"Al larguirucho le dolía el corazón y no podía decírselo a nadie"

A Oskar Pollak

Praga, sábado 20 de diciembre de 1902

Praga no suelta. A ninguno de los dos. Esa madrecita tiene garras. Hay que someterse o... Deberíamos prenderle fuego por dos lados, por Vyšehrad y por el Hradschin, entonces sería posible zafarse. A ver si te lo piensas hasta el carnaval.

Has leído mucho, pero no conoces la compleja historia del tímido larguirucho y del insincero en su corazón. Porque es nueva y difícil de contar.

El tímido larguirucho se había escondido en un viejo pueblo entre casitas bajas y estrechas callejuelas. Las callejuelas eran tan angostas que, cuando dos personas iban juntas, habían de arrimarse el uno al otro como buenos vecinos y amigos, y los cuartos eran tan bajos que, cuando el tímido larguirucho se levantaba de su taburete, atravesaba directamente el techo con su crisma grande y angulosa y, sin quererlo ni beberlo, se veía obligado a contemplar desde lo alto las techumbres de paja.

El insincero en su corazón residía en una gran ciudad que se emborrachaba noche tras noche y enloquecía noche tras noche.

He ahí la felicidad de las ciudades. Y como la ciudad, así era también el insincero en su corazón. He ahí, concretamente, la felicidad de los insinceros.

Antes de Navidad, el larguirucho estaba sentado, con la cabeza gacha, junto a la ventana. Sus piernas no tenían cabida en el cuarto; así pues, las sacaba cómodamente por la ventana, de la cual colgaban meciéndose a ritmo placentero. Con sus torpes y delgados dedos de araña, tejía medias de lana para los campesinos. Concentraba los grises ojos en las agujas de tejer, puesto que había oscurecido.

Alguien llamó con suavidad a la puerta hecha con tablones. Era el insincero en su corazón. El larguirucho abrió la boca. El visitante sonrió. En un tris, el larguirucho empezó a avergonzarse. Se avergonzaba de su altura y de sus medias de lana y de su cuarto. No se ponía colorado, sin embargo, sino que seguía con su color de siempre, amarillo limón. Con vergüenza y dificultad puso en movimiento sus huesudas piernas y estiró, cohibido, la mano hacia el huésped. La mano atravesó el cuarto. Luego balbuceó unas palabras amables en dirección a las medias de lana que tenía delante.

Foto de clase de 1898. Kafka en la fila superior, segundo desde la izquierda; Oskar Pollak, su amigo más cercano hasta la universidad, segunda fila desde arriba

El insincero en su corazón se sentó sobre un saco de harina y sonrió. También sonreía el larguirucho, cuyos ojos toqueteaban con timidez los botones brillantes del chaleco del visitante. Éste levantó los párpados y las palabras le salieron de la boca. Eran señores distinguidos con zapatos de charol y corbata inglesa y botones brillantes, y cuando se les preguntaba con disimulo: “¿Sabes lo que es sangre de sangre?”, uno de ellos respondía no sin cierta agresividad. “Sí, uso corbatas inglesas”. Y apenas salían los señoritos de la boca, se ponían de puntillas y se volvían grandes; y se acercaban entonces con pasos de baile al larguirucho, lo escalaban pellizcándolo y mordiéndolo y se introducían no sin dificultad en sus oídos.

El larguirucho se inquietaba entonces y su nariz olisqueaba el aire del cuarto. Dios mío, ¡qué cargado, qué estancado, qué viciado estaba el aire!

El extraño no paraba. Hablaba de sí, de los botones de su chaleco, de la ciudad, de sus sentimientos, todo en abigarrada mezcla. Y mientras hablaba, clavaba como de pasada el bastón puntiagudo en el vientre del larguirucho. Éste temblaba y sonreía. En eso, el insincero en su corazón dejó de hablar y sonrió satisfecho; el larguirucho esbozó una sonrisa y acompañó al huésped, en un gesto de cortesía, hasta la puerta hecha con tablones, donde se dieron la mano.

El larguirucho volvía a estar solo. Lloraba. Se enjugaba las grandes lágrimas con las medias. Le dolía el corazón y no podía decírselo a nadie. Sin embargo, preguntas enfermas se le arrastraban desde las piernas hasta el alma.

¿Por qué ha venido a mí? ¿Porque soy un larguirucho? No, ¿porque...? ¿Lloro por compasión a mí o a él?

¿Lo quiero, en definitiva, o lo odio?

¿Me lo envía mi dios o mi diablo?

Así atenazaban los signos de interrogación al tímido larguirucho. Volvió a dedicarse a las medias. Casi se clavó las agujas de tejer en los ojos. Porque había oscurecido aún más.

O sea, piénsatelo hasta el carnaval.

Tuyo,

Franz

“Tú quieres que no prescinda de ti”

A Hedwig Weiler, Triesch

Praga, jueves 29 de agosto de 1907

Estoy cansado, querida, y quizá un poco enfermo.

Acabo de abrir la tienda e intento hacer un poco más agradable esta oficina escribiéndote desde ella. Y todo cuanto está a mi alrededor se subordina a ti. La mesa se arrima casi enamorada al papel, la pluma se asienta en la hondonada entre el pulgar y el índice como un niño obediente y el reloj suena como un pájaro.

Yo, sin embargo, tengo la sensación de escribirte en medio de una guerra o de otra clase de acontecimientos que uno no puede imaginar del todo, ya que su composición es demasiado poco habitual y su ritmo, de lo más inconstante. Complicado en los trabajos más penosos, traslado, pues...

