William Hogarth: El Progreso del Libertino, 1735

Fueron los últimos representantes de una forma de ver el mundo moldeada durante siglos que no soportaría el embate de los nuevos tiempos. En Los últimos libertinos (Siruela) la escritora Benedetta Craveri reúne las biografías de siete aristócratas del XVIII francés, representantes de un orden que las Luces apagaron para siempre.

Eran guapos, ricos, pertenecían a las familias más prominentes de la sociedad y poseían las cualidades más apreciadas en su época, el orgullo, el valor, la elegancia de las maneras, la cultura, el ingenio y la virtud de agradar. Pero también combinaban los antiguos valores nobiliarios con las nuevas ideas de la Ilustración y veían la necesidad imperiosa de un profundo cambio que acabaría arrastrándolos consigo y destruyendo para siempre el mundo en el que habían nacido. A través del relato de las vidas de siete importantes aristócratas franceses del siglo XVIII, "cuya juventud coincidió con el último momento de gracia de la monarquía francesa", la gran experta del Siglo de las Luces francés Benedetta Craveri (Roma, 1942) teje un audaz y profuso tapiz que trata de explicar los complejos entresijos de una época liminar en la que "parecía posible conciliar un arte vital elitista basado en los privilegios con la necesidad de cambio para cumplir con los nuevos ideales de justicia, tolerancia y ciudadanía promovidos por la Ilustración".



"El que no ha vivido antes de 1789 no conoce el placer de vivir", aseguró en su día Talleyrand, el político más importante de la Francia posrevolucionaria, que compartió con muchos de estos protagonistas círculos sociales, amantes y ambiciones en la dulce época inaugurada con el reinado de Luis XVI. Y es que para estos duques, condes y marqueses, "todos individualistas irreductibles", el placer espiritual y carnal era, además de una forma de vida, un deber social.



"El placer era una obligación moral de una sociedad en la que el individuo debía ser interesante y agradable. Había una obligación de dar placer a todos, a las mujeres, a los jóvenes, a los ancianos, al rey...", explica Craveri. Se conforma así una sociedad extremadamente refinada en el arte de la mundanidad, de la seducción, que pronto es imitada por toda Europa. "Este arte de la seducción es parte del ADN de esa civilización que giraba en torno al placer y al gustar. La gente viajaba a París para aprender este complejo modelo de relaciones sociales. El poderoso Lord Chesterfield mandó a su hijo a París para que adquiera lo que se llamaba la gracia". Algo en lo que eran expertos estos jóvenes, los últimos representantes de ese cóctel peculiar y particular que fue la gran civilización mundana refinada a lo largo de siglos. Algo que ellos no lo sabían".



Sin embargo, como asegura la escritora, la clave está en la variedad de significados del término libertino, que ha pasado a la actualidad con su acepción más mendaz de la que son ejemplo ciertos nobles como el célebre marqués de Sade. Pero en el siglo XVII, libertino "hacía referencia a los librepensadores, a la gente con libertad de pensamiento. El gran Montaigne, a finales del XVI ya decía que solo se podía hablar libremente en la trastienda, pero no abiertamente. En el siglo XVII había una fortísima censura de la Corona y de la Iglesia y quien se salía del dogmatismo del trono o del altar acababa en prisión". Pero ya en el XVIII, tras la muerte de Luis XIV, feroz absolutista, comenzó a haber mucha más libertad de expresión. "Nace el movimiento de las Luces, el control del rey es mucho más débil y a los libertinos se les comienza a llamar filósofos porque están educados en el ambiente de la Enciclopedia y de las obras de Voltaire y Montesquieu", recuerda Craveri.



Pero no todo en esta juventud dorada era bailes y banquetes, charlas en salones y placeres de alcoba, que cultivaron profusamente. Todos ellos, por nacimiento y aptitudes, estuvieron involucrados en el gobierno y en puestos de responsabilidad militar y administrativa, y sostuvieron ideales políticos a veces contradictorios en una época en la que los cambios parecían inevitables. "La teoría clásica de Alexis de Tocqueville sobre la decadencia de la aristocracia francesa, sobre el suicidio de clase que condujo a la Revolución, es cierta solo en parte", sostiene Craveri. "Frente a cierta vieja nobleza inmovilista, hay un sector de la aristocracia que era consciente y contraria a los valores absolutistas de la monarquía. Servían a la Corona desde el ejército, la diplomacia y la administración y se dieron cuenta de que la vetusta maquinaria monárquica era obsoleta y no daba ya servicio a las nuevas necesidades sociales, por lo que comienzan a buscar cambios".



