Haruki Murakami. Foto: Iván Giménez
¿Se puede reescribir el pasado? ¿Qué papel desempeñan las ideas y las metáforas en la configuración de la realidad? ¿Existen seres humanos completos, o todos nos hallamos a medio hacer, esperando una iluminación que nos ayude a cerrar la espiral donde se agitan nuestras vidas? Haruki Murakami (Kioto, 1949) vuelve al terreno de la ficción con La muerte del comendador, una novela monumental (publicada en dos volúmenes) que aborda las grandes preguntas de la existencia, sin retroceder ante ningún tema o encogerse ante la magnitud del desafío.Desde hace un tiempo, un sector de la crítica literaria fantasea con ajusticiar a Murakami, apilando argumentos al pie de una hoguera que nunca termina de arder. Se cuestionan sin cesar sus méritos para recibir el Nobel de Literatura, pero el escritor japonés, lejos de desanimarse, ha decidido responder a los ataques con una magnífica novela, donde combina lo real y lo fantástico, explotando las fecundas posibilidades del realismo mágico y las lecciones del surrealismo. La fusión de lo empírico y lo imaginario a veces produce intolerables disonancias, pero Murakami ha neutralizado los riesgos, administrando sabiamente los contrastes. Su fórmula no esconde su deuda con Ueda Akinari, escritor del período Edo (1603-1867) que destacó en el género yomihon, una tendencia literaria que combina el realismo práctico del confucianismo con el delicado lirismo de las leyendas japonesas, trufadas de elementos sobrenaturales.
A medio camino entre el folletín decimonónico y la novela-río, La muerte del comendador narra la historia de dos pintores que sufren una crisis artística y vital cuando sus carreras parecían estancadas. Tomohiko Amada comienza su carrera en los felices años veinte. Al principio, imita el arte occidental, asimilando las lecciones de las vanguardias históricas. Su pincel explora las posibilidades de la abstracción, intentando captar las turbulencias de la mente humana. Viaja a Viena para perfeccionar su estilo, implicándose -poco después del Anschluss- en una conspiración contra los nazis. Pagará un alto precio por su aventura. Gracias a las buenas relaciones del Japón imperial con la Alemania de Hitler, salvará la vida, pero la experiencia dejará una profunda huella en su alma, abocándole a una existencia conventual y a una pintura basada en los preceptos de la técnica tradicional japonesa. La figuración desplazará a la abstracción, pero no se tratará de un simple giro formal, sino de algo más profundo que afectará a su interpretación de la realidad. El protagonista y narrador de la novela, cuyo nombre se borra bajo el aluvión de acontecimientos de una trama caudalosa, se instala en su casa de la península de Izu, poco después de ser abandonado por su mujer. No es un artista exigente, sino un pintor que realiza retratos por encargo. Su habilidad con el pincel carece de la ambición de Tomohiko Amada. No obstante, hay un latido de insatisfacción en su interior, demandando cuadros con más sustancia. Amada es un anciano con Alzheimer y el pintor de retratos roza los cuarenta años, la edad del maestro cuando escuchaba a Mozart en Viena y luchaba clandestinamente contra las autoridades alemanas. A pesar de que les separan casi cinco décadas, sus destinos están secretamente entrelazados.'La muerte del comendador' es una magnífica novela que explora las fecundas posibilidades del realismo mágico y el surrealismo
El pintor de encargos nunca ha superado la pérdida de su hermana Komi, que murió a los doce años por culpa de una patología cardíaca. Ha buscado su eco en todas las mujeres, intentando descubrir un canal de comunicación entre los vivos y los muertos. El hallazgo de La muerte del comendador, un cuadro desconocido de Tomohiko Amada, le producirá una auténtica conmoción, obligándole a replantarse su concepción del arte y la vida. En esa obra, el pincel de Amada baila sobre el lienzo, destacando la trascendencia de los espacios en blanco. Como apuntaba Debussy, la nada es quizás el aspecto más prodigioso del milagro estético, pues refleja la paradoja más chocante del cosmos, donde el no-ser desempeña una función esencial. La física corroboró esa intuición al explicar que el átomo es fundamentalmente vacío. La muerte del comendador dormía en un desván, morada eventual de un búho gris. Es evidente que Murakami alude al vuelo de la filosofía, que comienza su vuelo al caer de la noche. Necesitamos los símbolos para esclarecer los enigmas de un mundo que apenas comprendemos, pese a ser nuestro hogar. El cuadro de Amada reproduce una escena de Don Giovanni, la ópera de Mozart, pero adaptada al escenario del Japón tradicional. El juego de líneas que ocupa el centro de la obra no es un mero artificio, sino un ardid ontológico concebido para reparar el horror desatado en la Violación de Nankín y la Kristallnacht. El arte no se limita a reproducir. Su función principal es curar, reparar las heridas del pasado, abriendo cauces hacia un mañana ético.