11 de la noche

Ya ha pasado el día y tiene, a pesar de no ser digno de ello, este comienzo y este final. De hecho, sin embargo, no ha cambiado nada desde que me han interrumpido, y a pesar de que a mi izquierda se hallan ahora las estrellas de la ventana abierta, la frase que tenía prevista se deja concluir:

Traslado, pues, mi dolor de cabeza de una decisión firme a otra igualmente firme pero contraria. Y todas estas decisiones se animan con estallidos de esperanza y de una vida satisfecha; tal confusión de las consecuencias es peor incluso que la confusión de las decisiones. Como balas de escopeta, vuelo de una a la otra y el nerviosismo concentrado, que en una batalla se divide entre soldados, espectadores, balas y generales, me hace temblar a mí solo.

Tú, sin embargo, quieres que no prescinda de ti, que mediante un gran paseo de mis sentimientos los canse y los contente mientras tú te agitas sin cesar y te pones el abrigo de piel en verano sólo porque puede hacer frío en invierno.

Por cierto, no tengo vida social ni ninguna distracción; paso las tardes en el pequeño balcón que da al río, ni siquiera leo el Arbeiterszeitung, y no soy un buen hombre. Hace años escribí este poema.

Al sol vespertino

nos sentamos con la espalda encorvada

en los bancos entre el verdor.

Nos cuelgan los brazos

y nuestros ojos parpadean con tristeza.

Y la gente, bien vestida,

sale a pasear, vacilante, por la grava,

bajo este vasto cielo

que desde las colinas en la lejanía,

hasta las lejanas colinas se extiende.

O sea, que ni siquiera tengo ese interés por las personas que tú me exiges.

Ya ves, soy un hombre ridículo; si me quieres un poco, será por compasión; mi aportación es el miedo. Qué poco sirve el encuentro epistolar; es como si dos personas separadas por un lago chapotearan en las orillas. Por las muchas pendientes de las letras se ha deslizado la pluma y esto se ha acabado, hace frío y yo he de irme a mi cama vacía.

Tuyo,

Franz

"Tu caso, Felix, es más complejo que el mío, pero más irreal"

A Felix Weltsch, Praga

Praga, jueves 29 de agosto de 1907

Riva, probablemente primera semana de octubre de 1913

[Membrete:] Dr. Von Hartungen, Sanatorio y Balneario, Riva, junto al lago de Garda

No, Felix, no se arreglará, nada se arreglará en mi caso. A veces creo que no estoy ya en este mundo, sino dando vueltas y vueltas en el vestíbulo del infierno. Piensas que la conciencia de culpa supone para mí una ayuda, una solución; no, sólo tengo conciencia de culpa porque es la forma más bella del arrepentimiento para mi carácter, aunque no hay que mirar con lupa para ver que la conciencia de culpa acaba limitándose a una exigencia de devolución. Pero tan pronto como sucede eso, surge enseguida, de manera mucho más terrible que el arrepentimiento, la sensación de libertad, de redención, de relativa satisfacción, mucho más allá del arrepentimiento. Esta noche he recibido la carta de Max. ¿Sabes algo de eso?

¿Qué te parece que haga? Tal vez no contestar; sin duda es la única posibilidad.

El futuro, sin embargo, está en las cartas. Hace unas noches nos encontrábamos juntas seis personas, y una rusa muy joven, muy rica y muy elegante, por aburrimiento y desesperación, porque la gente elegante se siente mucho más perdida entre los no elegantes que a la inversa, nos echó las cartas a todos. Salieron cosas diversas, por supuesto casi todas ridículas o medio serias en general que, incluso cuando uno les daba crédito, acababan siendo completamente insustanciales. Sólo en dos casos salió algo muy concreto, comprobable por todos y, además, coincidente según ambos sistemas. La constelación de una señorita señalaba que terminaría siendo una solterona, y en mis constelaciones -cosa que no sucedió ni por asomo en ninguno de los otros casos- las cartas que contenían figuras humanas estaban todas situadas al borde, lo más lejos posible de mí, e incluso de estas figuras alejadas sólo hubo dos en una ocasión, y en otra, si no me equivoco, ninguna. En cambio, a mi alrededor giraban sin cesar las "preocupaciones", la "riqueza" y la "ambición", las únicas abstracciones que las cartas conocen, salvo, claro, el "amor".

Evidentemente, creer a las cartas a pie juntillas es una tontería, pero proyectar luz mediante ellas o mediante alguna casualidad externa sobre un ámbito de ideas confuso y poco transparente tiene su justificación interna. No hablo, por supuesto, del efecto de las cartas sobre mí, sino sobre los otros, y esto puedo comprobarlo por el efecto que surtió sobre mí la constelación de la mencionada señorita, conforme a la cual acabará siendo una solterona. Se trata de una muchacha bastante simpática en cuyo aspecto exterior, salvo quizá el peinado, nada revela a la futura solterona; no obstante, aun sin tener ninguna idea previa respecto a la muchacha, me dio pena de entrada, y no por su presente, sino inequívocamente por su futuro. Desde que las cartas dieron ese resultado, no me cabe la menor duda de que será una solterona. Tu caso, Felix, es quizá mucho más complejo que el mío, pero más irreal. En sus estribaciones extremas, siempre las más dolorosas en la realidad, tu caso sólo es teoría a pesar de todo. Te esfuerzas por resolver una cuestión manifiestamente irresoluble sin que su solución, hasta donde alcanza la vista, pueda servirte, ni a ti ni a nadie. ¡A qué altura me encuentro por encima de ti en cuanto hombre desgraciado! Si tuviera la más mínima esperanza de que serviría de algo, me aferraría al poste en la entrada del sanatorio para no tener que partir.

Franz