Letras

Viñetas felinas de Margaret Atwood

18 mayo, 2018 02:00

"Quizá resulte extraño que a alguien conocido por sus novelas y su poesía le dé por escribir cómics, y más aún uno con un superhéroe gato-búho volador y clubes nocturnos para felinos", reflexiona la escritora canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939) en el prólogo de Angel Catbird, su primera y disparatada incursión en el mundo de la novela gráfica, ilustrada por Johnnie Christmas, que lanza en España Sexto Piso. Pero lo cierto es que no resulta tan sorprendente al saber que la escritora creció leyendo y dibujando montones de estos relatos en los años 40 y 50. En esta historia de seres mitad humano mitad animal que deben defenderse de un ejército de ratas controlado remotamente por un científico malvado, con personajes tan estrafalarios como el conde Gátula, el poeta romano Gatulo o la momigata Neferkitti, Atwood ha querido rendir un homenaje a su afición por los superhéroes y al surrealismo e imaginación de las historietas de su infancia.



Prólogo de Margaret Atwood en Angel Catbird

Quizá resulte extraño que a alguien conocido por sus novelas y su poesía le dé por escribir cómics, y más aún uno con un superhéroe gato-búho volador y clubes nocturnos para felinos. Pero para mí no lo es tanto. Nací en 1939, por lo que ya podía leer cuando, con el fin de la guerra, se produjo el glorioso regreso de los cómics en color. No sólo leía ingentes cantidades de historietas en forma de revista, sino que también encontraba muchos de los mismos personajes en la prensa del fin de semana, que dedicaba páginas enteras a los cómics en color. Algunos resultaban divertidos -La pequeña Lulú, Li'l Abner, El ratón Mickey o Blondie, por ejemplo-, pero otros eran serios: Steve Canyon, Rip Kirby y la insondable Mary Worth. Y había varios superhéroes: Batman, Capitán Marvel, Wonder Woman, Superman, El Hombre Elástico, Linterna Verde, La Antorcha Humana y similares. Hasta existían cómics cuyo objetivo era mejorar a los jóvenes: la serie Classic Comics tenía una finalidad educativa.

Y otros eran sencillamente extraños. En esta última categoría situaría Mandrake el mago, La pequeña Annie -donde los personajes no tenían pupilas- y Dick Tracy: joyas surrealistas, aunque algo turbadoras para los niños. ¿Un criminal que puede adoptar cualquier rostro, y que parecía un queso fundido? Recordaba de un modo alarmante a Salvador Dalí y me quitaba el sueño, como hizo la obra de Salvador Dalí cuando la descubrí años después.

No sólo leía todos esos cómics, sino que también dibujaba mis propias historietas. Las primeras tenían como protagonistas a un par de superheroicos conejos voladores, demasiado alegres y adictos a las cabriolas para que pudieran considerarse pesos pesados. Mi hermano mayor tenía un repertorio de personajes mucho más amplio, y con más gravitas: se dedicaban a la guerra a gran escala, mientras que mis superhéroes sólo tonteaban con alguna que otra bala.

Además de mis conejos superhéroes también dibujaba gatos alados, muchos con globos incorporados. Me obsesionaban los globos porque durante la guerra no había; los había visto en fotografías, pero nunca de verdad. Me pasaba lo mismo con los gatos: no me permitían tener uno porque pasábamos mucho tiempo en los bosques canadienses. ¿Cómo viajaría el gato? Y, una vez allí, ¿se escaparía y acabaría devorado por un visón? Probablemente. De modo que, durante la primera parte de mi vida, mis gatos fueron gatos voladores.

Pasó el tiempo, y tanto los globos como los gatos se materializaron en mi vida real. Los globos supusieron toda una decepción, pues tendían a desinflarse y estallar; los gatos, no. Durante cincuenta años disfruté de su compañía, salvo en las breves interrupciones en que fui estudiante. Mis gatos eran un placer, un consuelo y una ayuda para escribir. La única razón de que ahora no tenga ninguno es que me da miedo tropezar con él. Eso y dejarlo huérfano, por decirlo de algún modo.

