A los doce años leí por primera vez La isla misteriosa de Julio Verne. Por primera vez y a continuación, sin pausa, por segunda vez de cabo a rabo, y luego no sé cuántas veces más. También leí a los doce, y quedé igual de atrapado, El conde de Montecristo, aunque su efecto sobre mí sería menos hondo que el de Verne. Una tarde de domingo, en invierno, fui al cine a la sesión de las cuatro, que era la infantil, y vi la película de La isla misteriosa, que tenía sobre todo la belleza de los créditos y de las primeras imágenes con el globo en el que unos prisioneros escapan de su cautiverio en una noche de tormenta. A los doce años, gracias a Verne, yo caí en la cuenta de que las novelas no existían por sí mismas, como hechos naturales de la vida: alguien las escribía, y ese oficio casi inexplicable me pareció el mejor que podía existir para mí. También tenía doce años cuando fui a una academia de mecanografía y aprendí a escribir a máquina a toda velocidad con los diez dedos, destreza quizás menor pero que me iba a ser muy útil a lo largo de toda mi vida. A los doce años, en las vacaciones de Navidad, gané por primera vez un jornal recogiendo aceituna, y descubrí la aspereza y la desolación del trabajo obligatorio, de los madrugones helados y las jornadas agotadoras que se hacen eternas.
"Tenía doce años, ahora me acuerdo, cuando entró por primera vez la televisión en mi casa. Antes que el agua corriente"
Era un descubrimiento tras otro. Era vivir todavía en el paraíso cálido de la imaginación y la holganza infantil y asomarse a la intemperie del mundo adulto. Era ir a misa y tomarse en serio los llamados ejercicios espirituales y salir a la calle sintiendo la atracción de la belleza femenina. Era la primera delicia rara y luego la culpa inmediata de lo que llamaban los curas el vicio solitario. Era el miedo a las bofetadas y a los golpes de los nudillos de los curas en la nuca y el otro miedo no menos angustioso a los chulos grandones y abusadores que si la tomaban con uno podían amargarle la vida. Era la timidez súbita, la extrañeza ante el propio cuerpo desconocido que cambiaba, la sombra en el bigote, el pelo que brotaba en las piernas y en el pubis como una excrecencia ajena, la dulzura y la turbación de sueños eróticos que uno casi no comprendía, la exaltación súbita que lo estremecía al escuchar una canción pop en la radio.
Yo tenía doce años, ahora me acuerdo, cuando entró por primera vez la televisión en mi casa. Hasta entonces habíamos vivido con las imágenes del cine y las voces de la radio. Uno se fijaba y veía aquellas antenas exóticas alzándose como veletas sobre los tejados. Cuando había tormenta la gente desconectaba la televisión por miedo a que atrajera un rayo. Llegó la televisión antes que el agua corriente y que las neveras y las lavadoras y mucho antes que los cuartos de baño. Era 1968. El mundo cambiaba más rápido todavía que mi identidad ya no infantil y todavía no adolescente. Era ya otro mundo. Nadia sabía que ya había empezado el porvenir.