Destacan las reflexiones sobre el proceso creador, la identidad, los afectos, la violencia política y las experiencias místicas
El arte es un grito, pero también silencio. El protagonista escucha una y otra vez El caballero de la rosa, de Richard Strauss, acompañado por su misterioso vecino Wataru Menshiki, un hombre de negocios de mediana edad que le encargará un retrato, pidiéndole que deje volar su creatividad, sin preocuparse del parecido con el original. Debe seguir el ejemplo de Strauss, cuya meta es captar la esencia de las cosas. El verdadero arte no aspira a la perfección formal, sino a la comunión con la eternidad. Sólo el artista puede atisbar la presencia de los muertos en el devenir.El descubrimiento por azar de las ruinas de un viejo santuario taoísta introduce en la trama una dimensión sobrenatural. Murakami cita "El lazo de dos vidas", un cuento de Ueda Akinari que habla de uno de esos monjes que pedían ser enterrados vivos para meditar hasta alcanzar la iluminación eterna. Agonizaban lentamente mientras hacían sonar una campanilla o un gong. Con mentalidad de filósofo ilustrado, Ueda Akinari se burla de su sacrificio, pero Murakami no comparte su escepticismo. En el siglo XXI, se conocen los frutos de la razón: Treblinka, Nankín, el Muro de Berlín, Fukushima. Abrir la mente a lo sobrenatural, ya no es una claudicación, sino un gesto de esperanza.
Murakami no prescinde de sus fetiches particulares: el jazz, el sexo, el fracaso sentimental, los Beatles, Kafka, los vinilos, la soledad, el suicidio, el inacabable tránsito hacia la madurez. No estorban a la historia, pero no constituyen el aspecto más valioso. En cambio, las reflexiones sobre el proceso creador, el conocimiento, la identidad, los afectos, la violencia política y las experiencias místicas, destacan sobre el conjunto, revelando el enorme talento de Murakami.
El escritor japonés es un prestidigitador que nunca aburre, que sabe encajar todas las piezas y que esta vez no se ha conformado con narrar, lanzándose a los abismos de la conciencia. El viaje al inframundo del protagonista evoca la peripecia de Ulises en el Hades. El agujero o celda por el que transitan varios personajes recuerda el retiro de San Jerónimo penitente, tendiendo un puente entre el cristianismo y el budismo. El mundo parece muy poco cuando se sueña con un absoluto capaz de aplacar el terror que nos infunde nuestra finitud.
Es curioso que Murakami finalice su novela con la misma conclusión que formula Michel Houellebecq en su nueva novela, Serotonina: "Es posible que no haya nada absolutamente cierto en este mundo, pero debemos creer en algo". El fracaso del pensamiento débil, que invocaba el relativismo y la transversalidad, ha abierto paso a una angustia existencial hambrienta de certezas. Los arcos del tiempo apuntan de nuevo hacia la eternidad.
@Rafael_Narbona