Cuando la década de los cuarenta dio paso a la de los cincuenta y me convertí en una adolescente, el cómic que más me interesó fue el Pogo de Walt Kelly, cuyo repertorio de criaturas de los pantanos combinado con su sátira de los excesos de la era McCarthy estableció un nuevo referente: cómo ser divertido y serio a un tiempo. Entretanto, yo seguía dibujando y diseñando algún que otro objeto visual: pósteres para el negocio de serigrafía que había montado en mi mesa de ping-pong a finales de los años cincuenta y cubiertas para mis primeros libros, porque era más barato que pagar a un profesional.

En la década de los setenta dibujé una suerte de tira política llamada Kanadian Kultchur Komix para una revista llamada This Magazine. Continué dibujando una tira anual titulada Book Tour Comix, que enviaba a mis editores en Navidad para hacer que se sintieran culpables (sin éxito). No es coincidencia que la narradora de mi novela de 1972, Resurgir, sea una ilustradora, y que la narradora de mi novela de 1988, Ojo de gato, sea una pintora figurativa. Todos tenemos vidas que nos hubiera gustado vivir. (Señalo que ninguna de estas narradoras ha sido nunca bailarina; probé el ballet durante un corto período de tiempo, pero me mareaba).

Y seguí leyendo cómics, observando el surgimiento de una nueva generación de personajes psicológicamente complejos con problemas para las relaciones (Spiderman, a quien después siguió Lobezno, etcétera). Luego llegaron las novelas gráficas, con clásicos como Maus y Persépolis: bisnietos de Pogo, lo supieran o no.

Al mismo tiempo me comprometía cada vez más con la conservación de las aves. Me sentía culpable por todos mis años de compañía felina, pues mis gatos habían entrado y salido de casa a su antojo para entretenerse en sus asuntos gatunos, que incluían matar animalitos y pájaros que me ofrecían como regalo, depositándolos concienzudamente en mi almohada o bien en el felpudo, donde tropezaba con ellos. A veces ni siquiera era un animal completo. Uno de mis gatos únicamente donaba las entrañas.

De este contraste entre mi pasión por leer y escribir cómics y mis manos manchadas de sangre aviar nació Angel Catbird. Reflexioné varios años al respecto y hasta dibujé algunos bocetos. Sería una combinación de gato, búho y humano, y tendría, por consiguiente, un conflicto de identidad -¿salvo a este polluelo de petirrojo o me lo como?-, pero sería capaz de entender las dos perspectivas de la pregunta. Sería un dilema carnívoro andante y volante.

Comprendí, sin embargo, que Angel Catbird debía tener mejor aspecto que los gatos voladores que había dibujado en mi infancia -planos y acartonados- y también mejor aspecto que los de mis cómics posteriores, que eran muy simples y burdos. Deseaba que Angel Catbird fuese sexi, como los superhéroes o detectives de la década de los cuarenta. Necesitaba unos buenos músculos.

Por lo que era imprescindible un coautor. ¿Cómo encontrarlo? No se trataba de un mundo que conociese muy bien. Y entonces, un día, apareció en mi cuenta de Twitter una posible respuesta. Una tal Hope Nicholson estaba resucitando a uno de los olvidados superhéroes canadienses de la década de los cuarenta y lo financiaba mediante Kickstarter. No sólo eso; Hope vivía en Toronto.

Le hablé de Angel Catbird, nos vimos en un extraño pub de ambientación rusa y hete aquí que no sólo me puso en contacto con el artista Johnnie Christmas, que podía dibujar los músculos y las garras de búho adecuados, sino también con la editorial Dark Horse Comics. El editor de la serie es Daniel Chabon que, a juzgar por su fotografía, tendrá unos quince años. No lo he conocido personalmente, ni tampoco a Johnnie ni a la excelente colorista Tamra Bonvillain, pero estoy convencida de que ese encuentro tendrá lugar en un futuro próximo.

