Decía Flaubert que un autor no elige sus temas, los soporta. Esta afirmación la suscribe Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963), que en su nueva novela Para morir iguales (Tusquets) retoma la exploración, constante en sus últimos títulos, de la evolución de la sociedad española durante la Transición, que aborda en todas sus texturas y consecuencias. Tras títulos como Todo está perdonado o Un árbol caído, podría parecer un empeño vacuo o inútil, pero tratándose de un escritor de novelas a contrapelo, heterodoxo e imaginativo, su visión es siempre capaz de ofrecer ángulos nuevos e inesperados de lo que damos por superado. Conocemos así la difícil infancia de Pedrito Ochoa, criado en un hospicio gobernado por "monjas de la Edad Media", trasunto de otro situado en el actual Teatro de La Abadía donde Reig cumplió la prestación social sustitutoria como objetor de conciencia. “Fue una experiencia de la que nunca había sacado nada en claro, y de pronto me tentó relatar cómo vería el mundo una gente que sale de ese ambiente mísero y se encuentra con la gran ebullición de aquellos años”, explica Reig. El destino de Pedro da un vuelco completo cuando es acogido por sus abuelos y empieza el bachillerato en la escuela a la que asisten los hijos de las familias importantes del final del franquismo. Decide estudiar derecho y hacerse rico, algo a lo que parece abocado cualquier español de aquellos años, pero pronto descubrirá que no es tan sencillo desprenderse de un pasado que sigue latiendo en el presente. “Quería hacer una novela cómica, pero quedó un poco más trágica de lo previsto”, reconoce Reig, a quien el humor se le fue congelando poco a poco en la realidad. No obstante, concede que, al igual que la vida, Para morir iguales es “una tragicomedia, como La Celestina”. Pregunta.- Las coordenadas de esta novela se sitúan de nuevo en el postfranquismo y la Transición. ¿Por qué esta época parece un punto de no retorno para usted? Respuesta.- Toda novela es siempre la historia de una transformación, es el único argumento conocido; por eso me interesan las transiciones políticas tanto como las individuales, los momentos en los que alguien se transforma en otra persona o una sociedad en otra. Los personajes de mi novela sufren ambas transiciones. Las novelas ponen de manifiesto el cambio, pero también lo que permanece, que es el lugar desde el que se narra, siempre entre la nostalgia y el rencor. Pedrito se ha hecho un hombre distinto de lo que pensaba, pero ha comprendido que es sólo en la infancia cuando la vida fue de verdad: la edad adulta no es más que una simulación.
P.- En esta novela explora otra cara de esa época, más marginal y suburbial, ¿cada nuevo ángulo responde a una nueva pregunta, sirve para completar un fresco de esos años? R.- Sin duda, pero mi propósito es poco costumbrista. Sí me gusta señalar que quienes salen en la foto no representan a todos. No era lo mismo la movida en el centro que en el extrarradio. Nunca son los mismos quienes hicieron la transición y a quienes nos la hicieron. P.- A pesar de sus orígenes, Pedro Ochoa va atravesando desde su infancia diversas capas sociales que confluyen en muchos puntos, ¿existía entonces una mayor permeabilidad entre clases sociales? R.- Sí, pero lo diría al revés: cada día que pasa retrocedemos más cerca de esa Edad Media que al parecer tanto echamos de menos. Más que una sociedad clasista nos estamos convirtiendo en un mundo estamental, ortodoxo, inquisitorial y a merced de las formas más primitivas del pensamiento mágico. Entre las ruinas de la Ilustración y del marxismo, no construimos más que explotación, desigualdad, ignorancia, consumismo y servidumbre voluntaria.
Novelas balsámicas
P.- En la actualidad se habla de la pérdida de las libertades y se añora aquella naturalidad un poco ingenua de entonces, ¿somos hoy menos libres, más impostados? R.- Es el triunfo del “sentido común”, es decir, de la ortodoxia. En parte también somos responsables, porque no nos atrevemos a no estar de acuerdo. Es decir, no nos atrevemos a pensar, porque para pensar hay que correr el riesgo de equivocarse, y como los fieles de cualquier iglesia, siempre queremos tener razón y ser propietarios de ese “sentido común” que nos anonada. P.- Asegura Ochoa que en su búsqueda de la riqueza, de cierto estilo de vida en el que nunca llegó tampoco a sentirse cómodo, una vez que se atrevió ya no tuvo marcha atrás, ¿ha ocurrido así con muchos de los banqueros, empresarios o políticos corruptos que pueblan España? R.- El dinero se paga. Esto es como un naufragio en el que hay menos salvavidas que náufragos. Quien consigue uno, siempre será a costa de alguien, habrá pasado por encima de otros para apoderarse de él. Buena parte de la novela actual es balsámica, se propone eximir de culpa al que se hace con el salvavidas. A mí me gusta más hacer que nos pongamos un poco colorados y veamos que si nosotros gozamos de muchas cosas será porque otros no las tienen. Tendemos a ver el mundo desde nuestros propios zapatos, pero leer novelas debería servir para ponernos en el lugar de otros, no para confirmar nuestros prejuicios, buena conciencia y lo a gusto que nos sentimos en la vida.Actores secundarios
P.- Ahora se produce algo que lleva años reclamando, se cuestionan y señalan los puntos negros de la Transición. ¿Qué supone esto para la sociedad? R.- Significa que ha llegado el momento de hacer algo a lo que siempre se negaron los que se beneficiaron de la Transición. Deberíamos examinar los límites que nos puso aquel pacto, cuáles son las consecuencias. Replantearnos algunas cosas como la Ley de Amnistía, de Memoria Histórica, la monarquía, la educación laica... ¿Queremos ser una república de ciudadanos o un reino de súbditos, un país laico o católico, uno progresista y social o el país en el que más fácil es hacerse millonario...? Eso es lo que debería poder decidirse, porque lo que impuso la Transición es que de eso no se podía hablar. P.- Como dice en el título, ¿al final morimos iguales, la gente cambia o no? R.- Morir sí morimos todos igual: solos, muy asustados, algo aturdidos, supongo. En cuanto a lo otro, iguales a nosotros mismos, pues no sé, creo que la gente sí cambia, claro está, pero sólo hay un cambio cuando algo permanece y ésa es la parte interesante para mí: cómo seguimos siendo el mismo niño con miedo, el mismo joven ambicioso y el mismo adulto derrotado. Pedro Ochoa se pregunta, como todo el mundo, quién es y quién ha dejado de ser. Quiere saber, como David Copperfield, si realmente ha sido el protagonista de su vida o sólo un actor secundario.