En vísperas de la Primera Guerra Mundial el avance de la ciencia y la prosperidad en todo el mundo hacía que fuera razonable esperar una nueva era de humanitarismo y paz. En pos de ese ideal, Andrew Carnegie fundó en 1914 la Unión de las Iglesias por la Paz, origen del actual Consejo Carnegie para la Ética en los Asuntos Internacionales.
Sin embargo, el siglo XX no resultó como Carnegie había imaginado. Ahora sabemos que nada tiene tantas luces y sombras como la globalización. No obstante, el Consejo Carnegie ha seguido difundiendo sus ideales y para celebrar su centenario, planteó una pregunta cuya premisa refleja el idealismo de una época que se fue: “¿La globalización nos está unificando moralmente?”.
Con el fin de obtener una respuesta, la organización acudió a Michael Ignatieff (Toronto, 1947). Tratándose de un filósofo de la moral, rector de la Universidad Central Europea de Budapest, seguramente tendría buenos motivos para desear que la proposición fuese verdadera. Pero Ignatieff también es periodista y ha visto a los seres humanos hacerse cosas horribles unos a otros. Uno de los grandes méritos de Las virtudes cotidianas es que, en el curso de su investigación, el autor descubrió que estaba formulando la pregunta equivocada.
La correcta es: “¿Cómo podemos conservar la moralidad en un mundo en el que los antiguos modelos, buenos y malos, están trastocados?” En su manera de abordar el desafío, el admirable libro de Ignatieff representa un triunfo de la ejecución sobre la concepción. Las virtudes cotidianas es un matrimonio de conveniencia entre la filosofía moral y una vuelta al mundo con los gastos pagados. El autor viajó con un equipo del Consejo Carnegie a Brasil, Bosnia, Japón, Birmania, Sudáfrica, Los Ángeles y al barrio neoyorquino de Queens.
Ignatieff concluye que la globalización ha influido efectivamente en determinados aspectos fundamentales del razonamiento moral de sus interlocutores. La difusión de la democracia y del concepto de derechos humanos ha universalizado la idea de que la ciudadanía tiene derecho a ser escuchada. Las personas con las que habla Ignatieff tienen sentido no solo de la posición, sino de la posición igualitaria, e incluso los líderes no democráticos piensan que deben satisfacer las aspiraciones de los ciudadanos de a pie.
Sin embargo, más democracia no conduce necesariamente a más respeto por los derechos humanos. El autor pone el desalentador ejemplo de Birmania, donde los brutales dictadores militares se prestaron a una transición pacífica hacia un partido político dirigido por la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi. “Su ejemplo”, dice, ofreció a la ciudadanía occidental “la demostración de que el anhelo de libertad, democracia y derechos era universal”. Sin embargo, no es así. Ahora, “la Dama” preside un régimen que persigue a la minoría musulmana rohingya.
Ignatieff considera que los expertos y los activistas prestan apoyo a esta cruel cruzada. ¿Dónde ha estado el fallo? Según el autor, Birmania es una sociedad plural que nunca ha respondido a la pregunta primordial de quiénes somos “nosotros” y quiénes son “ellos”. En consecuencia, el gobierno de la mayoría suscitó resentimientos que los déspotas habían reprimido, igual que hicieron en la antigua Yugoslavia. De hecho, la globalización no solo ha sido incapaz de superar una antigua división, sino que la ha acentuado.
No toda la política es local, sostiene Ignatieff, pero el origen de las respuestas políticas se encuentra en las lealtades y los antagonismos locales. Con todo, la terca resistencia al universalismo que gobierna el pensamiento moral de Occidente constituye por sí misma una fuente alternativa de conducta justa. Es la serie de hábitos e intuiciones que Ignatieff denomina “las virtudes cotidianas”. La gente necesita un sentido del orden moral, sostiene; necesita creer que su vida tiene un sentido más allá de la mera lucha por la supervivencia. Necesita creer que ha actuado correctamente.
Pero, ¿ante quién? No ante una abstracción como “la humanidad”. La gente piensa más bien en ella misma, en su familia, sus amigos, y su comunidad. Este sentido de la afinidad es, a su vez, la base de las virtudes cotidianas: la lealtad, la confianza, la contención. Es lo que Ignatieff encuentra en las favelas de Río, en los trabajadores de Fukushima y en los supervivientes de Bosnia. Por supuesto, si le damos la vuelva a la carta de las virtudes cotidianas, encontramos los vicios: el resentimiento, la mezquindad, el chauvinismo.
La idea de que la obligación moral se extiende solo a “nosotros” es el origen del nacionalismo de “sangre y tierra” que actualmente se propaga por el mundo como un virus. La gracia salvadora, opina el autor, es que esos sistemas morales intuitivos están en contacto con los de otras personas y con los de las instituciones que nos rodean. Las virtudes y los vicios cotidianos son connaturales al ser humano, al igual que el mundo interior de la intuición moral. La variable es lo que hay fuera, es decir, las instituciones entendidas en el sentido amplio de estructuras sociales de creencias y prácticas.
El autor reconoce que la centralidad de las instituciones se ha convertido en un tópico de la economía del desarrollo y de la doctrina de la construcción de Estados. Lo que distingue a la perspectiva de las virtudes cotidianas es la afirmación de que las instituciones son lo más importante porque forjan el comportamiento de cada individuo. “Si la prueba de la respetabilidad de una sociedad es que da facilidades a las personas para que hagan gala de estas virtudes”, afirma, “¿qué políticas y qué instituciones tenemos que crear para que esa virtud siga siendo cotidiana?”.
El elemento problemático de la frase es el sujeto “nosotros”. Si “nosotros” creemos que debemos fomentar la democracia fuera de nuestros países, entonces intentaremos -humildemente- ayudar a que las prácticas democráticas arraiguen. Pero si la gente se resiste a las abstracciones morales que vamos diseminando -si esa resistencia es “un elemento persistente en la defensa de su identidad por parte de la gente corriente”-, nuestra humildad debe ser mayor.
Las decisiones morales de la población de Bosnia se basan en un mundo que ellos conocen y nosotros no. Si la globalización no nos va a salvar, no hay grandes respuestas que lo abarquen todo; ni la tecnología, ni la democracia, ni el renacer espiritual. Solo hay respuestas pequeñas y locales, que muy bien pueden incorporar la tecnología o la política concebidas por la imaginación de los benevolentes globalizadores. Las soluciones pequeñas no nos llevarán al cielo, pero nos mantendrán alejados del infierno. © New York Times Book Review