A finales del siglo XVIII, los valores medievales antiguos como el honor y la gloria, seguían estando presentes, pero cada vez más en declive, pues hace tiempo que el feudalismo ha desaparecido por completo. Desde el reinado de Luis XIV los nobles están atacados y ya no cuentan políticamente. Por eso, como apunta la escritora, "todos los libertinos admiran y envidian profundamente a la nobleza inglesa, que trabaja, que comercia, y que cuenta políticamente porque está en el Parlamento". No cuestionaron al rey, pero se habrían encontrado perfectamente cómodos en una monarquía constitucional en la que creían que por nacimiento y capacidades serían los protagonistas.



Jean-Honoré Fragonard: La Gimblette, (1770), considerado el cuadro más erótico del s. XVIII

"Muchos, como el duque Lauzun o el vizconde de Sègur, fueron a combatir por la independencia de Estados Unidos en los ejércitos reales. Allí descubren un país en el que todos los ciudadanos son iguales y pueden votar las leyes y elegir a sus representantes políticos, que la democracia no es una utopía de salón, sino algo real", relata la escritora. De vuelta a Francia deciden transformar la monarquía absoluta en una constitucional de tipo británico. Piensan que es el futuro. Por eso, aburridos por el aire viciado y decadente del aparato estatal, que se basa en alianzas y conjuras políticas de las camarillas más que en el mérito para conceder los cargos, estos reformistas "saludaron con entusiasmo la convocación de los Estados Generales en 1789". Pero, como sabemos, la historia francesa tomó otro camino, el de la "navaja de afeitar nacional", como se llamaba cariñosamente la guillotina.



A pesar de las simpatías revolucionarias que cultivaron, el descalabro que supuso el Terror y la llegada al poder de los jacobinos no dejó indemne a ninguno de estos nobles. De los siete protagonistas del libro, cinco tendrían que exiliarse, aunque alguno recuperaría esplendor con las dinastías siguientes como lo hermanos Ségur o el conde de Narbonne, amante de Madame de Staël y general de Napoleón. Otros, como el duque de Brissac, que murió luchando valientemente en el asalto a Versalles del 9 de septiembre de 1972, se mantendrían fieles hasta el final. También encontró dignidad en la muerte el duque de Lauzun, que al igual que el antiguo patriciado romano exterminado a finales de la República, hizo del estoicismo y el desprecio por la muerte la manera de honrar a sus antepasados. Orgulloso hasta el final, mientras esperaba la ejecución en prisión, se hizo traer ostras y vino de Alsacia. Y cuando llega el verdugo, lo invitó a beber con él diciéndole: "Con el trabajo que haces necesitas energía".



Tras la revolución el triunfo no fue para el pueblo, sino para la burguesía, que fue la que mitificó esa época y nos legó las memorias de todos estos hombres, que las escribieron con profusión grafómana. "A pesar del río de sangre, en el XIX esta época se convierte en modelo ideal y soñado de una sociedad burguesa timorata y moralista", explica Craveri. "Se mira aquellos años como un momento irrepetible y por eso la mayoría de las grandes novelas del XIX están ambientadas en el XVIII, todo Balzac, por ejemplo. Eran la sociedad más libre que podamos imaginar, su única cortapisa eran las buenas maneras".



Además del mito, de ellos hemos heredado también "los grandes valores intelectuales de esta civilización mundana, por ejemplo, la conversación como ideal, como medio para que las ideas circulen", asgura Craveri, que sería una prefecta anfitriona en uno de esos salones ilustrados donde "la conversación hacia el papel de formación política en ausencia de periódicos, era usada para difundir las ideas y orientar la opinión política". Tras ellos, vino el siglo XIX, el de la burguesía, "del dinero, del Parlamento y de la prensa, donde la mayor preocupación es la economía. Una época donde las mujeres pierden su centralidad y los hombres decentes se reorganizan en una doble vida ya que las esferas del placer y el deber ya no se fusionan".



De esa dictadura de lo políticamente correcto y de la mural burguesa somos hoy presos, por lo que para Craveri es importante no olvidar ese pasado ya que "hay mucho que aprender de esta época, con sus defectos y sus virtudes", pues a pesar del tiempo transcurrido la escritora sostiene que hay paralelismos evidentes. "Quizá se precipitaron al desastre porque no sabían cómo iba a terminar la Revolución, cosa que ahora sí sabemos. Pero tampoco ahora sabemos cómo terminará esta escalada de populismo tan en boga", advierte. "Hay muchos paralelismos con la sociedad actual. Ambas sociedades necesitan unos cambios que no se han hecho en su momento y ahora quieren hacerse rápidamente, y ambas tienen unas élites culturales que no encuentran su sitio en los altos puestos de la administración porque ya están repartidos, no en base al mérito o al valor real, sino en base a consideraciones políticas y a las intrigas. Son siempre los mismos quienes ejercen el poder con medios subterráneos y ocultos". Una llamada de atención al presente para no compaqrtir el destino de una clase cuyas mayores virtudes precipitaron su desaparición.