En enero de 1913, a las pocas semanas de haber comenzado a cartearse con Felice Bauer, quien muy pronto se convertirá en su novia, Kafka le escribe: “También sé reír, Felice, no lo dudes; hasta se me tiene por un gran reidor, aunque a este respecto antes era mucho más loco que ahora”. A lo que sigue el pormenorizado relato de un episodio protagonizado por el propio Kafka dos años antes, con ocasión de haber sido ascendido dentro de la compañía de seguros para la que trabajaba. El presidente de la misma había reunido en su despacho a los tres empleados designados para el ascenso, y mientras les dirigía un solemne parlamento Kafka no pudo reprimir la risa:
"Al principio sólo reía las ligeras bromitas que el presidente soltaba aquí y allá; pero aunque es ley que a esas bromitas uno sólo reacciona moviendo ligeramente el gesto en señal de respeto, yo me reía ya a mandíbula batiente, veía a mis colegas estremecerse por temor al contagio, sentía más compasión por ellos que por mí, pero no podía remediarlo, y eso que no intentaba mirar para otro lado ni taparme la boca, sino que, en mi desamparo, no cesaba de posar la vista en la cara del presidente, incapaz de apartar la mirada de allí, a buen seguro porque suponía intuitivamente que nada podía ir a mejor, sino todo a peor, y que lo más conveniente era por tanto evitar cualquier cambio de la situación. Para entonces, una vez la cosa se había puesto en marcha, no sólo me reía de las bromitas actuales, sino también de las pretéritas y de las futuras y de todas juntas, hasta el punto de que nadie sabía ya de qué me reía; se produjo un momento de perplejidad generalizada, sólo el presidente permanecía relativamente ajeno a los acontecimientos, en tanto gran hombre acostumbrado a las situaciones más diversas en la vida, al que, además, ni siquiera se le pasaba por la cabeza la posibilidad de que le faltasen al respeto”.
En la carta, el relato completo de la anécdota ocupa varias páginas, que provocan también la hilaridad del lector. Si Kafka consiguió salir bien librado del apuro fue porque el director era el padre de un viejo compañero de escuela, y bastó con una carta de disculpas para diluir el efecto de su inesperada salida de tono.
Este episodio, a menudo citado, procura una perspectiva insólita de Kafka, con la que sin embargo están más o menos familiarizados quienes conocen bien su biografía (formidablemente documentada por Reiner Stach en su monumental Kafka, Acantilado, 2016) y los testimonios que se conservan sobre su persona, varios de ellos recogidos por Hans-Gerd Koch en un precioso volumen: Cuando Kafka vino hacia mí... (Acantilado, 2009).
El mismo Koch es el responsable de la edición crítica de la correspondencia de Kafka emprendida por la editorial S. Fischer en 1999, y aún no concluida. Esta edición sirve de base a la que emprende ahora Galaxia Gutenberg de la correspondencia completa de Kafka, dirigida por Jordi Llovet, de la que aparece estos días el primer volumen: Cartas (1900-1914), en flamante traducción de Adan Kovacsics.
El grueso de las cartas de este volumen lo ocupan las que Kafka escribió a Felice, ya conocidas en español, por lo que no es cuestión aquí de repetir lo mucho que se ha dicho sobre ellas. Baste recomendar al lector que, mientras las recorre, retenga el eco de esa carcajada de Kafka, pues de otro modo arriesga quedar absorbido por el drama terrible que en esas cartas se despliega, y que consiste en la incapacidad de establecer, por parte de quien las escribe, un vínculo armonioso entre la escritura y la vida.
Esa incapacidad produce una queja incesante cuyo intenso chirrido atenúa, hasta hacerlos casi imperceptibles, los ruidos de la vida a la que la escritura trata de sustraerse. La relación de Kafka con Felice pronto queda envuelta en ese chirrido ensordecedor, que termina por anegarlo todo. Y es que la perspectiva de que la relación con Felice derive en una vida familiar convencional, con todas sus ataduras, produce en Kafka una mezcla de atracción y rechazo en la que entra en juego, extremándose, esa tensión entre la vida y la escritura de la que Felice termina siendo víctima inocente.
Por eso es importante -y revelador, también- leer las cartas a Felice en el contexto de las que el mismo Kafka escribe a otros corresponsales cuya relación con él no elevan esa tensión, o no lo hacen tan dramáticamente. El chirrido de la queja disminuye entonces, incluso llega a apagarse, y se deja oír así el ruido de la vida de Kafka con sus notas características: la ternura, el humor, la delicadeza, la bondad, la autoironía, la sensibilidad más vibrante.
Tales notas están presentes también en la correspondencia con Felice, pero el lector, fascinado por el abismo de lucidez y desdicha que se abre ante sus ojos, no suele prestarles atención. Se imponen, sin embargo, en las cartas de Kafka a su querida hermana menor, Ottla, o a sus amigos Oskar Pollak, Paul Kisch, Max Brod, Oskar Baum, Alfred Löwy... En muchas de esas cartas suena un Kafka inesperadamente vital, juguetón, entusiasta a veces, malicioso, apasionado. Ese Kafka es tan real, seguramente más real, de hecho, que el que escenifica frente a Felice sus torturas -sin perjuicio de, cuando termina la dolorosa carta en que minuciosamente las exhibe, escribir a continuación otra a su editor, Kurt Wolff, proponiéndole un proyecto de libro, o a la dirección de la compañía de seguros para la que trabaja, argumentando con insólito rigor las razones por las que se siente acreedor de una subida de sueldo.
