Fernando Aramburu. En el principio fue la lectura. He comprobado, amiga Piedad, que en internet se puede ver una cantidad considerable de entrevistas en las que apareces delante de una estantería con libros. Será porque te lo pregunten o porque gustes de abordar el tema, lo cierto es que te has expresado con frecuencia sobre tu biblioteca, sobre tu forma de ordenarla y sobre tus hábitos de lectura. Sabemos que empezaste a leer a edad temprana. Tu oficio, durante largos años, de profesora de universidad te mantuvo asimismo apegada a la letra impresa, no digamos ya tu vocación de escritora. Más allá de lo que la lectura pueda tener de aprendizaje, incluso en los periodos de la vida de un ser humano posteriores a su formación escolar y universitaria, me complacería conocer cuál es la imbricación entre la palabra de otros, leída o escuchada, y tu propia palabra. Alguna vez me atreví a afirmar que un libro no consiste tan sólo en su contenido, sino también en los pensamientos, evocaciones, imágenes, que le vienen a uno en el transcurso de la lectura, lo que invita a sumarse al convencimiento de aquellos que establecen una relación estrecha entre los verbos leer y escribir. Al comienzo de tus libros, también junto al título de muchos poemas a ti debidos, es habitual encontrar citas de diferentes autores, lo que no se contradice con la evidencia de que tu literatura, lejos de desprender un olor libresco, rezuma vitalidad y hay en ella una presencia notable de lo físico, de lo sensual.

"Busco la fuerza expresiva como una forma de conjurar mis fragilidades y mis miedos. La literatura es un territorio donde uno puede reconstruirse, ir hasta el fondo, desentrañar". Piedad Bonnett

Piedad Bonnett. Querido Fernando: me pones a hablar de un tema que me apasiona, porque, como tú, pienso que un libro es siempre una especie de caja de resonancia que deja vibrando en su lector emociones, ideas y recuerdos. Leer es asociar, y muchos de mis poemas y también algunas de mis novelas han sido engendrados por textos de otros, y recuerdo perfectamente cada filiación. De ahí también esa manía, que a algunos resultará chocante, de poner siempre epígrafes. Es mi manera de agradecer, y también un gesto que aspira a ser honesto. George Steiner dice que un intelectual es aquel que lee con un lápiz en la mano. Y si eso es cierto, yo soy una intelectual, porque mis libros están llenos de anotaciones. Que, ampliadas, van también a mis libretas. En cuanto a mi biblioteca… no puedo parar la compulsión adquisitiva, a pesar de mis buenos propósitos. Es casi una aberración, o un acto de optimismo desmedido, que a veces me genera cierta angustia: no me alcanzará la vida para leer muchos de ellos. Por eso he desarrollado un hábito que me da mucho placer: leer cuatro o cinco libros a la vez. Descanso de uno leyendo otro. Y es tremendamente estimulante leer así, aunque a algunos les parezca locura. Y gracias por calificar mi literatura de vital, pues me molesta mucho la gratuitamente erudita.

FA. Me quedo un momento con la idea tan carnal de engendrar poemas y novelas. No voy a preguntarte a la manera de un entrevistador al uso cómo engendras tú los tuyos, a los que habría que añadir las obras de teatro que has escrito. Me limitaré a plantearte la impresión de un lector asiduo de tu poesía. Vuelvo a ella atraído por esa feliz conjugación que pocos logran, la que estableces, dudo que de manera calculada y fría, entre una modulación particular del idioma (insisto en lo de particular) y un dolor, problema, insatisfacción, discrepancia, drama de fondo. No deseo omitir que tu obra está estupendamente editada y difundida en España, creo que con la salvedad del teatro, lo cual no afecta solamente al tuyo. Cuando hablo de dolor interno que no impide la creación, sino que antes al contrario la estimula e incluso la sostiene, no me refiero a la pérdida de tu hijo Daniel, a la que me propongo aludir más tarde. Es otra cosa que ya asoma en De círculo y ceniza (1989), tu primer libro de versos, y que confiere a tu poesía una notable densidad humana. No se te ve defender en el poema causas más o menos nobles de forma explícita; no frivolizas; no eludes cierta crudeza en la expresión (“Al padre le han extraído la laringe. / Ahora su lengua es un músculo triste / que a veces da patéticas batallas.”); evitas la exhibición de pericia métrica, los conceptos abstractos, las hipérboles. No juegas en zona segura, con palabras que ya vienen doradas de la fábrica. Eso me gusta mucho de tu poesía: la belleza no fácil, no convencional. La fuerza.

