John Banville. Foto: Alberto Cuéllar
El éxito de una novela suele depender de decisiones que el autor toma antes de escribir una sola palabra. Por eso, cuando me pidieron que hiciese una reseña de La señora Osmond, la secuela de la novela de Henry James Retrato de una dama, obra de John Banville (Wexton, Irlanda, 1945), la primera pregunta que hice fue: “¿Está escrita con el estilo de James?”. Informado de que así era, incliné la cabeza con reverencia y compasión. El gran Banville, me temí, había intentado lo imposible. Al mismo tiempo, me sorprendía que no se le hubiese ocurrido a nadie antes. Publicada en 1881, Retrato de una dama trata de Isabel Archer, una joven estadounidense que, al morir sus padres, viaja a Europa, se “independiza” gracias a una herencia y es asediada por los pretendientes que le piden matrimonio. La tragedia de la novela reside en que Isabel elige al pretendiente equivocado -el taimado diletante Gilbert Osmond-, y la pregunta que flota sobre el último capítulo del libro es si ella lo abandonará o no. En la escena final, uno de los admiradores rechazados, el industrial estadounidense Caspar Goodwood, la sigue a casa de su amiga Henrietta Stackpole en Londres, donde se entera de que Isabel ha vuelto a Roma. Entonces, Henrietta le dice: “Mire, señor Goodwood, ¡solo tiene que esperar!”. La última frase del libro es: “Al oír esto, levantó la cabeza y la miró”. James no explica qué significa esa mirada, y los lectores llevan discutiéndolo desde entonces. Como si quisiese aclarar el misterio, el autor añadió un párrafo a la edición de 1908, en el que ampliaba el final como sigue: “Al oír esto, levantó la cabeza y la miró…, pero solo para adivinar en el rostro de ella, nauseado, que lo único que había querido decirle era que todavía era joven. Ella sonreía radiante al ofrecerle aquel consejo barato, y le hizo envejecer, en el acto, treinta años. No obstante, Henrietta empezó a caminar a su lado como si acabara de transmitirle el secreto de la paciencia”. Este segundo final aclara el destino de Goodwood, pero no el de Isabel, y brinda a Banville su oportunidad. Es más, en el siglo y medio transcurrido desde que la novela se publicó por primera vez, por entregas en The Atlantic Monthly, la decisión de Isabel ha ganado importancia. ¿Vuelve a Roma con su marido para cum-plir con sus deberes de esposa? ¿Quizá para rescatar a su hijastra Pansy? ¿O para liberarse a sí misma del matrimonio, recuperando su independencia y anticipando la emancipación política y social de las mujeres? En este sentido, a pesar de su atmósfera anticuada, La señora Osmond se dirige al momento presente. A los irlandeses les gusta hacer este tipo de cosas. Con una veneración antes reservada a los asuntos religiosos, ofrecen un acto de devoción a un ídolo literario. La novela de Colm Tóibín The master. Retrato del novelista adulto [que Lumen acaba de reeditar en España], es el punto de comparación más evidente. Pero Tóibín eligió escribir en tercera persona, con su propio estilo, y describir la vida que James llevó al margen de sus libros. Por esa razón, The master es una expansión de James más que una resurrección. Por otra parte, en Retrato de una dama Henry James alcanzó su máxima vivacidad. Una de las causas por las que la novela sigue siendo tan popular es que es una lectura fantástica. La primera mitad del libro -el cortejo, los rechazos- tiene todas las delicias del clásico argumento matrimonial, mientras que la segunda, repleta de oscuras revelaciones, es psicológicamente compleja y cualquier cosa menos trivial. En cambio, La señora Osmond parte del conocimiento de que el matrimonio de Isabel ha sido un error. La acción consiste en gran medida en las idas y venidas de la protagonista, en sus encuentros con diversos personajes, y en el relato que les hace de su experiencia matrimonial. Cuando, por fin, llega el clímax de la novela, Isabel se las arregla para zafarse del pasado de una manera relativamente sencilla. Esto tiene el curioso efecto de hacer que nos preguntemos si las dificultades que sufre en la novela original eran realmente tan desesperadas, y si no nos habremos equivocado al depositar en ella nuestra simpatía. Sin embargo, el autor se escabulle de su autoimpuesta camisa de fuerza para hacer algo extraordinario. A lo largo de ocho páginas, penetra en la mente de Gilbert Osmond. Al igual que en El ancho mar de los Sargazos, la precuela de Jean Rhys de la obra de Brontë, este cambio de perspectiva ofrece al lector una visión nueva de la historia original. El autor, que siempre ha brillado cuando ha escrito sobre villanía, tanto en sus obras de ficción literaria como en las novelas creadas bajo el seudónimo de Benjamin Black, recupera aquí ese oscuro talento. El capítulo hierve en amenazas, energía y maldad. Fue una decepción que la aparición de Osmond en escena fuese tan breve.