Es difícil estimar en qué proporción se han conservado las cartas que Kafka llegó a escribir a lo largo de su vida. Sin duda se han perdido decenas, centenares. Los investigadores siguen rastreando el destino de los papeles que Kafka confió a su última novia, Dora Diamant, y de las cartas que le mandó, un material que requisó la Gestapo en 1934. Cada carta perdida es un detalle borrado. Cada una, entre las conservadas -y entre éstas se cuentan las de carácter oficial, o los simples billetes de cortesía-, aporta un matiz que ilumina y complica el retrato convencionalmente sombrío de Kafka que ha construido la posteridad pero que desmienten sus amigos y conocidos, que coinciden en subrayar la sonrisa encantadora que mostraba casi siempre, su manera atenta y amable de dirigirse a los demás, “el juego de los gestos de su rostro, fascinante” (Felix Weltsch).
En una de las cartas a Felice, cuenta Kafka que tiene la costumbre de bajar las escaleras de su casa a trompicones, provocando el espanto de los vecinos. En otras da cuenta de su afición a nadar y a remar, recomienda vivamente su dieta vegetariana o informa de la alarmante aparición de una cana en su negra mata de pelo.
La edición de la correspondencia completa de Kafka que ahora emprende Galaxia Gutenberg ordena las cartas cronológicamente, de modo que se entremezclan los destinatarios. Esto permite al lector captar la “polifonía” de las voces de Kafka y percatarse de la riqueza de su personalidad. La lectura en secuencia de “todas” las cartas conservadas permite además percatarse de ciertas constantes psicológicas en su conducta hacia los demás, en particular hacia las mujeres. Esto último se hace patente al contrastar las cartas a uno de sus primeros ‘amores' -la vienesa Hedwig Weiler, a la que conoció en 1907- con las que más adelante escribirá a Felice y, ya en plena relación con esta, a su amiga Grete Bloch.
Con todo, lo que, por debajo de esa multiplicidad de sus voces, documenta sobre todo la correspondencia de Kafka, como paralelamente sus diarios, con los que conforma el esclarecedor trasfondo sobre el que se perfila su narrativa, es su lucha incesante por encontrarse a sí mismo como escritor, su dependencia enfermiza de la escritura, la progresiva reducción de todo su ser al imperio de la misma.
Se lo expresa rotundamente a Felice en una carta célebre: “No tengo ningún interés literario sino que consisto yo mismo en literatura, no soy ni puedo ser otra cosa”. Unas palabras de las que las cartas de Kafka constituyen el reverso descarnado, lúcido y doliente.
Cartas restantes
La historia de la transmisión y conservación de las cartas de Kafka es un exasperante rosario de calamidades. La avidez y las artimañas de editores, investigadores y coleccionistas sin escrúpulos (empezando por los responsables de la editorial Schocken, que incumplieron la voluntad de Felice Bauer de entregar sus cartas, una vez editadas, a la Jewish National and University Library de Jerusalén y las subastaron en diferentes lotes por 605.000 dólares, cuando a Felice le habían pagado por ellas solamente 8.000), ha hecho que algo más de la mitad de las cartas de Kafka de las que se tiene noticia (cerca de mil quinientas) se encuentren en la actualidad en paradero desconocido. Afortunadamente, de algunas de ellas se conservan copias fiables o microfilmadas (caso de las cartas a Felice), pero de otras sólo fragmentos, o menos que eso.
El volumen que ahora publica Galaxia Gutenberg interrumpe la secuencia de las cartas en julio de 1914, al poco de la ruptura del primer compromiso matrimonial con Felice y días antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. Son 778 cartas, de las cuales un centenar y medio permanecían inéditas en castellano. Entre éstas, poseen un particular interés las cartas de juventud a sus amigos de estudios -en particular a Felix Weltsch y a Paul KIsch-, así como a Alfred Löwy, el actor y empresario de teatro yidish a quien Kafka, que lo admiraba, ayudó de manera muy comprometida. También son reveladoras las cartas a Hedwig Weller, la primera "novia" de Kafka, con la que ensaya ya esa mezcla de seducción epistolar y rechazo físico que determinará años más tarde su relación con Felice Bauer.
La edición de Galaxia Gutenberg, prologada por Jordi Llovet, se presenta equipada con un formidable aparato de notas aclaratorias que complementa una exhaustiva cronología de los años comprendidos por las cartas, una relación biográfica de todos los corresponsales, y una útil panoplia de índices de consulta. Incluye, además, a modo de anexos, las pocas cartas que se conservan dirigidas a Kafka (entre ellas, las de Robert Musil), así como las dedicatorias escritas por Kafka en libros y álbumes, más las que se conservan dirigidas a él.