Lincoln en el Bardo
A George Saunders (Amarillo, Texas,1958) se le empezó a publicar en España algo tarde, a remolque de lo que aquí se vino a denominar The Next Generation, emblema publicitario con el que se quiso agrupar a un buen puñado de jóvenes escritores, la mayoría dados a conocer gracias a la revista McSweeney's. Aquella oleada de nuevos narradores, revitalizadores del relato como género y herederos en gran medida de los autores clásicos posmodernos (Pynchon, Gaddis, Barth & Co.), encontró rápido acomodo en el catálogo de Random House. Así, junto a los nombres célebres de David Foster Wallace, Rick Moody, Jonathan Lethem o Chuck Palahniuk comenzamos a saber de otros más desconocidos (y meritorios) como Arthur Bradford, Sam Lipsyte, Neal Pollack o Paul Collins. Entre toda aquella maraña de literatura norteamericana,vieron también la luz los dos primeros libros de Saunders, Guerracivilandia en ruinas (1996) y Pastoralia (2000), que pasaron por desgracia sin pena ni gloria.
Los pocos lectores que tuvieron entonces la suerte de fijarse en los relatos del tejano comprendieron al instante que había algo en aquellos textos que lo diferenciaba del resto de escritores de su generación, algunos un tanto obsesionados con demostrar que su curso de escritura creativa había servido para algo, cuando no que a irónicos y ocurrentes no les ganaba nadie. Saunders también jugaba con las formas, también trataba de que su destreza como narrador quedara patente en aquellas historias sobre falsos trogloditas encerrados en un parque temático, pero por encima de todo en sus relatos revoloteaba una sensación atípica de naturalidad, de talento no forzado. Saunders practicaba ya desde sus inicios una suerte de posmodernismo de rostro humano (llamémoslo así), que lo alejaba de gran parte de aquella narrativa, brillante pero encantada de conocerse.
El suicidio en 2008 de David Foster Wallace, hasta entonces adalid de todo lo nuevo (y bueno), vino de algún modo a abrir un cierto debate sobre el futuro de la narrativa estadounidense, siempre tan preocupada por estudiarse. Jonathan Franzen, amigo (pero también némesis) de Wallace, pareció posicionarse pronto y con contundencia publicando su afamada (y muy clásica) Libertad (2010). Pero tan absortos estuvieron todos mirando cómo la pelota iba de un tejado a otro (¿A quién quieres más, a mamá Wallace o a papá Franzen?) que casi nadie se percató de que venía el tío Saunders adelantando con una tercera vía bajo el brazo.
Ah, pero claro, él solo escribía relatos. ¡Y libros para niños! ¿Quién le iba a prestar atención?
Hasta al más prestigioso de los cuentistas le habrán hecho la pregunta de marras: “¿Para cuándo la novela?”. Saunders por fin ha claudicado: Lincoln en el Bardo (2017) se llama la criatura, ganó el año pasado el premio Booker, y es un dechado de imaginación, un ejercicio narrativo libérrimo, lleno de vida, desternillante, fantasioso, humano, hermoso (muy hermoso), juguetón, endiablada y envidiablemente inteligente. Una fiesta.
Era esperable. Saunders por fin se ha decidido a jugar en su propia liga, y para ello se ha construido su “campo de sueños”. Por Lincoln en el Bardo pululan los fantasmas de Jonathan Swift (ya presente en Guerracivilandia en ruinas), Thomas Pynchon (uno de sus mayores fans) y Donald Barthelme (cuánto me he acordado, leyendo esta novela, de su también muy swiftiana El padre muerto), así como los espíritus (o lo que sean) de una pléyade de personajes al límite (destacando, por encima de todos, a Hans Vollman y Roger Bevins III, que son realmente para comérselos), habitantes involuntarios de esa suerte de limbo (recordemos que Saunders es budista practicante) llamado Bardo, al que tristemente cae Willie Lincoln, el hijo del entonces presidente de los Estados Unidos, a los once años.
Y a partir de esta anécdota, de este dato, Saunders echa literalmente a volar, levantando una opereta histórica y polifónica de aventuras y desventuras construida a partir de cientos de epígrafes y citas inventadas (a cada cual más mordaz y descacharrante), dinamitando por el camino todos los clichés habidos y por haber sobre esa cosa llamada fragmentación, pues el puzzle que es Lincoln en el Bardo fluye como un río. Sobre sus aguas se flota, como así hacen muchos de los protagonistas de esta alocada y elocuente virguería estilística, capaz de convertir el academicismo más rancio (y peregrino) en la más sutil (y eficaz) de las oralidades shakespearianas.
Pero si las formas deslumbran, y lo hacen con algo nuevo (yo al menos no conozco ninguna novela construida así), la sentida fábula que Saunders le regala al pequeño Willie Lincoln se presenta como un órdago a la fantasía. Y si bien es cierto que su Bardo, tan peterpanesco, se asemeja enormemente al País de Nunca Jamás, debe hacerse la advertencia de que esta no es ninguna novela para niños que se niegan a crecer, pues ya se encarga Saunders de salpicarla con rijosidades y escatologías varias.
Hay sin embargo en este arriesgado planteamiento estético un pequeño punto de zozobra. Como ya ocurriera en algunos de los relatos que conformaban Diez de diciembre (2013), Saunders se entrega aquí, más que nunca, a la llamada ficción ética. Parece que haya en Lincoln en el Bardo un esfuerzo importante por lanzar un mensaje de provecho para el lector, cuando no esperanzador. Baste entonces aceptar estos posicionamientos como parte integral de su propuesta narrativa, para así no llevarse a engaño. Pues Lincoln en el Bardo es, por encima de todo, un texto superlativo que demuestra que George Saunders se encuentra, hoy, a años luz de sus contemporáneos.