El nuevo libro que nos llega de César Aira (Coronel Pringles, Argentina,1949), Prins, toma los derroteros lógico-causales habituales en el autor: quiero decir que no hay quien lo sintetice. Lo intentaré así, sólo por ser fiel a lo que el lector espera de una reseña: en el centro de esta novela hay un escritor de novela gótica comercial, muy consciente de lo pueril de su obra, que decide dejar de escribir e invertir en el consumo de opio la media hora diaria que ha liberado con tal decisión.
Claro que el asunto no es tan sencillo, porque el opio que adquiere en un extraño local llamado La Antigüedad resulta ser un paralelepípedo blanco del tamaño de una lavadora, entregado a domicilio por un tipo decidido a instalarse en su casa por tiempo indeterminado. Encima, los antiguos ghostwriters del narrador, ahora desocupados, se convierten en una banda criminal que siembra la delincuencia en Buenos Aires siguiendo las pautas de los clásicos e inamovibles relatos góticos que antes producían en negro. Desde luego, este es un caso para el Doctor Aira, uno que le permitirá escribir su particular, irónica, invertida Casa Tomada.
Sabemos que la literatura de Aira se fundamenta en algunas preguntas constantes: una tiene que ver con qué cosa sea la literatura, asediada por numerosas formas y conceptos que no son propiamente literarios y sin embargo alargan su supervivencia; otra se refiere al papel del escritor hoy. Ambas convergen en esta cita: “Nadie sabe con claridad qué es eso de la literatura, qué es lo que hace un escritor; de ahí que lo dejen tranquilo, en el aura que la sociedad le construye, la burbuja hecha a medias de respeto y de asco”. Encerrado en esa burbuja, el escritor Aira asedia, a su vez, el extraño engarce entre lo imaginado y la Realidad, y su traslación en forma de Vanguardia o Realismo. Todas estas cuestiones atraviesan Prins, que además se permite algunas páginas de sensualidad cerebral y el cúmulo recurrente de digresionesobsesivas pronunciadas con gesto de Buster Keaton.
Así, hemos llegado al humor, esencial en Aira y en estas páginas. Sin embargo, no voy a contar nada de lo divertido que sucede en Prins. Tengo una razón para ello: subrayar parte de la naturaleza del libro, cuyo narrador insiste en lamentar que la literatura comercial y convencional tengan que reproducir una y otra vez los mismos esquemas y reglas para que el lector satisfaga sus expectativas. Pues bien, imaginen hasta qué punto la crítica, reducida casi a la nada, consiste también en reproducir esquemas y reglas tranquilizadores: ofrecer un juicio claro, proponer una sinopsis, no pasarse de originales… Y nunca, nunca, introducir un spoiler ni reventar ninguna sorpresa: a fin de cuentas, ¿alguien sigue creyendo que leer es algo más que divertirse?
El modo en que Aira recoge el guante de las convenciones narrativas y las diluye en un cruce de ejes con la naturaleza entrópica de la vida es maravilloso. Por mi parte, carente de las herramientas del autor, me conformaré invirtiendo el sentido de una regla de la crítica, la que obliga a callar los giros argumentales en las reseñas. Llevada al máximo rigor, ¿no podría verse en realidad como un perverso tocamiento de las narices del lector? Por eso, no voy a contarles qué sucede cuando el narrador atraviesa la ciudad en autobús, ni cuando intenta seducir a una mujer indicándole que hay una puerta que nunca, nunca debe abrirse. (Me temo que no he logrado nada, porque acabo de plantear una incitación a la lectura de sospechoso parecido con la publicidad: a saber cómo puede salvarse la crítica).
Pero volvamos a ese bloque de Opio en el centro de Prins: onírico, imposible, embriagador. En El pacto con la serpiente, recién publicado por Acantilado, Mario Praz recuerda el linaje opiáceo del Romanticismo, según el cual esa droga “introduce a los escritores en un mundo tan distinto como la vida en otro planeta”. La cita praziana permite una deriva airana: si el opio descrito por el novelista argentino es tan absolutamente ajeno al opio real, ¿qué clase de “mundo distinto” es el que abre en la ficción? Uno definido por una geometría tan milimétrica como desconcertante, “tridimensional”, en el que la alegoría es tanto más perfecta cuanto menos sea desentrañada. Un mundo, por otra parte, en el que la carcajada es un hecho seguro y se “dilatan hasta el infinito los límites del tiempo y del espacio”(Praz de nuevo). Un mundo, en fin, en el que el relato cerrado y el Realismo no tienen gran cosa que ver con la Realidad.
Ah, y que no se me olvide: a Prins le pongo entre cuatro y cinco estrellas.