Todos estos colaboradores han sido magníficos. ¿Qué más podía pedir una ilustradora frustrada como yo? ¡Nos lo hemos pasado de fábula! Bueno, al menos quien esto escribe... Ver cómo Angel Catbird cobraba vida ha sido muy emocionante. Por ejemplo, mantuvimos un largo debate por correo electrónico sobre la ropa de Angel. Tenía que cubrirse de algún modo. ¿Un pantalón de plumas? Y, si eran plumas, ¿de qué clase? ¿Debía llevarlo debajo del pantalón de humano y aparecer de repente? ¿Cómo debía manifestarse? Eran preguntas que se plantearían y que requerían una respuesta.

¿Y Cat Leone, el amor del superhéroe? Intercambiamos dibujos de ojos felinos por el éter y en un momento determinado me descubrí escaneando y enviando un boceto que había dibujado. ¿Qué llevaría una chica que también era una gata mientras cantaba en un club nocturno? ¿Botas con ribete peludo y garras? ¿Pendientes de color rojo sangre?

Estas cuestiones ocupaban mis horas de vigilia. ¿Qué clase de mobiliario tendría el conde Gátula -parte murciélago, parte gato, parte vampiro- en su castillo? ¿Algunos muebles debían estar al revés, considerando las costumbres de los murciélagos? (El conde Gátula es importante por derecho propio, ya que los murciélagos están en apuros en todo el planeta). ¿Cómo podíamos darle un aspecto seductor a un buitre egipcio? (Ya sabéis lo que comen, ¿verdad?). ¿Pulpógato tendría cara de gato y pelo de tentáculos? ¿Cat Leone debía tener una rival que le disputase la atenciones de Angel Catbird, parte mujer y parte búho, llamada Buhatenea? Creo que sí. ¿En su forma humana trabajaría en la cadena Hooters con una camiseta de búho, o eso ya era pasarse?

Cosas así.

Hay, por supuesto, una vertiente ecológica y científica en este proyecto: lo proporciona Nature Canada, que no sólo contribuye con las estadísticas que salpican el libro en algunos pies de página, sino que también dirige la campaña #SafeCatSafeBird, donde se solicita a los dueños de estos felinos que no los dejen merodear libremente. Las cifras de mortalidad de los gatos en libertad son increíblemente elevadas: son mordidos o devorados por otros animales, los atropellan... y eso es sólo el principio. De modo que resulta conveniente, tanto para los gatos como para los pájaros, que los primeros estén resguardados, en unas condiciones que les impidan contribuir a los millones de muertes anuales de aves que se les atribuyen.

En www.catsandbirds.ca todo aquel que tenga un gato puede comprometerse mediante un juramento, y la suma de estos compromisos quizá dé como resultado un pequeño incremento en el menguante recuento de aves. Tal vez también resulte en mejores condiciones para los bosques exhaustos, ya que son las aves cantoras migratorias quienes limpian los árboles de las plagas de insectos. Los gatos no son los únicos responsables del declive de los pájaros, por supuesto -pérdidas de hábitat, pesticidas y los cristales de las ventanas también influyen-, pero sí son un factor determinante.

Había un elefante que solía acudir a todas las escuelas de Canadá. Se llamaba Elmer y aconsejaba a los niños que mirasen bien antes de cruzar la calle para evitar atropellos. Elmer regalaba una bandera a aquellas escuelas donde no se producía ningún accidente a lo largo del año.

En mis sueños más audaces, Angel Catbird y Cat Leone, y quizá incluso el conde Gátula, regalarán algún objeto -una bandera, un trofeo- a las escuelas que consigan un número determinado de compromisos por parte de dueños de gatos. Quién sabe, quizá lo consigamos. Antes de actuar, imaginamos y deseamos, y yo deseo e imagino un resultado así. Si ocurre, seré la primera en calzarme unas botas con garras en las puntas, o quizá me crezcan unas alas por haber contribuido a la causa.

Entretanto, espero que disfrutéis de Angel Catbird tanto como mis colegas y yo nos hemos divertido poniéndole el cascabel al búho.

O al gato.

O a ambos.