Ante determinados acontecimientos que por su magnitud o gravedad provocan desconcierto, es habitual preguntarse ¿cómo ha sido posible? Muchos de los hechos en torno a la Segunda Guerra Mundial tienen esos rasgos que nos sumen en el estupor. Y si hay que personalizar las responsabilidades de esa hecatombe pocos vacilarían en citar en primer término el nombre de Adolf Hitler.
Grosso modo pueden distinguirse dos vías de análisis historiográfico: la que prefiere el enfoque colectivo (examinando la sociedad alemana en su conjunto) y la que enfatiza la culpabilidad de personajes concretos. Obviamente, no son interpretaciones irreductibles. Aquellos que, sin minusvalorar otros factores, privilegian la iniciativa individual terminan inevitablemente focalizando su análisis en la figura del Führer, considerando que sin él nada hubiera sucedido como sucedió. De ahí la importancia de estudiar su personalidad política. Thomas Weber (Hagen, Alemania, 1974), profesor de la Universidad de Aberdeen, se suma a la ya larga lista de investigadores del dictador germano.
El lector interesado debe recordar su anterior obra aparecida en castellano hace pocos años, La primera guerra de Hitler (Taurus, 2012). Weber continúa y profundiza ahora lo que ya estableció en el libro anterior sobre el proceso de formación política del joven Hitler. Decidido a demoler tópicos, el historiador alemán sostenía en esencia que la Gran Guerra no había sido tan importante en el plano personal ni en la radicalización ideológica del máximo jerarca del III Reich.
Ahora, en De Adolf a Hitler, Weber se plantea el gigantesco reto de explicar cómo se hizo Hitler. Por lo ya dicho, se comprenderá que el desafío es inconmensurable, teniendo además en cuenta la bibliografía existente (por cierto, notas y fuentes ocupan más de cien páginas del volumen). Weber sale bien parado del empeño, que cumple con brillantez, sin que despeje empero todas las incógnitas que, como sombras ominosas, genera el tortuoso personaje.
Conviene resaltar que esta no es una biografía de Hitler. Bastaría para deshacer este equívoco la mera mención de que abarca tan solo un puñado de años, de 1918 hasta 1926. Aparentemente estamos ante un meticuloso relato factual: Weber describe de modo prolijo todo lo que hizo Hitler antes del “Putsch de Ludendorff” y las consecuencias del fallido golpe. Pero en el fondo las peripecias concretas del futuro dictador le interesan tan solo en la medida en que ayuden a desentrañar la cuestión medular: si la Gran Guera no hizo a Hitler -esto solo fue un mito propagado luego por el propio autor de Mein Kampf-, ¿de qué modo entonces “ese soldado del montón”, raro, solitario y de ideas volubles, se convirtió en “un demagogo nacionalsocialista profundamente antisemita”? Para esclarecer este proceso, Weber formula dos historias paralelas que se entrelazan continuamente: cómo se convirtió Hitler en nazi y cómo fraguó una versión falsa e interesada de esa metamorfosis.
Al proponer esta perspectiva, el libro va mucho más allá de la descripción escueta de una singladura política individual, pues traza una vívida estampa del ambiente político de Baviera y muy especialmente del convulso Múnich de la época. Pero la relación del Führer en ciernes con esa región es más compleja de lo que a menudo se ha dicho. Según Weber “de no haber sido por Baviera, Hitler difícilmente se habría convertido en un nacionalsocialista. Pero si el resto de Alemania se hubiese parecido más a Baviera, Hitler difícilmente habría llegado al poder” (p. 422).
Weber formula dos historias paralelas que se entrelazan continuamente: cómo Hitler se hizo nazi y cómo mitificó esa metamorfosis
Hitler, tal como lo dibuja Weber, está lejos de ser un pelele o una tabula rasa en la que los alemanes escribieron todos sus prejuicios y ambiciones. Fue por el contrario un demagogo hábil, hasta cierto punto prisionero de una imparable dinámica extremista que se retroalimentaba. El incisivo retrato de Adolf, antes de que se convirtiera en Hitler, muestra un carácter ambicioso y resentido, inseguro en cuanto a sus dotes, pero también firme en sus convicciones. En gran medida, Hitler creía en lo que predicaba: fue oportunista, pero -doctrina aparte- lo fue en el mejor sentido del término, es decir, con cierta flexibilidad ideológica y estratégica. Era capaz de adaptarse al medio, evolucionar y sacarle partido a todo ello. Incluso su imprecisión en determinadas facetas sirvió para crear a su alrededor un sistema operativo altamente exitoso. Sus dos objetivos políticos fundamentales permanecieron inalterables desde el año 1919: el exterminio de cualquier influencia judía en Alemania y la creación de un Estado con suficiente territorio, población y recursos para convertirse en la máxima potencia europea.
Una de las cosas más estremecedoras que se extrae de este minucioso examen de la “construcción de un nazi” es la constatación de que en su escabrosa trayectoria de progresiva radicalización y sinuoso acceso al liderazgo muchos de los elementos condicionantes de su horizonte político fueron producto simplemente de las circunstancias y a veces hasta del puro azar. Lejos de ser un camino diáfano o trazado de antemano, los derroteros políticos de Adolf Hitler se fueron forjando sobre la marcha. Paradójicamente eso agravó su perfil intolerante, pues “trataba siempre de ser más extremista que sus adversarios, para ganar adeptos”.
Weber explicita que “no se trata de descargar de su responsabilidad a los millones de alemanes que apoyaron a Hitler”, pero que fue este quien creó el magma ideológico que hizo posible las medidas más atroces: “Quien crea que las decisiones que desembocaron en el Holocausto realmente vinieron de abajo está ante una ilusión. El propio Hitler es el corazón del Holocausto” (p. 429).