PB. Agradezco esos juicios generosos sobre mi poesía, Fernando, que nacen, estoy segura, de que tenemos, como decía Eugenio Montejo, “el mismo ADN poético”. Porque también en la literatura funciona aquello de las “afinidades electivas”. Fuerza es algo que busco como lectora, y por eso me gustan autores como Shakespeare, Miguel Hernández, Blanca Varela. Y aclaro que puede haber mucha fuerza en la delicadeza, como en el caso de Emily Dickinson. En lo que a mí concierne, podría adelantar varias hipótesis, pero me centro en una: busco la fuerza expresiva como una forma de conjurar mis fragilidades y mis miedos. La literatura es un territorio donde uno puede reconstruirse, ir hasta el fondo, desentrañar. El poema puede llegar a ser un ejercicio compensatorio. Y también nos lleva a exponernos, a enfrentar riesgos. Mi poesía nace a veces del dolor, pero sobre todo, diría, de la insatisfacción, y de una perplejidad de ser que tuve desde la infancia y que en la adolescencia se resolvió en dura ansiedad. Escribir fue entonces transmutar en palabras mis angustias. Hoy, por fortuna, y a pesar de la persistencia del dolor, creo que escribo desde la serenidad pero también desde un escepticismo que elude la amargura. Y espero que esto se refleje en palabras rotundas, secas, honestas.

"Hay lectores que piden metáforas, escritura de calidad, virtudes que pueden obtenerse estudiando. Lo otro, la fibra humana, esa vibración que se comunica a la palabra escrita, te lo da la vida o no te lo da". Fernando Aramburu

FA. He sido mal marido de la poesía. En todo caso, no tan bueno como tú fiel esposa de dicho género; aunque, ahora que lo pienso, en repetidas ocasiones has echado una cana al aire en casa de la novela. Entre el verano de 1985 y el verano de 1986 pasé un año escribiendo textos breves con la idea de despoetizarme, esto es, de deshacerme para siempre de las manías de poeta: el cómputo de sílabas; la discriminación de una parte de nuestro vocabulario por considerarlo feo, ridículo, malsonante; el horror a los descosidos del estilo; la tendencia a la idealización; el miedo a ser demasiado explícito; la obsesión por la música de las palabras, etc. Viví el ingreso en la prosa como una liberación. De pronto, me podía permitir la descripción pormenorizada, el diálogo largo, la adopción de puntos de vista ajenos a los míos, el análisis, la gamberrada literaria, el recuerdo anecdótico, el feísmo... Eres culpable, perdón, autora de varias novelas más bien breves, con una escritura que conserva reminiscencias poéticas. Recuerdo El prestigio de la belleza, un texto de evocación que a ratos tiene como un regusto a poema. En tu última novela, Donde nadie me espere (enhorabuena, dicho sea de paso, por el buen gusto en la elección de los títulos), comienzas hablando en primera persona del miedo, la rabia, en fin, de las consecuencias subjetivas de los hechos del mundo, materia habitual de tus poemas. Se dijera que nunca pierdes de vista la poesía. Me puedo imaginar que tu dedicación a la novela quizá sea un complemento, una extensión, una variante de tu vocación poética, y no, como fue en mi caso, obra de una ruptura sin paliativos.

PB. Querido Fernando: ¡Qué ejercicio tan extraordinario y aleccionador el que hiciste en ese año! Como parte de un manual para un taller de escritura creativa estaría perfecto. Y hasta podría pensarse en que esa tarea de examinar vicios poéticos fuera obligatoria para los jóvenes escritores. En verdad es muy odiosa la narrativa que conserva los tics de la poesía, y también la poesía que se petrifica en gestos ya muertos, en lenguajes cansados y músicas perezosas. Yo siempre quise ser cuentista, lo único que no he sido. Y también novelista. Pero lo que se me impuso como un destino fue la poesía, a la que me dediqué de lleno hasta que regresó la nostalgia de la prosa y escribí, una tras otra, cinco novelas y un libro testimonial de carácter autobiográfico. Y la novela se me convirtió en una pasión desbordada. Al contrario que tú, mi territorio de libertad es la poesía. Y siempre he comparado la escritura de la novela con los trabajos forzados, lo cual no quiere decir que no otorgue placer: el que emana de la dificultad. Ahora bien, la novela que más amo es la que tiene cierto vuelo poético: Proust, Isak Dinesen, Bohumil Hrabal, algunos japoneses, John Banville, Cartarescu. Y sin duda por eso la mía puede estar impregnada del lenguaje poético. Aunque a mi favor debo decir que detesto que me metan gato por liebre, es decir prosa poética en vez de novela. Y que batallo cada vez más para encontrar, tanto en mi prosa como en mi poesía, un lenguaje despojado, seco, sin falsos lirismos ni deliberaciones poéticas.

