Más por falta de oportunidades que de calidad, no es muy común que escritoras como María Fernanda Ampuero (1976), Solange Rodríguez (1976) o Mónica Ojeda (1988) se prodiguen en su país. Su literatura está repleta de fantasmas, monstruos y pequeñas violencias cotidianas. Escriben de lo extraño y lo fantástico. “Desde las tripas”, dice Ampuero. Las tres nacieron en Guayaquil y de las tres solo Rodríguez continúa viviendo allí. Para llegar a donde están todas tuvieron que hacer el camino inverso al natural. Hacerse conocer fuera para que sus nombres sonasen dentro.

“Yo a Solange la he visto pelearse con uñas y dientes contra el sistema, sabiendo cómo escribe, y realmente me enfurece -cuenta Ampuero-. Es una persona que ha trabajado sin parar durante veinte años en la literatura de Ecuador y su nombre solo es conocido en el extranjero”.

Ambas se conocieron en la universidad antes de que la autora de Pelea de Gallos (Páginas de Espuma) aterrizara en Madrid hace catorce años. Allí, la madre de Ojeda les dio clase. Ahora las tres se encuentran en la capital española -hasta dónde ha viajado Solange Rodríguez para presentar su libro de relatos La primera vez vi un fantasma (Candaya)- para hablar sobre su experiencia como escritoras.

“Llevo trabajando desde los 18 años en literatura -comparte la propia Rodríguez-. He hecho todo el recorrido que puede hacer un escritor en Ecuador. Autopublicación, publicación con editorial, ganar un concurso, ganar para que te publiquen... Pero sin embargo creo que hay un grave problema de difusión a nivel de editoriales y de librerías”. Ecuador, defienden las tres, adolece de una correcta infraestructura de distribución interna. En un país donde no hay agentes literarios y no existe la industria editorial como tal ni los suplementos culturales -“en el periódico más importante de nuestra ciudad -dice Ampuero-cultura se llama entretenimiento”-, conseguir que te vean es todo un éxito. “A mí se me hizo muy difícil, por ejemplo, entrar en Quito -continúa Rodríguez-, yo soy de Guayaquil, y Quito tenía su propio círculo de intereses. Recién ahora que he publicado en España, conocen mi obra”.

“Es triste -interviene Ojeda-. Me molesta y enfada profundamente que para que nos hayan leído en Ecuador o para que ciertas personas del ámbito de la literatura allí hayan querido leernos tengamos que estar publicadas en otro país”.

De las tres ella es la más joven. Autora de varias novelas como Nefando (Candaya, 2016) o Mandíbula (2018), recibidas con entusiasmo por parte de la crítica literaria, actualmente vive en Madrid, donde cursa un doctorado de Humanidades sobre literatura pornoerótica.

Presentes en España de la mano de editoriales como Páginas de Espuma o Candaya, sus trayectorias a nivel internacional no han parado de elevarse y, sin embargo, uno se plantea por qué cuesta tanto que se les reconozca en Ecuador. “Hay poco interés por salir de la zona de confort de lectura -responde Rodríguez- y creo que tiene que ver con los escritores que durante mucho tiempo estuvieron en el poder y no están interesados en que se lea más. Necesitamos romper los paradigmas de la literatura tradicional ecuatoriana que era básicamente masculina y explorar lo que las mujeres tienen que decir” .

La cuestión de género, que planea alrededor de toda la conversación, se vuelve inevitable entonces. La dificultad de hacerse ver, de que reconozcan su valor literario, más allá de cuestiones superficiales, de que las lean sin prejuicios les afecta particularmente a ellas, las mujeres. Ninguna de las tres escribe literatura femenina. Sus temas, desde la violencia, el miedo, las relaciones, los límites del mal, son temas universales.

No obstante, “lo más importantes es el cambio que se está gestando en los lectores porque creo que es un cambio que se ha gestado en la recepción -reflexiona Ojeda-. Siempre ha habido literatura de calidad escrita por mujeres pero ahora los lectores la piden. Ese cambio me parece fundamental. En ese cambio también está el cambio de pensamiento. Antes, la experiencia de los cuerpos de mujeres se consideraba una experiencia de lo particular, de lo marginal o de lo periférico dentro de los temas trascendentales de la literatura, como si la experiencia neutral de lo humano residiera en el cuerpo del hombre”.

Sin necesidad de esforzarse demasiado en recordar, todas tienen anécdotas machistas para compartir. Comentarios condescendientes o sexistas de sus compatriotas hombres que nunca entran a valorar la calidad de su obra literaria ni a felicitarlas públicamente por sus trabajos. Por suerte, celebra Ampuero, ahora “están muy desconcertados y eso es maravilloso”.

