William Boyd. Foto: Trevor Leighton
En su nueva novela, William Boyd (Accra, Ghana, 1954) deja que un veterano pianista explique de qué manera una composición musical hace brotar las lágrimas de quien la escucha. En el preciso instante en que el oyente cree saber hacia dónde se va a dirigir la armonía, esta queda en suspenso atormentándolo. “Es un viejo truco”, reconoce el músico, “pero los viejos trucos son los mejores”. Esta es la apuesta de Boyd en El amor es ciego, su decimoquinta novela. Al igual que la música descrita por su brillante aunque alcohólico intérprete, el relato no se aparta en ningún momento de lo esperado. Hasta sus giros se amoldan a unos carriles trillados. Es una obra al estilo “tócala otra vez, Sam”, el equivalente novelístico del aparatoso tostón sinfónico Pinos de Roma. El amor es ciego entra con facilidad, proporciona un placer vagamente culpable, y una vez concluida, se esfuma al instante de la mente. La obra narrativa de Boyd incluye obras más serias (y más divertidas) -como Las aventuras de un hombre cualquiera (2003) y Como nieve al sol (1983)-, junto con otras más ligeras y humorísticas, como la que nos ocupa. (Hace cinco años publicó Solo, una novela de James Bond que tuvo una acogida desigual). En el pasado hubo ocasiones en las que el autor sintió curiosidad por temas de mayor envergadura, como la mutabilidad de la identidad y la impotencia del individuo enfrentado a los grandes procesos de la historia y subsumido por ellos. Con una facilidad inverosímil, Playa de Brazzaville (1991) entreteje las motivaciones de sus personajes con el estudio de la evolución de los primates. (Pues sí, según Boyd, usted y yo no somos más que mamíferos). En El amor es ciego, en cambio, no hay armazón filosófico. El libro no es sino una extremadamente enrevesada novela de maduración. Su héroe fin de siècle -un hedonista, como suele ocurrir con los jóvenes protagonistas masculinos del autor- es Brodie Moncur, un escocés espabilado con talento para afinar pianos. Moncur posee el arte y la destreza no solo de ajustar los tornillos de un instrumento, sino también de adaptar sutilmente sus mecanismos a las virtudes y los defectos de un intérprete experto. (Una vocación que sirvió asimismo de inspiración para El afinador de pianos, de Daniel Mason, otra novela sin complicaciones publicada en 2002).
Enviado desde Edimburgo a París por su jefe constructor de pianos para que ayude a abrir una nueva sucursal del negocio, Brodie elabora un plan para promocionar la marca asegurándose el aval de una estrella de la interpretación. Al final se decide por John Kilbarron, del que dice: “Aunque quizá esté un poco pasado de moda, hace diez o veinte años fue un auténtico monstruo del piano”. Kilbarron es apodado el Liszt irlandés y, al parecer, Boyd quiere evocar el arte apasionado, sudoroso y deslumbrante de Franz Liszt, cuyos recitales, que desataban la histeria entre el público, eran los conciertos de Elvis de la época. Sin embargo, la novela tampoco tiene demasiado interés en comunicar la experiencia de escuchar -y menos aún de interpretar- música, aunque contenga breves y deliciosas descripciones de los trucos invisibles (finas tiras de plomo adheridas por aquí, un levísimo lijado por allá) con que el afinador ejecuta su prestidigitación. La experiencia que el autor tiene interés en transmitir es la del deseo. Brodie se enamora perdidamente de Lika Blum, la amante rusa de Kilbarron, además de aspirante a cantante, que corresponde a su amor, y sigue hasta San Petersburgo a la corte musical al completo, incluido Malachi, el amenazador hermano del pianista. Los subterfugios de Brodie y Lika son cada vez más difíciles de sostener, y al final los amantes huyen, pero acaban enredados en un secreto de la familia Kilbarron que los destruirá, aunque a lo largo de gran parte del libro se haya insinuado a voces su existencia. A esta mezcla más bien prolija e histriónica, Boyd le incorpora toda una serie de recursos, desde un padre tiránico hasta un caso latente de tuberculosis, pasando por una acusación de plagio musical y una denuncia por fraude. (Como es de esperar, Brodie sucumbe víctima de la clásica enfermedad del sexo y la creatividad). El autor hace débiles esfuerzos por situar la trama en su época de manera realista. “Mientras está tumbado en la cama esperando a que lleguen las visitas”, cuenta Boyd, “Brodie lee la prensa. Se entera de que siguen las hostilidades provocadas por el caso Dreyfus, de que se están organizando los festejos con ocasión del Aniversario de Diamante de la reina Victoria, de los problemas económicos a los que se enfrenta el presidente McKinley, y lee la reseña de una estremecedora novela titulada Drácula”. Vaya, que estamos en el año 1897. El título de la novela indica que, aunque ambientada en el mundo de la música, su preocupación fundamental es inmortalizar las grandes pasiones en general, descubrir la sensualidad dondequiera que aceche, incluido el sonido. Sin embargo, el erotismo que prometía acaba reducido a unos cuantos pasajes irrisorios de contenido sexual. Así describe el autor a Brodie y Lika haciendo el amor: “Alargó el brazo y la tocó. Sus dedos descansaron sobre la espesa aulaga rubia de su pubis cubriéndola con la palma. Volvió a sentirse excitado en extremo, tremendamente potente”. Tal vez la intención de estas palabras sea la de transmitir una sensación agradablemente anticuada, como el personaje que Boyd describe “vestido con un estilo que había estado de moda hacía medio siglo”. Si es así, resulta deprimente que haya pensado que la música clásica sería el tema complementario perfecto, tan adorablemente cano como el estilo narrativo remedado por el autor. En todo caso, no se encuentran más que fugaces destellos del encanto que uno querría que una obra de época como esta destilase sin cesar. Al final, El amor es ciego me produjo la impresión de una reposición deslucida de una de las añosas e hipernaturalistas puestas en escena de Franco Zefirelli para la Metropolitan Opera, repletas de detalles superficiales y vacías de vida. “Observó con atención su rostro en el camafeo oval”, escribe William Boyd, “pero la formalidad anticuada de la pose, el tiempo de exposición, impedían que emergiese del retrato cualquier rastro de la persona real”. © New York Times Book Review'El amor es ciego', de William Boyd, es una obra al estilo 'tócala otra vez, Sam': entra con facilidad, produce un placer vagamente culpable, y una vez concluida, se esfuma al instante de la mente