Sobre el fascismo, la dictadura militar y Salazar
Conocíamos el desasosiego poético de Pessoa (Lisboa, 1888-1935), pero no su desasosiego político. En un escritor tan fértil en la generación de voces distintas, quizá el más famoso cultivador del heterónimo en la literatura moderna, no debería sorprendernos la nueva voz que hallamos en sus reflexiones de índole política; y sin embargo el autor de estas páginas, poeta depresivo y oscuro cuando quiere, nos desarma aquí con su genuina pasión por la actualidad, la urgencia de su conciencia nacional, el compromiso militante del columnista concernido, la claridad de unas argumentaciones donde todo lirismo es sacrificado a la precisión, la valentía de sus puntos de vista expuestos sin la cómoda apelación a la ambigüedad inherente al arte en que se refugiaron -y se refugian- tantos letraheridos que prefieren no posicionarse. A esa clase de cobarde le abochornará este Pessoa diamantino y lúcido, intelectual de derechas, de una derecha liberal, individualista, patriótica, anticlerical y anticomunista. En Pessoa he descubierto a un poderoso apologista del racionalismo liberal que alza la voz en un siglo dominado por el fanatismo bolchevique o el fascista y al que el régimen de Salazar terminó amordazando por atreverse a reprobar en prensa su chusquero despotismo.
Quizá el auténtico Pessoa no fuera Ricardo Reis ni Álvaro de Campos ni Alberto Caeiro, sino el articulista preocupado por el devenir de Portugal y de Europa, el individualista insobornable alarmado por la rebelión de las masas, el polemista apasionado e incompatible con la censura y más aún con la autocensura. Este libro se compone de artículos, apuntes y cartas -fragmentos aglutinados y ordenados con paciente sentido por José Barreto y brillantemente traducidos por Antonio Jiménez Morato- que dibujan el itinerario opinativo de un observador implicado, no de un poeta doliente (que también, pues la edición incluye poemas que oscilan entre la sátira y la elegía política). Ni por talante ni por ideología ni por circunstancias está muy lejos este Pessoa de nuestro Unamuno.
El autor luso atribuye su confeso liberalismo a su crianza en Sudáfrica: formación británica que le lleva a defender la forma monárquica de Estado, aunque la entiende inviable en Portugal. Considera que tampoco el constitucionalismo inglés funciona en los países latinos, sobre los que derrama lamentos nacidos de un patente elitismo que algunos ensayistas han confundido maliciosamente con filofascismo. Habla de ganado en lugar de verdadera ciudadanía, de votantes invertebrados, de la incapacidad del cerebro del sur de Europa para concebir la palabra libertad y generar opinión pública, del sectarismo genético por el que los latinos no son enemigos de la dictadura sino de la dictadura de otro partido, de que el portugués es incapaz de empresa colectiva por su individualismo puramente emocional, de que el pueblo -que en realidad no existe, porque solo existe el individuo- prefiere ser engañado con cuentos en lugar de ser persuadido con análisis, de que la emoción pesa más que la razón y por eso un país sureño (antiintelectual) pasa con facilidad de la monarquía al bolchevismo. Pero desarrolla estas ideas, que a algunos hoy les parecerán tópicos idiosincrásicos, con sutileza en el trazo y dolor de país en el tono, nunca con displicencia.
"He aquí un Pessoa diamantino y lúcido, intelectual de derechas, patriota, anticlerical y anticomunista"
Pessoa, amante del orden que garantiza la autonomía personal, señala a Mussolini como genio del desorden que encarna por otras vías el espíritu del monarquismo absolutista del sur europeo, sensible antes al carisma que a la sabiduría. Por esa razón recibe al principio con esperanza la dictadura de Salazar -como Ortega había saludado la de Miguel Primo de Rivera-, un cirujano de hierro pero de inteligencia irónica y competencia técnica. Su inicial situacionismo -le concede a Salazar “claridad firme de inteligencia y firmeza clara de voluntad”- se va deteriorando a medida que el régimen va jibarizando las libertades, y se quiebra definitivamente a partir de la muerte del rey Manuel en 1932, momento en que el fundador del salazarismo (“la cesarización de un contable”) merece del escritor los epítetos de “tiranito” o “pequeño Duce”, “fascista soñoliento”, un materialista conservador que respeta a la Virgen (tan parecido a Franco). “Gobierna con la fuerza sin prestigio y la autoridad sin opinión. Vive de la debilidad de los opositores, de la anemia psíquica de la nación”. Como también del miedo al comunismo y de la ausencia de un sustituto. O sea, un franquismo portugués.
Pessoa se declara cristiano gnóstico -defendía la masonería aunque no terminó de iniciarse en ella- y nacionalista liberal, aparente oxímoron que se afana en deshacer identificando nacionalismo con un patriotismo espiritual, no agresivo sino fraterno, que reconozca dos únicas condiciones políticas reales: la de individuo y la de la nación en que ese individualismo ha de desenvolverse, oponiéndose a toda coerción de familia (con sus deberes de sangre), de clase (con su opresión corporativista y sindical), de Estado (con su control vertical), del capitalismo financiero (con sus injerencias interesadas) y de la Iglesia (con su obediencia a Roma). Como se ve, Pessoa era una suerte de anarquista de derechas, enemigo del separatismo -deplora que España esté tensionada por las identidades centrífugas de Galicia, País Vasco y Cataluña- tanto como del mimetismo internacionalista que impide a una nación desarrollar su propia personalidad. En esto acusa un cierto esencialismo, contagiado quizá de su preceptiva literaria, que aborrecía ante todo la falta de originalidad.
Todo el libro está surcado de conclusiones relampagueantes: la definición de liberalismo como tolerancia en acción; la ardua relación entre libertad e igualdad, pues libertad es poder afirmarse diferente de los otros; el odio de todo dictador al humor, “que preserva a un hombre de aquella maníaca confianza en sí mismo por la cual se promueve a dictador”; la clara conciencia, en pleno expansionismo fascista, de que cuando reducimos a otros a la sumisión nos volvemos sumisos nosotros mismos. Es el Pessoa de la inteligencia pura.