Blanco Valdés recuerda los factores esenciales que condujeron al consenso de 1978. En la imagen, Los llamados padres de la Constitución

Alianza. Madrid, 2018. 296 páginas. 18 €

Cuando nos enfrentamos a una doble ofensiva contra los fundamentos de la democracia española, la de los separatistas que niegan la soberanía del pueblo español y la de una izquierda radical contraria al "régimen del 78", resulta indispensable tener las ideas claras acerca de lo que está en juego. Por ello hay que celebrar la aparición de un libro como Luz tras las tinieblas en el que un catedrático de Derecho constitucional, Roberto Blanco Valdés lo es en la Universidad de Santiago de Compostela, explica en un lenguaje claro y accesible las características de nuestro sistema político, sus puntos fuertes y sus puntos débiles, lo que debemos preservar y lo que deberíamos cambiar. Sería conveniente que libros como este los leyeran nuestros políticos, aunque es sabido que no disponen de mucho tiempo para el estudio, pero es sobre todo importante que los leamos los ciudadanos que, conviene recordarlo, somos el factor decisivo en la política democrática.



Sería conveniente que libros como este los leyeran nuestros políticos pero sobre todo los ciudadanos

Blanco Valdés (La Estrada, Pontevedra, 1957) desmonta con sus argumentaciones claras y serenas muchos tópicos infundados que circulan por nuestro país. No vivimos en un "régimen del 78" cuasi autoritario sino en una democracia equivalente a la de los países más libres y prósperos; una monarquía democrática no es una contradicción en los términos, sino una herencia histórica presente en los países más estables de Europa occidental; no es necesario fundar un Estado federal, porque el nuestro ya lo es en todo salvo en el nombre; la reforma constitucional no es un ejercicio en el que deba embarcarse cada generación, sino que debe abordarse sólo para resolver problemas que la requieran, con objetivos precisos y consensuados; y la deseable racionalización de nuestro sistema autonómico no serviría para integrar a los nacionalistas catalanes y vascos, frontalmente opuestos a la igualdad entre las partes que caracteriza a los Estados federales.



En España no hay tradición de reformas constitucionales, sí en cambio de rupturas. Desde la constitución gaditana de 1812 hasta la dictadura de Franco, escribe Blanco Valdés, "las Constituciones se creaban y se destruían, pero nunca se transformaban". Una maldición con apariencia de ley física que sólo se rompió en 1978, cuando por primera vez en nuestra historia se aprobó una Constitución negociada entre fuerzas políticas contrapuestas que representaban a la gran mayoría del pueblo español. En breves páginas Blanco Valdés recuerda los factores esenciales que condujeron al consenso del año 1978, tan denigrado hoy por la izquierda radical.



El principal fue el voto de los ciudadanos en las primeras elecciones libres que se celebraron tras la larga noche franquista, las de 1977, en las que no sólo se impusieron las fuerzas más moderadas de la derecha y de la izquierda, UCD y PSOE, sino que ninguna de ellas logró mayoría suficiente para hacer una Constitución a su medida. No fue pues un pacto de las élites políticas al margen de los ciudadanos, sino que fuimos nosotros los que forzamos con nuestro voto el consenso, aunque haya que reconocer a los políticos de entonces el mérito de haberlo logrado. Lo esencial fue que, tras décadas de dictadura, los españoles habíamos asimilado los valores de la cultura democrática, a diferencia de lo que ocurría en 1931. En el referéndum que se celebró, el 88 por ciento de los votos fue favorable a la Constitución.



El progreso realizado desde entonces desmiente las visiones pesimistas que tanto abundan hoy. Blanco Valdés lo muestra con algunas cifras elocuentes: la esperanza de vida española ha pasado de setenta y cuatro años en 1978 a ochenta y tres en la actualidad, siendo hoy la más elevada de Europa; España ocupa el puesto 27, entre 188 países, por su nivel de desarrollo humano, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el puesto 23 por su nivel de paz, según el Institute of Economic and Peace, y el puesto 19 por su nivel de democracia, según la unidad de inteligencia del semanario The Economist.



Blanco Valdés desmiente las visiones pesimistas que tanto abundan hoy, con algunas cifras elocuentes
¿Vivimos entonces en el mejor de los países posibles? Por supuesto que no y un capítulo fundamental del libro es aquel que Blanco Valdés analiza algunos de los problemas esenciales de nuestro sistema político, que por otra parte no son sólo nuestros sino que se dan también en bastantes otros países. El descrédito de los partidos, el deterioro de una élite política que se ha profesionalizado y la corrupción se encuentran entre los principales. En muchos países europeos han disminuido la participación electoral y la afiliación a los partidos, mientras que la desafección hacia la política tradicional ha facilitado el auge de fuerzas populistas de derecha o de izquierda que ponen en cuestión las instituciones con consecuencias que pudieran ser peligrosas. Los partidos se nutren de políticos profesionales cuyo ascenso se basa en la lealtad y no en el mérito, con el resultado de una perversa "selección inversa" que prima a los mediocres que no hacen sombra. Esto es complicado de demostrar en términos cuantitativos y Blanco Valdés no lo intenta, pero es difícil no estar de acuerdo con su diagnóstico. Se ha generado un círculo vicioso en el que la mediocridad de muchos políticos deteriora el prestigio de la profesión y ello a su vez disuade de entrar en ella a los jóvenes más brillantes y mejor preparados. Y puesto que la política es una profesión, hay que buscar buenos empleos para los fieles y ello se traduce en que los criterios partidistas resultan decisivos para la designación de quienes han de ocupar cargos institucionales en los que debieran ser fundamentales la independencia y el rigor profesional, incluidos el Tribunal Constitucional y el Consejo del Poder Judicial.



En cuanto a la corrupción, es innegable que ha sido, junto a la recesión iniciada en 2008, el factor clave en el desprestigio de la política y en el hundimiento del bipartidismo. En el índice elaborado por Transparencia Internacional, que mide la percepción de la corrupción, España ha pasado de ocupar, entre los países menos corruptos, el puesto 20 en 2000 al puesto 42 en 2017, sobre un total de 180. La gran pregunta es si la corrupción ha aumentado realmente o si estamos ante su salida a la luz gracias a la acción combinada de la justicia, los medios de comunicación y la opinión pública. Se está juzgando la corrupción de los tiempos de José María Aznar, de Jordi Pujol, de Manuel Cháves y de José Antonio Griñán. ¿Sigue habiendo tanta hoy? Blanco Valdés no se pronuncia pero ofrece un dato significativo: el porcentaje de quienes incluían la corrupción entre los tres principales problemas de España ha descendido del 76 por ciento en 2014 al 32 por ciento en 2017, según el CIS.



¿Debemos afrontar una reforma de la Constitución? La respuesta de Blanco Valdés es favorable pero con tres condiciones: no debe hacerse por puro afán modernizador sino para resolver problemas concretos, los objetivos deben ser muy precisos y es necesario un amplio consenso. En particular sería muy conveniente racionalizar el sistema autonómico, pero que nadie espere que ello facilitará la integración de los nacionalistas catalanes y vascos, hostiles al propio Estado de las autonomías. La presencia de unos nacionalismos radicalmente desleales, afirma Blanco Valdés, es el verdadero rasgo diferenciador de nuestro Estado de hecho federal.