Escrito para “poner a la luz del día cuantas bajezas y claudicaciones sorprendí en aquel suelo africano”, el libro arrasó en su tiempo pero como en él también lanzaba duros reproches contra la frivolidad de la aristocracia que campaba por Melilla, a la que acusó “de organizar fiestas y disfrazarse de enfermeras para recolectar dinero pero de no mandar personal sanitario al campo de batalla”, jamás se reeditó y resultaba inencontrable. El propio hijo del autor, el célebre reportero Enrique Mesenes (1929-2013), contaba en sus memorias (Hasta aquí hemos llegado, Ed. del Viento) que su único ejemplar desapareció en uno de sus viajes y que, cuando entrevistó al líder anticolonialista Abd el-Krim en El Cairo, el rifeño le enseñó el libro “pero se negó a regalármelo”. De hecho, sólo pudo conseguir un ejemplar tras fotocopiar el de la biblioteca universitaria de Valencia: “Lo encuaderné y por cinco mil pesetas tengo un facsímil con un prólogo de Antonio de Lezama”. El mismo prólogo, por cierto, que acompaña a la nueva edición de La cruz de Monte Arruit que lanza estos días Ediciones del Viento, gracias a que hace un año y medio su editor, Eduardo Riestra, descubrió un ejemplar en una librería de viejo y se decidió a publicarlo. No lo dudó, dice ahora, por su pasión por el tema africano y porque este libro “único” desvela lo ocurrido en los últimos restos del Imperio español “desde un punto de vista inédito hasta ahora, el de la alta sociedad que se implicó de verdad en la tragedia.”
El libro arranca en el París de la primera posguerra, el de las Vanguardias y las noches locas en las que triunfaba un joven cachorro de la mejor sociedad española, Enrique Meneses Puertas (1894-1987). Huérfano de padre y con una buena herencia que despilfarrar, el joven Meneses se dedica allí a llevar -según cuenta su hijo- “la vida de un perfecto playboy”. Vive con criado, tiene un coche último modelo, una avioneta que ha aprendido a pilotar y alterna la capital francesa con Biarritz.
La juerga decisiva
De fiesta en fiesta, entre bailes, apuestas, mujeres y champán, una noche escucha una conversación entre los chóferes que han traído a “sus señoritos” desde San Sebastián. “Mira éstos, divirtiéndose mientras el pueblo español llora el desastre”. Les pregunta de qué hablan y le explican que en Annual, en Marruecos, España acaba de perder algo más que una batalla: cien mil hombres. Su reacción inmediata fue hablar con sus dos mejores amigos, que decidieron alistarse como él de voluntarios. Y volvieron a España. Allí, como recordaba en sus memorias el hijo de Meneses, los aspirantes a héroes fueron rechazados por la Legión por las presiones familiares, pero insistieron hasta ser aceptados por distintos batallones y, tras disfrutar de las últimas juergas en Madrid, Biarritz y de nuevo Madrid, acabaron por embarcarse rumbo a Melilla.
Convertido ya en uno de los húsares de Pavía, en el corazón de Nador, Meneses no tarda demasiado en descubrir lo penoso de las instalaciones, de la cómida, la higiene y la desmoralización general. También comienza a escuchar a los supervivientes de Annual y las quejas de cientos de soldados que aguardan en Melilla una orden inminente para socorrer a los sitiados en Monte Arruit, sin apenas municiones ni alimentos. Están sólo a 32 kilómetros de la ciudad, pero la orden no llegará jamás. “Aquello -escribe Meneses- fue una gran vergüenza, la mayor que ha sufrido España. ¡Pensar que [...] no se intentó siquiera!”.
Meneses Puerta intentó alistarse de voluntario en la legión pero fue rechazado. No se rindió hasta ser aceptado y acabó embarcándose hacia Melilla
El problema, según descubre Meneses Puerta en La cruz de Monte Arruit, es que al Alto Comisionado no le interesaba jugársela por nadie: si fracasaban las fuerzas salvadoras nada podría librarle del descrédito tras lo de Annual. “Era su única disculpa; una gran vergüenza tapa a otra”. Pero con una lección terrible: si en el futuro “se sienten apurados los que defienden una posición, sabrán que nada tienen que esperar de sus generales ni de su patria, y que allí morirán solos, abandonados, a no ser que se escapen corriendo. En julio [Annual] los que más corrieron se salvaron y nada malo les ha ocurrido, ni han sido juzgados”. En su desesperada huida, los soldados españoles tiraban el dinero, el fusil, las municiones, “para que así el moro se entretuviese en recoger el botín y lograr salvarse”.
Para evitar otro episodio bochornoso, el Alto Comisionado ordenó a los sitiados en Monte Arruit que defendieran el fuerte y luego que se rindieran. El general Navarro obedeció y los rifeños respetaron su vida y la de unos cuarenta oficiales, que luego fueron liberados tras pagar un rescate, pero la inmensa mayoría de los soldados fue masacrada sin piedad y sus cuerpos permanecieron meses insepultos.
Meneses, mientras, comenzó su servicio, siempre con lúgubres presentimientos y una mezcla de curiosidad y temor que no le abandonará los meses que dure su aventura africana. De su primera salida recuerda el hambre, la sed, el calor, y las razias, que no eran sino robos en las casas abandonadas por los lugareños, llenas de despojos y ruinas que “servirían en España para dar rienda suelta a la fantasía”. “La guerra así me pareció muy poco seria”.
Para acentuar la sensación de absurdo, tras ese paseo al sol, tuvieron varios días de permiso. En uno de ellos (y no debieron de ser pocos) localizó a un viejo amigo, Gonzalo Villar, del que se decía injustamente en España que había huido de Annual desnudo y montado en un mulo, o incluso que había desertado a la zona francesa. Alojado en su casa, el hijo de Meneses aseguraba que su padre hizo traer de España su coche y a su chófer y que “dio algunas de las fiestas más sonadas de Melilla”. Al parecer, cuando obtenía un permiso, telegrafiaba al chófer para que fuese a buscarle al frente y de paso se traía a algún superior, generalmente conocido o amigo de su familia, lo que le garantizaba futuros permisos. “Las señoritas que acudían a las fiestas de mi padre venían de la Península y eran conocidas como unas cocottes de lujo. Parece ser que los vecinos se quejaban de las juergas, pero el comercio del barrio estaba encantado”.
Tras conseguir ser trasladado a Regulares para estar siempre en vanguardia y buscando el peligro, Meneses se dio de bruces con él: en la batalla de Sbu-Sba, el 22 de marzo de 1922, le dispararon un tiro en la cabeza y casi le dieron por muerto. Evacuado a España, le operaron un año después, pero cumplió su palabra y escribió su libro, lleno de aventuras, de denuncias y de amistad. Y pasó página después. Hasta hoy.