Zoco de Nablus (Cisjordania), 200 años de historia arrasados por el ejérctio

Traducción de David Guinart. La Caja Books. Valencia, 2019. 390 páginas. 20,90 €. Ebook: 9,99 €

En uno de los vídeos promocionales de la campaña del remain previos al referéndum del Brexit, el ex primer ministro Gordon Brown entraba en las ruinas de la catedral de Coventry hablando de forma solemne del significado que aquella estructura tenía en la historia reciente de Reino Unido: la resistencia contra un nazismo que a punto había estado de acabar con el continente. "Lead, not leave" ["liderar, no abandonar"], pedía como colofón, asumiendo el peso simbólico de un edificio con siglos de historia en la configuración del futuro del país. Brown apelaba a una tradición manifestada en un edificio con valor totémico, y pedía ser fiel a ella votando por la continuidad británica en el proyecto comunitario.



Pero, ¿qué tiene que decirnos un edificio devastado en nuestros días de rascacielos, movilidad y escaso arraigo? Mucho, y a explicarlo desde un punto de vista histórico, político, social y antropológico ha dedicado el periodista y consultor en patrimonio y reconstrucción Robert Bevan (Londres, 1964) La destrucción de la memoria, que en España ha publicado en una primorosa edición La Caja Books.



"Un sentimiento a medio camino entre el horror y la fascinación surge al pensar en algo en apariencia tan duradero como un edificio [...] llegando a su fin de forma prematura", escribe Bevan para explicar su temprano interés por las ruinas y la destrucción arquitectónicas. Un interés que justifica así: "Si se acepta que en la vida contemporánea la ‘materialidad de la huella' se ha vuelto crucial para la historia y la memoria, esto podría ayudar a explicar por qué la puesta en el punto de mira de la arquitectura [...] se ha convertido en un fenómeno todavía más preponderante".



El siglo XX ha sido especialmente pródigo en la destrucción del patrimonio. En gran medida por los avances de las dos revoluciones industriales que lo precedieron. Pero Bevan se remonta a los primeros capítulos de episodios iconoclastas en la Antigüedad o en la Edad Media, con especial atención a Roma y los bárbaros, o etapas islámicas especialmente ensañadas con el patrimonio. La pulsión de la sacralización y de la destrucción arquitectónica nos acompaña desde hace siglos, pero no sería hasta la Ilustración cuando apareció la noción de protección del patrimonio cultural propiamente dicha. "Hasta ese momento, los edificios y monumentos eran derribados, reemplazados o adaptados una vez habían superado su vida útil", cuenta Bevan, que centra sus estudios sobre el terreno en los dramas del pasado siglo y de comienzos del presente, caso del genocidio armenio, el Holocausto judío y la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de los Balcanes o el terrorismo islámico y las guerras para combatirlo. Su tesis no es novedosa en este punto: a lo largo de la historia, se ha buscado borrar el patrimonio del enemigo, de la cultura rival, de la civilización ajena, por ser el testigo perdurable e innegable de su realidad y su pasado. Sin patrimonio, no hay historia, y sin ella, no hay legitimidad política, religiosa o moral.



La virtud de esta obra es ofrecer una visión general de la destrucción. No son solo edificios cargados de historia, sino símbolos de las civilizaciones

En La destrucción de la memoria encontramos dos partes definidas, dos enfoques que se van alternando a lo largo de sus páginas, sin quedar encerradas en compartimentos estancos que no dialogan entre sí. La reflexión antropológica y la libertad conceptual ensayística que predomina en la primera parte vuelven de forma recurrente en cada caso de estudio sobre el terreno, de modo que sus partes más periodísticas e históricas no pierden nunca la cualidad de fascinación y atemporalidad.



"Una biblioteca o un museo son repositorios de memoria histórica, la prueba de que la presencia de una determinada comunidad en un territorio se remonta al pasado y la legitima en el presente y también de cara al futuro", escribe Bevan antes de hablar de forma casi notarial del censo de lo perdido en la destrucción de una biblioteca histórica de una Sarajevo asediada.



El de la destrucción del patrimonio no es un tema nuevo. La bibliografía en castellano es buena, aunque fragmentaria y dispersa. Con especial celebración se recibió Sobre la historia natural de la destrucción (Anagrama, 2003), de W. G. Sebald, donde el escritor alemán se preguntaba por las razones de una destrucción que juzgaba innecesaria por parte de los Aliados contra las ciudades alemanas bajo el nazismo. O el relato de Hans Erick Nossack de la destrucción de Hamburgo 1943 en El hundimiento (Uña Rota, 2010). O las Memorias de Albert Speer (Acantilado, 2001), arquitecto y exministro de Armamento de Hitler, en las que explicaba cómo diseñaba sus edificios teniendo en cuenta qué clase de ruina querría que dejaran tras ser bombardeados o deteriorados por el paso del tiempo (similar al pensamiento de H.G. Wells al ver Manhattan, cuando exclamó: "¡Qué ruina saldría de aquí!"). Y también merece atención el libro que el profesor José Ángel Ruiz Giménez escribió para explicar la caída a los infiernos de los Balcanes -un tema que Bevan trata mucho y bien- en Y llegó la barbarie (Ariel, 2016).



La lista es potencialmente infinita, con tantos libros como conflictos ha habido, pero la virtud de este volumen es ofrecer una visión más general, una big picture de la destrucción y sus posibles razones, tanto de orden, religioso, moral o político, sin olvidar detalles históricos y su influencia en el propio discurso de una posmodernidad que se finge llamada a la inmaterialidad. El valor simbólico de esos edificios permanecerá, porque se sustenta, en palabras de Bevan, en que "la continuidad de experiencias sucesivas, que van depositando capas de significado, puede [...] dar lugar a una energía del lugar que se vuelve especialmente intensa: una psicogeografía, una conciencia del pasado [...] que es dinámica, transmitida de una generación a otra, más que grabada en la piedra misma".



No se trata sólo de edificios cargados de historia, sino de símbolos de las civilizaciones y culturas presentes, muchas veces en disputa. Fue el caso de las Torres Gemelas, que en su majestuosidad y altura representaban la pujanza y la solidez del capitalismo americano, como cuenta Robert Bevan. Su destrucción supuso un golpe terrible a la autoestima y a la autopercepción de Occidente, cuyo daño va más allá de las muertes que produjo y las guerras que se derivaron de ella. Los terroristas sabían dónde golpeaban y qué resorte antropológico dañaban. El mismo que llevaría a Spielberg a realizar un postrero homenaje a aquellos edificios al sacarlos en el plano final de su admirable Múnich, ambientada en la década de 1970. Una guerra cultural y de significados en los que el patrimonio y la arquitectura están en primera línea de batalla. También en esta era digital e inmaterial.