Seix Barral. Barcelona, 2019. 288 páginas. 18 €. Ebook 12,99 €
Confesaba Alba Carballal (Lugo, 1992) en la biografía que retrata a los residentes de la promoción 2016-2017 de la Fundación Antonio Gala que escribe "por necesidad y por placer". Y decía más: que lo hace "compulsivamente en momentos en los que tendría que haber hecho otra cosa, y también en las contadas ocasiones en las que el tiempo se pone de su parte". Y que al hacerlo "se topó con lo más parecido que conoce a la felicidad: una inmensa libertad para disfrazarse de sí misma". Disfrazada o no, esta joven arquitecta gallega que también tiene estudios de Derecho y que ha colaborado en revistas como Arquitectura Viva y en Zenda, protagoniza con la desopilante Tres maneras de inducir un coma uno de los debuts más sorprendentes y recomendables de los últimos tiempos, con un relato que es un homenaje nada encubierto al mejor Eduardo Mendoza. Tanto que su protagonista, Federico, parece uno de esos "extraterrestres" tan queridos por el novelista barcelonés, un pariente más que cercano del Javier Miranda de La verdad sobre el caso Savolta o de los antihéroes de El misterio de la cripta embrujada o de El laberinto de las aceitunas.
Tres maneras de inducir un coma arranca cuando Federico, un pícaro empeñado en no gastar un ápice de energía en trabajar, un "completo inútil sin ambiciones" que presume de su absoluta incapacidad para levantarse antes de las 12, recibe un peculiar encargo, el de descubrir si Joaquín Mendoza, un acaudalado hombre de negocios enamoriscado de una jovencita, tiene pensado desheredar a su único hijo, Eduardo (sí, sí, Eduardo... Mendoza). ¿La razón? Que Eduardo se siente, se sabe mujer. Convertida gracias al bisturí en una lesbiana transexual casi completa llamada Natalia, la joven arrastra a Federico a un extraño triángulo amoroso que en realidad es un cuarteto desmadejado de lealtades, pasiones y muchísimo humor.
Con ecos de John Kennedy Toole, Houellebecq, Almodóvar y Álex de la Iglesia, guiños cervantinos y referencias explícitas al Marsé de Últimas tardes con Teresa("Yo no era más que una suerte de Pijoaparte descafeinado y sin suerte"), al Zagajewski de En la belleza ajena, y al mismísimo Zygmunt Bauman ("va a tener razón el polaco ese con el cuento de lo líquido, que si el amor líquido, que si el arte líquido [...] que vivimos unos tiempos que ya no se sabe, que lo que es sí luego resulta que es no"), la novela se precipita entre sorpresas y desengaños retratando un Madrid menos descreído y hostil de lo que parece.
Lo confieso: parafraseando a Nadal Suau, yo sí soy el target de esta ópera prima divertida y audaz, de su imaginación mendociana, de su sentido del humor, y de su inusual manejo del idioma, que le permite burlarse de esta sociedad gentrificada y mestiza por la que pululan, como en el siglo XVI, pícaros y bufones, trepas y putas, supervivientes de mil naufragios, aferrados ahora a una tele perpetuamente encendida y al sueño de una imposible riqueza y un inagotable amor.