Desde el punto de vista estilístico, La señora Osmond es una victoria que contiene el germen de su propia ruina. La habilidad del autor para transmitir los ritmos del estilo y la prosa de James es asombrosa. No puedo imaginar a nadie capaz de hacerlo mejor. Conoce la época, los lugares y la sociedad de los que habla. Además de ser un prodigio de destreza lingüística, la novela es una proeza suprema de erudición. A medida que mis ojos se abrían paso a través de los párrafos típicamente digresivos, con sus sutilezas y vacilaciones y sus arcaísmos perfectamente afinados, no dejaba de imaginar a Banville sentado a su escritorio componiéndolos con tesón en un esfuerzo de autocorrección que es el polo opuesto de la inclinación innata del novelista, y que, con independencia de la belleza que produce, tiene que haber ido acompañado de algún dolor. Por otra parte, esta ventriloquía le ha permitido devolver la gloria a las metáforas extendidas que, aunque poco apreciadas en nuestros días, siguen siendo bonitas de leer. “Pero tal vez ese fuese el problema: que Ralph había querido milagros de ella. Que tenía el poder de apoyar su valiente ascensión por la pared de roca de sus ambiciones -y de las de él- seguramente le había parecido la justificación, la compensación por haber tenido que quedarse abajo, en las sombras del valle, mientras ella escalaba las radiantes cumbres”. De vez en cuando leemos sobre personas que han renunciado a la modernidad. Excéntricos que visten trajes victorianos y viven en casas donde todo, desde el papel pintado hasta el jabón de sosa, data de la década de 1880. Probablemente sea divertido visitar a gente así, pero al cabo de unas horas entornando los ojos en un salón en penumbra iluminado con aceite de ballena, podrían entrarte ganas de preguntar si saben que existe una cosa que se llama electricidad. Esa es la dificultad que anida en el proyecto de Banville. Tiene algo de fanático. Y sea como sea, el autor se ha metido en un jardín. El ritmo de la novela no es precisamente ligero, y cuantos más pasajes farragosos añade para reforzar el espíritu y la forma jamesianos, más tediosa se vuelve la novela. Es fácil perdonar a James por mantener un ritmo tan lento como la época en la que vivió. En el caso de Banville, parece deliberado hasta la perversidad. Y, sin embargo, sin esos pasajes la fidelidad al original sería menor. No hay salida. Cuanto “mejor” es la novela, peor. Cabe preguntarse si un estilo literario es algo más que palabras. Banville transmite las frases de James con notable conformidad. Pero no hay forma de recrear a Henry James, recrearlo totalmente, sin poseer su propio cerebro, de manera que se tengan a cada instante sus pensamientos y sus reflexiones exactas. A lo largo de La señora Osmond he tenido la extraña sensación de reconocer sus frases como jamesianas sin sentir que las había escrito Henry James, como si, por el hecho de imitarlo, Banville hubiese manifestado a todas luces lo inimitable que James es. No hay por qué avergonzarse de ello. Es la consecuencia de lo irrealizable del proyecto. Los amantes de Retrato de una dama son legión. Muchos de ellos estarán ansiosos por leer esta novela, y a muchos les cautivará. Para estos últimos hay un provecho añadido, y es que el final de La señora Osmond es tan enigmático como el de Retrato de una dama. Es la clase de final que, a los muy valientes o a los temerarios, quizá les inspire otra secuela. Sólo es cuestión de paciencia. © New York Times Book ReviewLa habilidad de Banville para transmitir los ritmos del estilo de Henry James es asombrosa, pero "La señora Osmond" es una victoria que contiene el germen de su propia ruina