Rafael Navarro de Castro
Hijo de un ingeniero agrónomo, Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968) pasó los primeros diez años de su vida en una granja antes de mudarse a Granada, primero, y a Madrid, donde trabajó quince años como guionista en el sector audiovisual. Después se cansó de la capital. "Vendí una buhardilla que tenía en Tribunal de 30 metros cuadrados -cuenta- y me compré una hectárea de terreno en un pueblo de Granada. Es algo que no recomiendo si no sabes lo que es el campo. No es tampoco fácil. Pero yo en una ciudad no me veía. Y justo en esa época iba a nacer mi hija".Tuvo a su hija, plantó más de un árbol y ahora acaba de publicar su primer libro con Alfaguara, La tierra desnuda, un homenaje a la vida del campo y a sus gentes. El legado de más de 10.000 años que, en sus palabras, estamos perdiendo hoy. Inspirada en los campesinos y campesinas de su pueblo en Sierra Nevada y en los relatos que ellos le contaron, en ella narra la vida de un agricultor, Blas, desde su nacimiento hasta su final, en un recorrido que le permite trazar la historia de la España rural en el último siglo. "Es mi pueblo pero podría ser otro cualquiera -advierte-. He hecho un esfuerzo de deslocalización. Por eso no le puse nombre".
Pregunta. Su novela, comenta, es el elogio a la España rural y al campo, ¿qué aspectos quería destacar?
Respuesta. Es esa forma de vida que tiene 10.000 años y que se acaba. Que se ha acabado. No sé si hablar en presente o pasado de ellos. Algo queda, es verdad, pero es poco. Lo que me gusta es su relación con la naturaleza. El valle lo han hecho ellos con sus propias manos. Lo respetan, cuidan la tierra, la miman, la dejan descansar, le echan de comer, como dicen, la abonan. Están pendientes de que esto dure, aunque no se sepa muy bien para qué porque ni los hijos ni nadie tiene el más mínimo interés en realidad. Pero ellos siguen cuidando la tierra. Si se les muere un árbol, plantan otro. Y mientras ellos la cuidan, nosotros la expoliamos, la saqueamos, la exprimimos, la envenenamos y la contaminamos. Tenemos que aprender de ellos o tendríamos que haber aprendido porque ya es tarde. Ya es tarde.
P. ¿Qué nos queda por aprender?
R. Me encanta el espíritu cooperativo de su forma de vida. Cómo se ayudaban y se juntaban para todo, para la vendimia, la siega, la recogida de cerezas... Las familias se unían y lo hacían todo juntos. Imagínate eso hoy en día, que nadie sabe nada de su vecino. No es que a mí me interese el mundo rústico, lo que me interesan son los valores. Su espíritu independiente, su autosuficiencia, cómo son capaces de hacerlo todo. Nosotros sabemos mucho de una cosa, pero no sabemos nada. Ellos saben hacer queso, pan, harina, criar el ganado, ordeñar, plantar, construir su propia casa... Son electricistas, albañiles, fontaneros, saben hacerlo todo. No necesitan a nadie. Si tienen un problema, no llaman a nadie. Tienen un problema y lo resuelven.
P. Pero, a pesar de ello, dice que no recomendaría su vida, ¿no?
R. Yo no soy capaz de ser campesino. No sabes lo difícil que es ser autosuficiente. Eso son capaces de hacerlo ellos pero ninguno de nosotros del mundo moderno podríamos. Hay que trabajar muchísimo, hay que saber muchísimas cosas y hay que renunciar a más. No puedes tener facturas. Yo lo intenté. Mi casa la construí yo. La luz eléctrica son placas solares, el agua viene del manantial... Tenía mi propia huerta, mis propios olivos, hago mi aceite, tengo mi granja de gallinas... Pero no soy autosuficiente.
P. Habla de un mundo que choca en parte con el urbano, ¿cree que el progreso tecnológico le afecta negativamente?
R. En realidad no. Ellos han sido muy refractarios a todo. Casi no han usado maquinaria porque lo hacían todo con mulos. Yo no creo que sus problemas vengan de los progresos tecnológicos vienen más bien de que el mundo les ha dejado fuera de juego. Que les han ido quitando cosas. La sierra era libre, era de ellos, tenían pasto para sus cabras gratuito pero de repente las tierras tienen dueños. Después les quitan los bosques y se quedan sin calefacción. Les empiezan a poner problemas con la venta ambulante. Les quitan el esparto. Ellos con el esparto hacían todo: zapatos, cinturones, cercas, aperos, cuerdas... El monte está lleno de esparto, pero ahora tienes que pagar por él. El mundo les va acorralando. En el valle ahora quedan los que consiguieron de algún modo su trozo de tierra. Eso era otra parte del espíritu de ellos que me interesaba muchísimo. Que son libertarios, son independientes, no aceptan cadenas.
P. Y en La tierra desnuda, ¿qué trataba de reflejar?
R. Lo que me mueve es el elogio de sus valores y también dar cuenta de su extinción, lo que me parece un drama. Me parece tremendo que no hagamos nada por conservar esto de alguna manera. Se hacen museos etnográficos con los arados romanos, o las piedras de los molinos, pero esta gente está viva y lo fundamental es su forma de ser, de enfrentarse al mundo.