FA. En 2013 publicaste Lo que no tiene nombre. Con dicho libro levantas a tu hijo Daniel un breve pero intenso monumento literario. Insisto en lo de literario pues opino que el libro excede con creces los límites del mero reportaje confesional. Esta especie de moderno Stabat mater brilla con luz muy fuerte entre tus obras. Sería deseable que no las opacase. Tu trayectoria literaria ya venía de antes y ha proseguido después. Te contaré una anécdota. En cierta ocasión, acudí a una librería española con el propósito de adquirir un ejemplar de tu Poesía reunida, publicada por la editorial Lumen en 2016. Dije tu nombre y la librera lo identificó al instante como el de la “escritora que escribió un libro sobre el suicidio de su hijo”. Al hacerle un sitio de honor a Daniel en tu literatura, logras que tu hijo cobre vida en la mente de tus lectores. Pudiera afirmarse que con ayuda de la palabra escrita se lo disputas a la muerte concebida como desaparición definitiva. Al conferir presencia a Daniel puedes acompañarlo con una materialidad que el recuerdo por sí solo no podría procurarte. De paso objetivas tu dolor, esto es, lo proyectas en un objeto externo, un libro, que no modifica el pasado pero le otorga diginidad. La escritura no te salva de nada, pero quizá te sirva para sobrellevar eso que a un tiempo no tiene nombre y reclama ser nombrado.

PB. Comienzo, Fernando, por tu apreciación de que en Lo que no tiene nombre levanto a Daniel un “monumento literario”. Cuando empecé a escribir ese libro, a dos meses del suicidio de Daniel, lo hice porque de pronto -rememorando lo que fue su lucha contra la enfermedad y el sufrimiento- se me reveló la fuerza adversa de un “destino”, en el sentido que a la palabra le dieron los griegos, que le fue poniendo todo tipo de trampas y de escollos a su deseo de vivir y de salvarse. Y es de esa conciencia del espíritu trágico de su lucha y su derrota de la que nació ese libro, que se propuso ser no mero testimonio sino literatura. Y fue así como, sin habérmelo propuesto, reconstruí a un Daniel sensible, atormentado y valiente, un personaje entrañable, como fue en vida. Que Daniel es ahora un personaje por el cual los lectores sienten enorme empatía sólo se me reveló cuando el libro salió a la luz. Y es que jamás se me habría ocurrido, por simple pudor, erigirle un monumento. De hecho reprimí toda exaltación de madre, toda idealización y desmesura. No escribí este libro como un desahogo ni tampoco con el objetivo de sanarme. Lo hice para entender, para hacerme preguntas -a sabiendas de que muchas no tenían respuesta- para recuperar lo perdido (porque también para eso sirve la literatura) y para desentrañar quién fue ese muchacho silencioso, tan apasionado por su arte, tan curioso y con una relación tan ambivalente con su propio talento. Pero finalmente, Fernando, porque lo único que tenía para sobrellevar mi dolor era mi oficio. Ese extrañísimo oficio de los escritores que nos hace pensar, insensatamente, que la realidad está incompleta si no la escribimos. Tienes razón cuando dices que se me conoce sobre todo por ese libro y que quizá opaque el resto de mi obra. No lo sé. Pero puede mirarse de modo inverso: tal vez Lo que no tiene nombre, que me consiguió tantos lectores no habituales, los lleve a mi poesía o a mis novelas. A eso aspiro y espero no defraudarlos.

FA. Mira que me daba cierto reparo traer a colación el asunto pensando en que acaso estuvieras cansada de hablar de Lo que no tiene nombre, punto menos que forzada a repetir las mismas cosas en un sinfín de intervenciones públicas y entrevistas. Recuerdo a tu compatriota Héctor Abad Faciolince, a quien, escriba lo que escriba, se le recuerda una y otra vez por El olvido que seremos. Héctor se confesaba harto de ejercer de hijo de asesinado de la mañana a la noche. Deseoso de librarse de la pesada carga, llegó a declarar en el periódico El País que ya no se sentía víctima. He sabido, por otro lado, que tuviste que soportar una carta insolente en relación a tu hijo Daniel. Yo pienso que tu libro testimonial salpica positivamente cuanto escribes en un sentido concreto: te prohíbe la frivolidad. No me alcanza la imaginación para creer que Piedad Bonnett pueda componer un poema sin eso que algunos llaman verdad humana o verdad personal. Hay lectores que piden metáforas, atención a causas nobles, escritura de calidad, altura de estilo, densidad de pensamiento: virtudes que pueden obtenerse por vía del estudio y la dedicación perseverantes. Lo otro, la fibra humana, esa particular vibración que se comunica a la palabra escrita, te lo da la vida o no te lo da, y aunque parezca un don concedido gratuitamente y a menudo doloroso, algunos lo consideramos indispensable para que germine en un texto la poesía.