Pero en materia de género hay mucho por lo que continuar batallando aún. Es entonces cuando todas ellas citan nombres de otras escritoras ecuatorianas aún hoy desconocidas o poco reconocidas. Hay que volver a ellas, revisar su historia, darles un lugar. Nombres propios que no paran de sonar a lo largo de toda la conversación como Andrea Crespo, Carla Badillo, Ángela Arboleda, Sonia Manzano, Carolina Andrade, Alicia Yánez Cossío, Gabriela Alemán... “Ella nos abrió el camino a todas, fue la primera en publicar en España. De ella se limitan a decir que ha envejecido mal, de una mujer que ha internacionalizada la literatura ecuatoriana…”, reivindica Ampuero. Para la periodista hablar de un boom de escritoras es algo poco acertado porque ellas siempre han estado ahí. “Tenemos a Borges, Fuentes, Onetti... todos son hombres. Todos dicen que están leyendo a Houellebecq o a Auster... También la contrarrevolución es recomendarlas a ellas, decir lean, hacer ese trabajo de motivación” .

Lo llaman el síndrome del cangrejo. Si pones dentro de un cubo muchos cangrejos ninguno de ellos saldrá, porque si uno de ellos lo intenta, los demás tirarán de él hacia abajo. “Por ese síndrome los hombres no han logrado lo que han logrado Mónica o Solange -añade María Fernanda Ampuero- porque no han sabido decir súbete sobre mí que yo te impulso a salir de aquí. Yo no quiero salir sola. No quiero ser una anomalía en el sistema”.

Dueñas de una literatura, como ellas mismas señalan, muy universal, sus historias tampoco tienen límites geográficos. Ecuador les influye, sí, pero no es su contexto. “Vivo aquí desde hace catorce años -señala Ampuero- y de aquí es la manada y aquí cada rato hacemos un minuto de silencio por una mujer muerta en su casa. La violencia de mi libro es más de interior que de la calle. Seguro que hay mucho de Ecuador porque es lo que yo soy, Ecuador es la sangre que corre por mis venas, es lo que aprendí. Pero más allá de eso, tenía un deseo de universalidad en el sentido en que ningún país tiene la potestad sobre la violencia”.

"Es como el pensamiento mágico -interviene Solange Rodríguez-, que no es solo de América Latina. Hay que salir de esos lugares comunes. Las situaciones extrañas no tienen un lugar para ocurrir, al igual que la violencia, están dentro de nosotras también. Lo extraño está en nuestra mirada" . A la escritora, que acaba de publicar en Ecuador un ensayo sobre el fin del mundo donde exploraba cómo sería el Apocalipsis en Guayaquil, le preocupa que el discurso de género y el discurso social sean tan fuertes que lo fantástico no tenga esa potencia.

Solange Rodíguez. No quisiera ser evasiva. Quisiera golpear con la misma fuerza con que golpea la novela de Mónica que tiene esa capacidad de denuncia y de terror. ¿Puedo golpear tan fuerte? Creo en la posibilidad de la metáfora que tiene que ver con la imaginación.

María Fernanda Ampuero. La novela de anticipación me parece que es una manera extraordinaria de denunciar las mierdas con las que lidiamos hoy y un poco exagerarlas en prever lo que puede pasar. Mandíbula, por ejemplo, yo no la definiría como una novela fantástica, pero me gusta que coquetee con lo fantástico. Quizás ese sea el gran género latinoamericano a día de hoy.

Mónica Ojeda. Lo interesante de la literatura es que, a partir de la dislocación, puede hablarte de algo que está en tu entorno y que estás viendo constantemente. Te lo lleva a otro plano y de repente lo ves. Eso es lo que ocurre en el relato fantástico pero también en toda literatura que funciona en forma de metáfora o alegoría. En el caso de mi literatura hay varias vertientes que me interesan. Una es preguntarme siempre en torno a los límites de lo ético y lo moral, hasta qué punto amar, desear, herir de esta manera es ético. Eso me lleva al tema del mal. Pero el tema del mal no visto a través de las grandes guerras, sino en la violencia que ocurre en el ámbito de lo cotidiano, dentro del lugar de protección de la casa, o la familia. El mal dentro del amor. O de cómo nos han enseñado a amar.

Ahí, precisamente, también coinciden las tres. En esa violencia social, señala Ampuero. "Yo crecí en una casa de clase media pero la desigualdad social es la primera violencia que te viene. Tú vas por la calle y ves un niño exactamente igual que tú pero que no es igual. Tus padres no van a parar el mundo para salvar a ese niño, como pararían por ti. Son otra gente extraña. Son el otro. Entonces aprendes que tú eres el uno y ellos son el otro". Cuenta la autora que a sus padres, cuando se casaron, le regalaron una chica de once años que se llamaba Narcisa. No era su hermana mayor, era más bien, "como la chica del servicio". "Ella vivió con nosotras toda mi existencia pero en un cuartito aparte. Por eso hay tanto en mi literatura de la desigualdad social. Yo soy narradora porque Narcisa me contaba historias. Toda mi formación narrativa tiene que ver con cómo ella contaba las cosas. Y sin embargo es una persona distinta. Eso para mí es el germen de todas mis violencias".

Porque esa indiferencia, esa pobreza racializada que dice Ojeda, esa falta de empatía hacia el otro que cuenta Rodríguez, es uno de los temas comunes en toda su literatura. Su narrativa es una narrativa que pone el foco "no solo en el desfavorecido o en el buen salvaje tan presente en nuestra literatura", sino "dentro de esas urbanizaciones que en teoría se han blindado para que no entre el de afuera, cuando el mal ya está dentro", concluye Ampuero.

@mailouti