P. Suena pesimista...
R. Convivir con esa incertidumbre que genera el campo es muy complicado. Las cosechas se te van, los animales enferman, es todo muy incierto. Nunca sabes además lo que vas a cobrar. El precio de la leche depende de alguien que, tal vez, es de Estados Unidos. Si de repente llegan y les pagan el litro de leche a 30 céntimos no amortizan ni para dar de comer a los animales. Al año siguiente están encantados porque les pagan 1,50 por el litro. No sabes cuánto va a durar eso...
P. ¿Qué futuro les queda?
R. La vida campesina va a desparecer eso seguro. La cuestión es qué futuro van a tener los pueblos y el campo. Algún futuro tendrá que tener o, ¿nos vamos a resignar al abandono total y vamos a dejar que los pueblos se caigan a pedazos y que los árboles se sequen? Algo habrá que hacer. Lo que pasa es que yo no vislumbro ni qué, ni cómo, ni cuándo. La gente nueva que llega allí no se dedica al campo porque no es rentable. Viven en el pueblo porque les gusta aquello pero eso no va a conservar el campo. No va a mantener las acequias funcionando. Por ejemplo, eso es terrible, los que están a cargo de las acequias tienen 80 años y eso es un trabajazo. Cuando ellos ya no estén, ¿quién lo va a hacer? Si se pierden las acequias en el valle se pierde el valle entero. Se va desecar, se va a convertir en un desierto. Eso sucederá en muchas zonas y si no espabilamos en muchas más. Y de eso depende todo. Depende el aire que respiramos, lo que comemos, la calidad del agua...
P. Además en su novela, hace un recorrido por cómo se vivieron algunos acontecimientos históricos en la España rural, ¿no?
R. La novela empieza en 1932 cuando nace Blas y termina en 2012. Son ochenta años. No entro en muchas cuestiones históricas porque no soy historiador ni tengo esa pretensión. Pero sí se ven todas las etapas del país: la república, la guerra, la posguerra, la muerte de Franco, la transición, la crisis... Lo reflejo tal y como creo que se vivió y que sucedió en el valle, visto a través de sus ojos. Hay fragmentos en la novela en los que sí doy los datos exactos históricos, pero a mí lo que me interesa son sus recuerdos, que a veces están muy deformados.
P. Los capítulos del libro vienen precedidos todos por una cita literaria, ¿le influyeron muchas lecturas a la hora de escribir?
R. No sé si he leído muchas cosas a propósito, pero sí he tenido presente la tradición de la literatura rural que me parece que repite mucho un mismo esquema. Ese retrato de un mundo terrible de miseria, explotación, abuso, maltrato, injusticia, analfabetismo... El resultado de crecer ahí es la barbarie y la brutalidad. La familia Pascual Duarte de Cela es un ejemplo. Pero hay más. Cañas y barro de Vicente Blasco Ibáñez, Los santos inocentes de Delibes, La lluvia amarilla, de Llamazares... Todos terminan desastrosamente y siempre de alguna manera violenta. Ese retrato no lo puedes eludir. Si miras el campo, es así. Pero yo quería contar que también hay flores, también hay gente que crece sana y solidaria con todos estos valores. Quería poner ahí el acento. Me parece que eso es una de las diferencias importantes de la novela con el resto. Protagonistas que, pese a todas estas penalidades, son generosos, se ayudan, acogen. Por supuesto hay un villano, hay un malo también. Podía haberle dado un protagonista. Yo tenía un vecino que era Pascual Duarte. No mató a nadie de milagro. Conocía toda su histoira y habría sido la historia de siempre.
P. ¿En qué más aspectos diría que se distingue?
R. Espero que una diferencia importante sea la voz. Me ha costado mucho encontrar la manera de contar eso de forma sencilla, llana, huyendo un poco de la batallita del abuelo. Quería huir de los cuentos de pueblo. Entonces me salió escribir en presente de indicativo. La acción principal, el eje de cada capítulo, casi siempre es una aventurita, está contada así. Quizás porque yo había escrito muchos guiones y los guiones los escribimos en presente. Creo que por ahí me venía. Yo no te lo estoy contando, quiero que el lector venga conmigo y yo se lo enseño. Te voy a enseñar lo que pasó aquí. Como en el lenguaje audiovisual que no te cuenta nada, tú lo ves. Creo que eso funciona y que es distinto de muchas narraciones del mundo rural. He buscado la voz además en una diversidad de registro porque hay muchas voces. De repente la narración principal va en presente pero puedo hablar en pasado cuando pinto los fondos, los decorados, el valle, cualquier anécdota... Buscaba esa diferencia, buscaba que sonase distinto, que sonase directo, que respirase, que estuviese vivo. Me preocupa más que suene vivo a que sea académicamente correcto. Prefiero ser incorrecto y que respire y que fluya a que esté todo perfecto. No me importa.
@mailouti