"Si algo detesto es la impostura, que tanto abunda hoy en el arte y también, de cuando en cuando, en la literatura. En esa en la que adivinamos rebuscamientos y oscuridades que quieren pasar por complejidad y solo encierran humo". Piedad Bonnett

PB. Gracias, otra vez, Fernando, por pensar que en lo que hago hay “verdad humana o verdad personal”. Porque si algo detesto es la impostura, que tanto abunda hoy en el arte y también, de cuando en cuando, se encuentra en la literatura. En esa en la que adivinamos -porque esa veleidad siempre se transparenta- la deliberación formal para “epatar”, o rebuscamientos y oscuridades que quieren pasar por complejidad y sólo encierran humo. Y eso no quiere decir que la literatura no sea siempre artificio. Creo que la honestidad en el oficio no implica desnudamiento, y ni siquiera compromiso con la verdad, sino con lo que nos hemos propuesto, con lo que la obra pide y necesita, sin rendirnos jamás a lo accesorio o a lo efectista. Esa, creo, es la ética de la escritura literaria. La mirada del escritor verdadero, además, es siempre empática: una mirada que quiere comprender, en el sentido estricto de la palabra. Lo cual no implica que sea un ser siempre bueno, pero sí hondamente humano. Lo testimonial, por otra parte, que renace hoy con tanta fuerza, es un género que me encanta, por lo retador, pues fácilmente se puede caer en lo plano, lo facilón o lo estruendoso, lo impúdico. Y porque nos obliga a mirarnos siempre al sesgo, buscando un ángulo que de verdad revele algo inquietante, y no sólo a los lectores sino a nosotros mismos. También me gusta porque tengo algo de voyerista, como todo escritor que se respete.

FA. No falta en España un puñado de profesionales de la queja, personas que, con la autoridad moral que se conceden generosamente a sí mismas, lanzan reproches sobre la atención insuficiente que al parecer se presta entre nosotros a los autores hispanoamericanos actuales. El caso es que uno entra en una librería española medianamente surtida y encuentra sin dificultad libros tuyos, de Jorge Volpi, Eduardo Halfon, Leonardo Padura, Juan Gabriel Vásquez, Samanta Schweblin, Pedro Mairal, etc., mezclados en los anaqueles, por razón de la lengua, con los escritores españoles. Al revés, por cierto, que en la Argentina. Me hizo gracia ver en la bellísima librería el Ateneo Grand Splendid de Buenos Aires que los pocos escritores españoles allí representados estaban en la estantería señalada como Literatura Universal, mientras que todos los latinoamericanos formaban una unidad aparte. Me gustaría conocer tu vinculación literaria con España, si piensas que en mi país no se te presta la consideración que mereces y, ya de paso, si crees que les ocurre lo mismo a otros de tu condición.

PB. Tú tienes razón: las cosas han cambiado totalmente en los últimos veinte años. Recuerdo que a principios de los 90, que viví unos meses en España, un profesor universitario al que le recomendaba unos autores nuestros, contestó muy olímpico que no le interesaba para nada la literatura latinoamericana. Y parecía ser este un desinterés generalizado, a pesar de que ya habíamos vivido el llamado boom latinoamericano. Tampoco leíamos nosotros a los autores españoles del mismo modo que lo hicimos durante el XIX y primera mitad del XX. Hoy ustedes nos leen y nosotros los leemos bastante. Por otra parte, la proliferación de eventos culturales y ferias propicia un intercambio grande de libros y autores. Yo tengo muchos amigos escritores en España, he sido editada allá, y creo no equivocarme cuando digo que, después de Colombia, allí tengo el mayor número de lectores de mi obra.

FA. ¿Tú eres poeta o poetisa, o te da igual cómo te llamen?

PB. Poetisa me suena a recitadora, a velos y tules. La pobre palabra se desprestigió, a pesar de ser tan sonora como pitonisa o sacerdotisa. Pero es voz castiza, querido Fernando, y por tanto no me ofendo si así me llaman.

@FernandoArambur