Emiliano Monge
Random House. Barcelona, 2019
400 páginas. 18,90 €. Ebook: 9,99 €
Dos obviedades y una tercera que también lo es pero a menudo olvidamos: un país es una institución, la familia es otra institución, y desde luego que la identidad individual, esa fábula según la cual uno se mantiene continuo en el tiempo, lo es en la misma medida y por las mismas razones. Aquí, entiendo que lo institucional se caracteriza por la creación de unas estructuras que resisten cualquier embate, diseñadas para ponerse en funcionamiento con autonomía respecto de sus integrantes, por no decir a su costa. Una institución, incluso si es fallida, no quiere que escapes de ella ni que se la desmonte desde fuera. La nueva novela de Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978), No contar todo, explica la historia del abuelo del autor, que se enreda con la del padre, y por supuesto ambas confluyen en la vida del propio Monge, tres réplicas del mismo fenómeno tectónico que sirven para narrar tres territorios diferentes. A saber: México y la naturalización de la “violencia masculina”; los Monge y su atracción por el abismo, más la huella en forma de silencio que esa atracción deja en los otros; y Emiliano Monge con su herencia y su biografía, que confluyen en una tentación recurrente: “La historia, ya lo dije, es un presentimiento. Aquel que más temprano o que más tarde susurra en el oído de mi estirpe, haciéndonos romper con el pasado”.
La cita se refiere a la inquietante tendencia al abandono o la desaparición de los Monge, un fenómeno que tuvo su punto álgido en el abuelo: un señor que simuló su propia muerte y sólo reapareció años después, cuando acabó la plata. ¡Si vas a escribir autoficción, ruega por tener a alguien así en tu familia! En el caso del padre, la lucha guerrillera fue el interruptor que le llevó a irse por primera vez. Luego conoció la tortura y la derrota, y se convirtió en un marido que a veces volvía de sus viajes y otras veces, no. Llegamos así a Emiliano, niño enfermo, adulto escurridizo, caja de resonancia de las peripecias ajenas. No contar todo pone todos estos elementos en juego gracias a un despliegue técnico admirable, concretado en un logro cada vez más inusual en la narrativa contemporánea: la creación verosímil de tres voces distintas, plenamente reconocibles. Monge es hábil: a Carlos Monge McKey lo conocemos a través de las páginas de un diario escrito en primera persona, en cambio Carlos Monge Sánchez se dirige a su hijo en una segunda persona apelativa, descaradamente oral y mexicanísima, y para hablar de sí mismo el autor ha reservado una tercera persona que toma distancia y contribuye a la confección de algunos de los pasajes autobiográficos menos complacientes que he leído en los últimos tiempos.
Monge consigue un logro cada vez más inusual en la narrativa contemporánea, la creación verosímil de tres voces distintas
“Nada importaba tanto como haber, de pronto, descubierto que uno puede renegar de su pasado y comenzar, de golpe, a ser distinto”, leemos en No contar todo, y en ese instante entendemos la raíz de un conflicto universal, el que lleva al individuo a intentar construirse frente a su herencia, con éxito no siempre remarcable. También leemos: “Estoy hablando de lo que pasa, al interior de una familia, cuando un hecho, un momento que lo parte todo en dos, sólo puede saberse entre todos; cuando ese instante, cuando esa cosa que nos marca no puede conocerse de manera individual o en silencio”. Y entendemos las claves naturalmente ocultas con que se descifran las dinámicas entre padres, hijos y hermanos. Finalmente, leemos que “en tu país cualquier asunto honesto está mal visto”, e intuimos las raíces de la violencia, su aroma a masculinidad turbia en espacios cerrados, y el centro de esos tres círculos institucionales terribles. En ese centro hay un coche en llamas donde se carboniza un falso cadáver, y un hombre que se prepara para escapar “a otra parte”: aquí nace un linaje. Por lo demás, no es nada extraño que estas páginas estén recorridas discretamente por dos imágenes: la “hondura” (recurrente en Monge) y el “vacío”. Son esos espacios paradójicos donde se oculta aquello que no se cuenta.