Como ha ocurrido con tantas otras instituciones del país, en estos veinte años hubo un momento fundamental para la literatura situado hace más o menos una década, una cesura provocada por una acumulación de crisis (económica, política, etc.) que rompió los consensos básicos que venían dándose hasta entonces, aunque fuera de un modo artificial. Antes, la constelación de escritores dominantes era una evidencia que sólo se discutía desde ámbitos periféricos, y su prestigio sirvió para vertebrar cierta idea genérica de cultura, esa que Jordi Costa bautiza como “gusto socialdemócrata” en su reciente ensayo Cómo acabar con la contracultura. No se trata de enarbolar una enmienda a la totalidad que sería igual de artificiosa: por supuesto que en ese mundo de ayer, entre la nómina de escritores a los que aludo, constan libros valiosos y trayectorias que han tenido continuidad hasta hoy. Igualmente, cuando hace veinte años El Cultural escogió La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa como novela del año, estaba reconociendo una jerarquía tal vez predecible, pero también innegable.

Sin embargo, la renovación generacional, la repolitización del debate público, la penetración de nuevos modelos narrativos y lingüísticos y el hastío ante una sensación (bastante justificada por la realidad) de tapón generacional provoca una suerte de estallido en la continuidad de ese canon coyuntural, un cortocircuito: a partir de 2008 o 2009, la cultura ‘oficial' sigue siendo criticada sólo desde los márgenes... Sólo que el territorio que ocupan esos márgenes se amplía hasta alcanzar dimensiones insólitas. Con menos dinero que repartir, con un sector editorial atomizado, con la jibarización del espacio reservado a la literatura en los medios profesionales, y con el ensanchamiento de la distancia entre los grandes nombres y la clase media precarizada de nuestro ecosistema literario, (casi) todos nos convertimos en marginales. Lo hacemos, eso sí, metiendo ruido en las redes sociales.

Desde 1998 han cambiado tanto las condiciones de la literatura que mirar atrás resulta un ejercicio casi arqueológico

No todos los movimientos que se han registrado desde entonces forman parte de este dibujo general, ni todo estaba quieto y estático antes del desastre financiero. No había crisis, sino todo lo contrario, cuando hacia 2006 se produjo el estallido mediático de la entonces llamada generación Nocilla, un fenómeno que tuvo en El Cultural un actor significativo, que respondió a una dinámica regida por el optimismo editorial, y cuyos mejores frutos en realidad han llegado ahora, no en el momento de mayor ruido: así, con sus dos últimos libros, este año Agustín Fernández Mallo le ha dado plenitud teórica y práctica a lo que anunció hace una década larga. Por otra parte, podemos remontar en el tiempo algunos caminos que revelan lazos naturales entre diversos escritores: por ejemplo, el legado de Rafael Chirbes parece cada vez más indiscutido, y el espacio abierto por Belén Gopegui desde los noventa ha facilitado la visibilidad de escritores tan diferentes entre sí como Carlos Pardo, Marta Sanz o Isaac Rosa. Más: la autoficción nos trae de cabeza crítica desde hace un lustro, pero la semilla autóctona de ese debate germinó tempranamente con Soldados de Salamina de Javier Cercas (esto, al margen de discutir las dimensiones reales atribuibles al libro o consignar los signos de agotamiento actual de la fórmula). Añadamos la tendencia periódica del sector a verse galvanizado por libros-acontecimiento, con Patria de Fernando Aramburu como caso paradigmático.

Agustín Fernández Mallo y Belén Gopegui

Por otra parte, algunos problemas clásicos de nuestro sistema se mantienen, como el de la escasa comunicación entre la literatura en lengua catalana y española más allá de algunas redes de cercanía barcelonesas. En 2011, El Cultural escogió Yo confieso de Jaume Cabré como novela del año, un libro serio, homologable, de esos escritos con tiralíneas, que sólo representa la línea ortodoxa de la reciente narrativa catalana, surtida de narradores desafiantes y heterodoxos en torno a los cuarenta años que, salvo Llucia Ramis, apenas están obteniendo eco en el resto del país: hablo de Raül Garrigasait, Max Besora o Carles Rebassa, entre otros. Y es probable que pueda decirse lo mismo de las otras lenguas españolas, pero (interpreten lo siguiente como una prueba de lo que denuncio) quien escribe estas líneas no está en condiciones de afirmarlo, por desconocimiento. Otra deuda pendiente es normalizar del todo las relaciones con las literaturas latinoamericanas, siempre insuficiente, a menudo equívoca, y en la que nos corresponde un papel tirando a discreto.

En cualquier caso, todo remite al mismo conflicto: la tensión entre lo que se ve, porque recibe los cuidados necesarios para que sea visto, y lo valioso. A veces coinciden; otras, no. Esa idea institucional de la literatura mencionada al principio (y no ha habido institución ajena al mercado en estos veinte años) sigue identificando cultura con jerarquía, buena conciencia, legibilidad y narcisismo. Mientras, desde 1998 han cambiado el lector, las posibilidades de la narrativa y las condiciones de su recepción, de tal modo que volver la vista atrás hasta ese año resulta un ejercicio casi arqueológico. Admito un punto de sensibilidad generacional indisimulable en los términos del debate. Y muchos matices: por poner dos ejemplos, a principios del período que nos ocupa, el escritor de culto Cristóbal Serra entregaba sus últimos y tardíos libros, para mí tan importantes como otras publicaciones de impacto más ruidoso; y hacia 2006, Alfaguara recuperaba la narrativa de Miguel Espinosa, viejos libros de un escritor fallecido que se convertían a mis ojos en lo más valioso de la temporada. Quiero decir que las cronologías ocultan extrañas paradojas, y que la ‘novedad' siempre es un criterio resbaladizo. En todo caso, hay razones para el optimismo: que el poder entienda la literatura como una institución es una evidencia que no agota las posibilidades de un arte que sigue dando muestras de supervivencia. Y seguirá dándolas mientras haya escritores (digan Sara Mesa o Cristina Morales, sólo para empezar) que crean, como el probable genio Rubén Martín Giráldez en sus Pinitos de pedantería recién publicados por Jekyll & Jill, que “a lo mejor cuando hablamos de literatura ambiciosa tampoco hablamos de algo tan descabellado”.

@Nadal_Suau