Prosas apátridas contiene, en palabras del propio Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994), “textos sin patria literaria... ningún género quiso hacerse cargo de ellos... Fue entonces cuando se me ocurrió reunirlos y dotarlos de un espacio común, donde pudieran sentirse acompañados y librarse de la tara de la soledad”. Entre el aforismo, el ensayo filosófico y el diario, esta obra de singular fuerza, publicada originalmente en 1975 y que ahora Seix Barral reedita con motivo del 90 aniversario de su autor, supone el testimonio espiritual de uno de los grandes autores de las letras hispanas del siglo XX.
Julio Ramón Ribeyro explora nuevas formas de representar una realidad que se percibe como irremediablemente fragmentada. Cada anotación es un suculento bocado de sabiduría sobre temas tan diversos como la literatura, la memoria y el olvido, la vejez y la infancia o el amor y el sexo. Su estilo, elegante y preciso, y su ironía y amarga lucidez dotan de unidad a estas páginas que captan la condición del hombre moderno en toda su profundidad.
En su prólogo a esta edición conmemorativa, el cineasta Fernando León de Aranoa reivindica el valor de este libro porque “cuando todo tiende a la simplificación, cuando los matices no cuentan y las certezas asientan sus sólidos cimientos sobre anteriores certezas, la lectura de estas prosas apátridas se hace todavía más valiosa, más necesaria. Porque ayuda a comprender la hermosa complejidad del mundo y, quizás lo más importante, enseña a mirar”.
Lee aquí las diez primeras prosas del libro de Ribeyro:
NOTA DEL AUTOR
El título de este libro merece una explicación. No se trata, como algunos lo han entendido, de las prosas de un apátrida o de alguien que, sin serlo, se considera como tal. Se trata, en primer término, de textos que no han encontrado sitio en mis libros ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos. En segundo término, se trata de textos que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo, al menos no los escribí con esa intención. Es por ambos motivos que los considero «apátridas», pues carecen de un territorio literario propio. Al reunirlos en este volumen he querido salvar- los del aislamiento, dotarlos de un espacio común y permitirles existir gracias a la contigüidad y al número.
No oculto que al tomar esta decisión tuve presente Le spleen de Paris de Baudelaire. No por una emulación pretenciosa, sino por el carácter relativamente «disparate» del conjunto y por tratarse de un libro, como dice el poeta en su dedicatoria, que es «à la fois tête et queue, alternativement et réciproquement» y que puede leerse en consecuencia por el comienzo, por el medio o por el fin. Aparte de ello, la mayor parte de los textos han sido escritos en París y, como en la obra del autor de Les fleurs du mal, esta ciudad figura nominalmente o como telón de fondo en muchos de estos fragmentos.
París, 1982.
1
¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte, ¿qué quedará de todo esto? Quizás sólo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos, a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso ele- mental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión, ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean-Paul Sartre? ¿Por qué a François Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolver- nos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.
2
Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad.
3
El sentimiento de la edad es relativo: se es siempre joven o viejo con respecto a alguien. César Vallejo dice en un poema en prosa que por más que pasen los años nunca alcanzará la edad de su madre, lo que es cierto además. Es comprensible que los hombres de cuarenta o cincuenta años sigan sintiéndose jóvenes, pues saben que todavía hay hombres de setenta u ochenta. Sólo cuando se llega a esta última edad comienzan a escasear los puntos de referencia por la cima. Los octogenarios se sienten pocos, es decir solos, viejos.
4
Teoría del «error inicial»: en toda vida hay un error preliminar, aparentemente trivial, como un acto de negligencia, un falso razonamiento, la contracción de un tic o de un vicio, que engendra a su vez otros errores. Carácter acumulativo de éstos. Al respecto: imagen del tren que, por un error del guarda-agujas, toma la vía equivocada. Más justo sería decir por un descuido del conductor de la locomotora. Más justo todavía imputarle el error al pasajero, que se equivoca de vagón. Lo cierto es que al pasajero se le terminan las provisiones, nadie lo espera en el andén, es expulsado del tren, no llega a su destino.
