La dama del armiño, h. 1490 (detalle)
Los especialistas en Leonardo da Vinci tienen que trabajar como detectives. Se ven obligados a sacar información de las pistas más insignificantes. Hace unos años, un investigador alemán reparó en una nota al margen que un florentino había introducido en su copia de 1503 de las cartas de Cicerón. En una página en la que el autor romano comentaba que el pintor Apeles “acabó la cabeza y el busto de su Venus con la maestría más refinada, pero dejó el resto incompleto”, Agostino Vespucci, el lector florentino, conectaba el pasado con el presente: “Leonardo da Vinci trabaja así en todas sus pinturas, como en el retrato cabeza de Lisa del Giocondo y en el de Ana, madre de la virgen. Veremos qué hace en la sala del Gran Consejo”. Esta breve nota confirmaba que la protagonista de la infinitamente misteriosa Mona Lisa era Lisa del Giocondo, esposa de un rico mercader de sedas, y mostraba que los contemporáneos de Leonardo reconocían y debatían las particulares cualidades del arte del pintor.
Walter Isaacson (Nueva Orleans, 1952) sigue docenas de pistas para revivir a Leonardo. Aunque Da Vinci nunca dejó de escribir, fue muy poco lo que reveló directamente de su vida interior. Sin aspavientos y sin recurrir a Freud -aunque, por desgracia, Dan Brown aparece en una ocasión-, el autor utiliza las contradicciones de su protagonista para darle humanidad y profundidad. El artista fue un dandi famoso por sus ropas de color rosa intenso, que a veces vivía en habitaciones llenas de cuerpos diseccionados. Era vegetariano y compraba pájaros para poder dejarlos en libertad, al tiempo que diseñaba máquinas para matar. Mientras va tras Leonardo de un lugar a otro y de una ocupación a otra, la energía de Isaacson jamás desfallece ni su curiosidad se atenúa. Una y otra vez descubre detalles sorprendentes y reveladores, como la desviación de la mirada que indica que el artista utilizó espejos para crear un maravilloso autorretrato tardío, o las vértebras humanas dibujadas con precisión y delicadeza.
Da Vinci encarna la creatividad de la “gente polifacética del Renacimiento”, término que Jacob Burckhardt acuñó para el genio y sus contemporáneos. En nuestros días es conocido sobre todo por ser el pintor de Mona Lisa y La Última Cena. Sin embargo, cuando ofreció sus servicios a Ludovico Sforza, duque de Milán, prometía inventar puentes, cañones y máquinas de guerra. Hasta el final de la carta no mencionaba que sabía esculpir y pintar. Además, su dedicación a los temas relacionados con las ciencias, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas fue absoluta. En sus cuadernos de notas registró los movimientos de toda clase de fluidos, desde el agua de los ríos hasta la sangre de la aorta (cuyo recorrido averiguó con siglos de antelación). Diseñó máquinas para levantar pesos enormes e hizo posible que el ser humano volase. Además, demostró que, gracias a que era capaz de dibujar esas maravillas anatómicas y estructurales, veía con más claridad que los estudiosos y los médicos.
Isaacson alterna las obras de arte del florentino con su contemplación de la naturaleza, y rastrea las conexiones entre ambas. Mientras Leonardo estudiaba la vista, descubrió que las sombras de los objetos estaban definidas por sombras y no por líneas. Mona Lisa y La Última Cena, tal como las interpreta Isaacson, no son solamente cuadros de infinita profundidad y complejidad, sino también muestra de unos métodos y unos principios nuevos para el estudio de la naturaleza.
El autor no ofrece un relato sin contratiempos. En los estudios sobre Leonardo nada es sencillo. Los historiadores de la ciencia debaten el significado y la importancia de sus manuscritos, mientras que los historiadores del arte se enfrentan entre sí por la autenticidad y la cronología de sus obras. Con respecto al Salvator Mundi (vendido hace poco en una subasta por la pasmosa cifra de 450 millones de dólares), Isaacson conduce al lector a través de la historia de la determinación de su autenticidad. Como es bien sabido, los editores comerciales suelen disuadir a los escritores de tratar esta clase de problemas en detalle. Isaacson, sin embargo, se pone en su papel de profesor -enseña Historia en la Universidad de Tulane- y describe la polémica con lucidez. Esta valiente decisión confiere al libro las características de un mosaico compuesto pieza a pieza, y hace que resulte mucho más instructivo de lo que un simple relato podría haber sido.
Isaacson podría haber extraído otra clase de información de las palabras y los dibujos que con tanta atención ha leído. Otros ingenieros anteriores ya se habían adelantado al profundo interés de Leonardo por el mundo subacuático y los equipos de buceo. Antes de Leonardo, los “filósofos de la naturaleza” sostenían que miles de años de inundaciones y erosión habían moldeado la superficie de la Tierra. Conectar estos puntos -mostrar que Leonardo compartía intereses ideas con muchos predecesores y contemporáneos- habría enriquecido aún más la narración de Isaacson. Aunque, pensándolo bien, puede que la elección de una lente de ángulo estrecho haya sido deliberada. Al fin y al cabo, Leonardo pintaba a los protagonistas de sus retratos sobre fondos imprecisos.
© New York Times Book Review