata Naturae. Madrid, 2018. 424 páginas, 22 €

Edna O'Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930) se hace una revisión médica. Le anuncian que está estupenda pero que tiene el oído como “un piano roto”: lo que parece una broma simpática destinada a una anciana dulce se convierte en el revulsivo definitivo para que la chica de ojos verdes regrese a la vida o, lo que es lo mismo, para que Miss O'Brien escriba una vez más. Sale de la clínica dispuesta a hornear pan irlandés y a recuperar el azul de los paisajes agrestes de su infancia. Tiene 78 años cuando se sienta a escribir sus memorias. El título escogido, Chica de campo es un homenaje a su primera novela y una orgullosa reivindicación de su estilo de vida: una mujer que se dedicó a la literatura y al ejercicio de la libertad. Su Chicas de campo, escrita a borbotones en tres semanas, provocó cataclismos en el seno de su recién inaugurado matrimonio, así como en la Irlanda más mojigata y cateta, de la que su familia formaba parte. Era el año 1960 y para su marido, el culto y cosmopolita escritor Ernest Gébler, el éxito literario de su “niña esposa” supuso un ataque imperdonable a su confianza masculina. Poco después vendría el divorcio. En su tierra natal, la obra fue acusada de inmoral, pecaminosa e indecente. El desprecio y el odio de sus padres cayeron sobre la autora con todo su peso. Edna O'Brien pagaba muy alto y muy pronto sus sueños de ser escritora y libre. La irlandesa despliega y ordena los materiales de su memoria en la línea del tiempo, con la intención de dar coherencia y continuidad a sus experiencias afectivas y vitales; esto es, con la voluntad de anclar su existencia a una historia capaz de otorgar un sentido a su vida y un lugar en el mundo. Con todo, Chica de campo se adentra feliz en los laberintos de la memoria y da como resultado una estructura narrativa que se nutre de la evocación y del recuerdo, de las anécdotas y de los saltos en el tiempo, de un transitar lento por los paisajes íntimos de la emoción para salir después pitando hacia alguna otra parte. Para O'Brien, todo empieza en Drewsboro, el hogar familiar. Su padre, borracho, jugador y violento, le daba auténtico pavor. Por el contrario, estaba fascinada por su madre: admiraba la belleza de su rostro, sus vestidos, su olor, sus movimientos por la casa. Pese a vivir en un entorno hostil y beato, Edna fue esencialmente una niña feliz y enseguida supo que sería escritora. Más tarde estuvo interna en un convento, donde además de pasar hambre y frío y aprender latín, se enamoró hasta el tuétano de su profesora, una joven y hermosa monja. Esta historia de amor correspondido pero imposible es algo más que una anécdota romántica y casta porque inaugura una constante en la vida y en la obra de Edna O'Brien: la concepción del amor como experiencia mística, a la vez que como necesidad de ser reconocida por el otro como alguien bello y digno de ser amado.

Las memorias de O'Brien, como su vida, son un vaivén constante, con el tono de las heridas mal cerradas

La muchacha O'Brien se traslada a Dublín, hambrienta de vida y con la determinación de convertirse en escritora y de hacerse un espacio en los círculos literarios de la ciudad. Mientras tanto, se formaría como farmacéutica. Si los pasajes sobre su infancia están impregnados de un tono inocente y burlón, propios de una voz anciana que se mira a sí misma con ternura y compasión, los recuerdos de sus primeros años en la capital irlandesa están escritos con una prosa deslumbrante y ruidosa, que salta de alegría y cede al ímpetu juvenil. Pronto empezará a colaborar en la prensa escrita y en la radio, y a establecer sus primeros encuentros amorosos, todos feos y desilusionantes: descubre que las urgencias masculinas poco o nada tienen que ver con el amor, pero sobre todo aprende que la curiosidad femenina se paga cara. Un precio que ella, pese a todo, estaba dispuesta a apoquinar. El matrimonio entre Edna y Gébler supuso la primera de las muchas y profundas grietas que se abrirían de forma irreparable en el hogar de los O'Brien. Los padres y el hermano intentaron detener una unión que consideraban escandalosa; la relación arrancó como un vodevil y acabó como el rosario de la aurora, pero también dio lugar a una mujer emancipada, madre de dos hijos y libre para escribir y amar. Una mujer con una vida propia y un espíritu vagabundo, aunque fijó en Londres la sede de su vida adulta. Y ocurre que, divorciada, con dinero y en pleno frenesí creativo, O'Brien se hace famosa en los 60, la década del despiporre y la juerga loca. La escritora se da a la vida disoluta, siempre “orbitando hacia arriba”. Pero lo cierto es que no todo fue brillo; detrás de las anécdotas de papel cuché hubo una mujer anónima que vivió dos grandes amores fracasados. En ambos casos hubo intentos por constituir parejas estables, pero descubrió que ella no sería nunca la esposa con la que un marido deseaba volver a casa, que ella no sería jamás esa presencia cálida y femenina junto a quien un marido podía reposar despreocupadamente. Había cumplido los 40 y descubría que estaba arruinada. Tuvo que malvender la casa y le sobrevino un periodo de bloqueo creativo, una página en blanco que se multiplicaba con cada peregrinaje, viaje o retiro desesperado. Poco después se marchó a Nueva York para dar clases en la universidad: allí colaboró con la industria del cine y estrenó piezas teatrales. Su trabajo no siempre fue un éxito, hubo malas críticas y trabajos que no cuajaron, como su mano a mano con John Huston. Pero O'Brien lo cuenta sin temblor y se parte de risa, porque eso también es la vida. Visitó Belfast y quedó impresionada por la belleza de su luz que, afirma, “pedía poesía y no baños de sangre”. Su decisión de escribir acerca del conflicto de Irlanda del Norte puso nerviosa a la gente y hubo quien la acusó de acostarse con miembros del IRA. Cenó en la Casa Blanca invitada por Hillary Clinton y se hizo amiga de Jackie Onassis. En Nueva York se compró una chaqueta de Valentino y una lámpara naranja. Intentó regresar a Irlanda y mandó construir una casa en la que apenas vivió. Sus memorias, como su vida, son un vaivén constante: tal vez el único modo de estar en el mundo para una mujer con las raíces medio arrancadas. De repente, el libro adquiere el tono de las heridas mal cerradas, el sonido siniestro del zorro hembra que se ha instalado en el jardín de su casa. Piensa en el suicidio, piensa en Sylvia Plath y en sus benditos poemas. Piensa en el amor que nunca floreció para ella. Nacen las crías de la zorra. Una de ellas la mira fijamente y sin remordimiento. O'Brien se estremece: es la mirada del padre, con quien nunca llegó a reconciliarse. Drewsboro es ahora un hogar devastado. Pero ella, como su memoria, vuelve a él y camina hacia el azul de su infancia irlandesa porque necesita esa reconciliación, aunque sólo sea soñada.