Trabajos de mierda. Una teoría
Protesta contra la precarización en Francia
¿Qué hacen realmente durante el día todas esas personas que se amontonan en los vagones del metro, esperan en atascos durante la hora punta y caminan por las calles de las ciudades con trajes formales? Aparentemente trabajan en algún sitio y los datos dan a entender que muchas de ellas trabajan en oficinas. Los trabajos manuales representan ahora menos de 14% del empleo total, lo que supone un descenso del 31% desde 1970. Pero entender a qué se dedican estos oficinistas requiere un poco de imaginación. Eso se debe a que, según David Graeber (Nueva York, 1961), muchos de ellos no hacen nada en absoluto. En Trabajos de mierda, el catedrático de antropología en la London School of Economics aplica una mirada crítica al mundo laboral en Occidente, donde, afirma, las empresas pagan a las personas para realizar un abanico interminable de tareas que no aportan nada significativo a la sociedad. Graeber amplia un ensayo de 2013 que publicó en la revista Strike! y que posteriormente se hizo viral. En él, citando un famoso pronóstico del economista John Maynard Keynes, sostenía que la tecnología debería haber hecho a los trabajadores más productivos, y derivar en una semana laboral de 15 horas, pero en vez de eso se ha utilizado para hacer que las personas trabajen más, en empleos inútiles que detestan. El trabajo ha experimentado un cambio fundamental en el último siglo. Mientras que antes los trabajadores fabricaban cosas, ahora la mayoría de ellos sirve a personas. El aumento de los empleos de servicios atañe no solo al tipo de trabajo que las personas desempeñan en restaurantes o tiendas de ropa; los empleados del sector servicios incluyen a administradores, asesores, contables y agentes de centralitas. Entre 1910 y 2000 en Estados Unidos, la proporción de personas en empleos profesionales, de gestión, administrativos, ventas y servicios aumentó desde una a tres cuartas partes del empleo total, según Graeber. El autor no afirma saber qué trabajos son inútiles y cuáles no, sino que pide a los trabajadores que lo ponderen ellos mismos. Tras la publicación de su ensayo, recabó comentarios de gente que pensaba que su empleo era absurdo, y el libro se basa en varios centenares de testimonios de personas que respondieron en Twitter a sus peticiones de ejemplos de trabajos inútiles. Graeber utiliza estas respuestas para entender qué tipos de empleos innecesarios existen. Están los “esbirros”, a los que se contrata para hacer que otra gente se sienta importante, como el recepcionista de la editorial cuyas responsabilidades se limitaban a llenar la jarra de caramelos y a coger el teléfono unas cuantas veces al día; los “matones”, que agresivamente venden a la gente cosas que no necesita ni quiere, como los empleados de centralitas que venden informes de crédito caros a gente que los podría obtener gratis; y los “parcheadores”, que existen solo por un “fallo” en una organización, como la mujer que tenía que revisar los informes de investigación escritos por un estadístico que era un pésimo escritor. Graeber afirma que, posiblemente, hasta el 40% de la mano de obra de los países ricos tiene que soportar estos empleos inútiles, aunque su única prueba deriva de un sondeo de YouGov de 2015 que preguntaba a los británicos si su empleo hacía alguna “contribución relevante” al mundo; el 37% respondió que no.
Aunque la tesis de Graeber pide a gritos pruebas económicas, merece al pena cuestionarse el mercado laboralLa idea de hastío del despacho no es nueva. En 1853, Melville escribió sobre Bartleby, el escribiente que un día decidió que prefería no hacer más su trabajo. Pero Graeber sostiene que hay más trabajos de oficina inútiles que nunca. Él achaca gran parte de la culpa al auge de los sectores financiero y de la información y a lo que él llama “feudalismo administrativo”, en el que las empresas no paran de añadir supervisores y oficinistas, en vez de compartir con los obreros los frutos de su creciente productividad. Las empresas no se deshacen de estos puestos inútiles, afirma el autor, porque la política económica se basa en la premisa de que crear más empleos debe ser la máxima prioridad. Graeber no es un economista; es un antropólogo que ha realizado trabajos de campo en las tierras altas de Madagascar y que se define como un anarquista a quien le gustaría que los gobiernos y las corporaciones tuvieran menos poder. Con todo, su argumento pide a gritos pruebas económicas más fuertes. Sobre todo porque un economista le encontraría varios fallos, entre ellos su teoría de que la automatización ha provocado el desempleo masivo, pero que las empresas “salvaron la situación añadiendo trabajos ficticios que, de hecho, son inventados”. La relación entre automatización y empleos no es tan sencilla: es posible que las máquinas hayan sustituido a algunos trabajadores, pero también los complementan, haciéndoles más productivos y creando nuevos tipos de trabajos. El aumento de la productividad es un motor clave del nivel de vida de un país; los occidentales podrían efectivamente tener semanas laborales de 15 horas si quisieran retroceder a la forma en que vivían hace un siglo. También resulta difícil creer que muchos puestos de trabajo inútiles no se hayan eliminado durante la Gran Recesión. Esto no equivale a decir que el argumento de Graeber carezca de mérito. Durante mi propia investigación no científica, me topé con unos cuantos amigos que aseguraban que sus empleos encajaban perfectamente con la descripción de Graeber. La mirada antropológica del autor y su escepticismo hacia el capitalismo son útiles para cuestionar algunas partes de la economía que Occidente ha aceptado como normales. ¿Por qué los profesores preescolares ganan tan poco dinero, por ejemplo, mientras que a la gente que diseña anuncios publicitarios irritantes le va bastante bien? ¿Por qué se enorgullece la gente de trabajar tan arduamente cuando apenas tienen tiempo fuera del despacho? ¿Por qué tantas personas tienen que hacer hueco en su tiempo libre para las cosas que les encantan y se pasan horas interminables bajo las lámparas fluorescentes de un despacho haciendo tareas irrelevantes? Como mínimo, este libro les plantea a los lectores si no existirá una manera mejor, y más eficaz, de organizar el mundo laboral. Es una pregunta que merece la pena hacer. © The New York Times Book Review