De un año singular a otro año singular, simétricos y complementarios. En 1998 recibo el premio de las Letras Españolas, se retira Mario Lacruz voluntariamente de toda actividad editorial tras quince años de trabajo en común, y fallece mi maestro Octavio Paz; al año siguiente morirá Rafael Alberti, a la vez maestro de Octavio y mío. Nada, en lo sucesivo, excusará que no me vea cara a cara con todo lo que hasta ahora tamizaban o mi edad o mi situación personal o generacional.

Los años siguientes -hablando solo de narradores de mi leva- son aquellos en los que Javier Marías publicará las tres partes de Tu rostro mañana y Eduardo Mendoza obtendrá el premio Cervantes; pero el último tramo del ventenio se despedirá de modo agridulce con las desapariciones de Carlos Edmundo de Ory y de Paco Nieva, y ya en el actual 2018, de Pablo García Baena y -a los veinte años de la de Octavio-, con la de su viuda, Marie-José Paz, Marie Jo para todos; definitivamente se pasa página de un mundo. Como estrellas fugaces o como astros fijos irán y vendrán muchas otras presencias, a veces permanentes, tras su arribo. Es el caso, por hablar de Cataluña en otro aspecto que el más habitual actualmente, de la principal novedad revelada estos años en poesía en lengua autóctona, Josep Pedrals (nacido en 1979) , que inició en 2006 su trilogía poética fundamental y acaba de cerrarla este mismo otoño.

También van y vienen presencias en la Real Academia Española: hasta el día de hoy, en lo que va de siglo, Víctor García de la Concha, José Manuel Blecua y Darío Villanueva más la rutilante irrupción de la primera mujer en llegar a a la Secretaría, Aurora Egido, hace menos de un año.

¿Qué escribo? Prosa, sí, pero más poesía que nunca. Y en más idiomas (tres, en este siglo). ¿Qué leo? Más que leer o releer, llevo dentro de mí a Dante, Góngora, Garcilaso, Fray Luis de León, Rubén Darío, J. R. J., todo el 27, también Blas de Otero o T. S. Eliot o Louis Aragon. Pero regreso a la filosofía: Giambattista Vico, Lukács, Spinoza, Witgesttein y siempre Heráclito, y siempre Unamuno (¿filósofo o poeta?). Y narradores extranjeros: Eça de Queirós, Ivo Andric, Gottfried Keller, un revisitado Aldous Huxley (e insólitamente, un retorno a L'idiot de la famille, el texto-río de Sartre sobre Flaubert, filosofía sobre novela, que ni siquiera el entusiasmo de J. M. Castellet, que en los años 70 me prestó sus tres gruesos volúmenes, me persuadió de abordar a fondo.

¿Qué escribo? Prosa, sí, pero más poesía que nunca. ¿Qué leo? Más que leer o releer, llevo dentro de mí a Dante, Góngora, Ruben Darío, todo el 27…

Pero el cine -al que, sin embargo, he dedicado un solo libro, sin cesar puesto al día, el más reeditado de los míos-, llegó para mí casi al mismo tiempo que la palabra. En los años 80, las muertes de Buñuel, Cukor o Hitchcock cerraron una etapa y otra termina cuando, ya en nuestro siglo, se extinguen la prodigiosa longevidad y vitalidad de Manoel de Oliveira. ¿Empieza, pues, otra etapa ahora? Es posible: hay signos en nuestra península (desde Albert Serra, sobre todo con La muerte de Luis XIV hasta el portugués Gomes, por Tabú o Las mil y una noches). Y está además, conminándolos a todos con su no buscado silencio una presencia/ausencia/impresencia augusta: la de Víctor Erice (por lo demás, no enmudecido del todo; ahí están Alumbramiento, La morte rouge o el filme-reflexión sobre escenarios reales e historia del cine, todavía work in progress, pero por lo menos con cuatro episodios ya terminados). Y, en Argentina, Lucrecia Martel (Zama), Mariano Llinás (Historias extraordinarias, La flor), Lisandro Alonso (Liverpool, Jauja). El cine no está ya en sus epicentros industriales habituales (salvo en Norteamérica, algún caso excepcional, como James Gray), al menos en España está cada vez menos en las salas a diferencia de lo que ocurre en París o Turín.

En las artes plásticas, separando de ellas el cine, ha habido en estos años desapariciones que es imposible no recordar, como la de Tàpies o la de Balthus o la de Twombly o la de Matta. Iban en direcciones distintas, aunque a veces convergentes y otras divergentes, no siempre en el sentido que un expertador llamémosle profano podría esperar, como lo probaba, por ejemplo, la pública demostrada admiración mutua entre Tàpies y Balthus. En el momento actual, el arte se ha diversificado enormemente y quizá lo más característico sea el hecho de que muchos artistas, en mayor número que en cualquier otra época, más que propiamente pintar, crean otras formas de ocupación del espacio y del tiempo, cosa que ya se inciaba con Andy Warhol y de la que es un exponente extremo Marina Abramovic. Subsiste la pintura, incluso la pintura de caballete, pero la traslación de pintura a escultura y de esta a ciertas formas de teatro o de cine o de instalación videográfica se acentúa como quizá solo y con muy inferiores posibilidades técnicas hubo un atisbo hace aproximadamente cien años en los tiempos de Dadá o en la actividad de Apollinaire que precisamente en 1918 publicaba Caligramas, justo cuando acababa la llamada Gran Guerra, en el umbral de nuestra modernidad.

A mi promoción (ya lo dije, de pasada al comienzo) no le quedan coartadas ahora. Hacia el año 1981 ya Jaime Gil de Biedma me ponía en duda que, cuando él o yo tuviéramos la edad que entonces tenía Vicente Aleixandre (a la que Jaime no llegó y por ahora yo tampoco) podríamos atender como lo hizo Vicente a los autores jóvenes. ¿Lo he sabido o podido hacer yo mismo? De esta pregunta -que debe hacerse todo escritor y que acaso se halle implícita en su obra- no depende el futuro de la literatura en un país concreto, sino, cosa muy distinta, el triunfo de la estética de cada generación. En este mismo año 2018, al recibir en Granada el premio García Lorca, la gran carga simbólica del lugar y el nombre imponían ante todo un sentido de responsabilidad: no queda para la posteridad la ardua sentencia, sino para los más jóvenes -uno de ellos pudo llamarse y se llamó y llama Isaac Rosa, por ejemplo- que decidirán, tras este ventenio de luces y sombras, de peán y de himno, acerca de “la claridad desierta” sobre la que, como todos nosotros, escribieron Mallarmé y Bergamín.~