5
Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedarán misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental, del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a fuerza de sociabilidad, un carácter casi impersonal y anodino, como el del funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se conoce: cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es sólo la mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué decir del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de…? Apollinaire habla de las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar.
6
La locura en muchos casos no consiste en carecer de razón, sino en querer llevar la razón que uno tiene has- ta sus últimas consecuencias: el hombre, como leí en un cuento, que trata de clasificar la humanidad de acuerdo a los más variados criterios (negros y blancos, negros al- tos y blancos bajos, negros altos flacos y blancos bajos gordos, negros altos flacos solteros y blancos bajos gordos casados, etc.) encontrándose así en la necesidad de formular una serie infinita; un hombre que vino a la Agencia para proponer algo aparentemente muy sensato: reunir a los grandes jefes de Estado, al Papa, al secretario general de la ONU, etc., en torno a una Paella universal donde se resolverían amigablemente los problemas mundiales; aquel otro que vino para informar- nos que había presentado una demanda judicial contra la Unión Soviética para que devolviera a España el oro que se llevó durante la República. Su argumentación desde el punto de vista histórico y jurídico era inatacable, pero, llevada a la práctica, era un acto de demente. Lo que diferencia este tipo de locura de la cordura no es tanto el carácter irracional de la idea incriminada, sino el que ésta contenga en sí su propia imposibilidad. Los locos de esta naturaleza lo son porque han aislado completamente su preocupación del contexto que los rodea y no tienen en cuenta así todos los elementos de una situación o, como se dice, todos los imponderables de un problema. De allí que esta forma de locura tenga tantas similitudes con la genialidad. Los genios son estos locos más una cualidad: la de encontrar la solución de un problema saltando por encima de las dificultades intermediarias.
7
Lugares tan banales como la Prefectura de Policía o el Ministerio de Trabajo son ahora los templos délficos donde se decide nuestro destino. Porteros, valets, empleadas viejas con permanente y mitones, son los pequeños dioses a los que estamos irremediablemente so- metidos. Dioses funcionarios y falaces, nos traspapelan para siempre un documento, y con él nuestra fortuna, o nos cierran el acceso a una oficina que era la única en la cual podíamos redimirnos de alguna falta. Los designios de estos diosecillos burocráticos son tan impenetrables como los de los dioses antiguos y, como éstos, distribuyen la dicha y el dolor sin apelación. La empleada de Correos que se niega a entregarme una carta certificada porque el remitente ortografió mal una letra de mi apellido es tan terrible como Minerva desarmando a un soldado troyano para dejarlo indefenso en manos de uno griego. Muertos los viejos dioses por la Razón, re- nacieron multiplicados en las divinidades mezquinas de las oficinas públicas. En sus ventanillas enrejadas están como en altares de pacotilla, esperando que les rindamos adoración.
8
Calvo, obeso, majestuoso, con sus modales llenos de unción, el barredor de la Agencia me da siempre la impresión de un obispo que, a raíz de alguna injusticia, ha sido despojado de sus vestiduras sagradas. Cuando lo veo recorrer en overol los pasillos, con su aire recogido,sonriente y benévolo, imagino lo bien que se le vería celebrando una misa o presidiendo una ceremonia de canonización. Habla solo, saluda obsequiosamente a todo el mundo, es un pacífico demente. Fue un redactor que, atacado de locura erótica, trató hace muchos años de violar a una secretaria en un ascensor. No lo echaron de la oficina, pero cuando salió de la casa de re- poso, desmemoriado y aparentemente feliz, lo rebajaron al cargo de barrendero.
9
Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos.
10
Mirando el gato del restaurante: la maravillosa elegancia con que los animales llevan su desnudez. Hace tiempo comprobé eso en los perros, en los caballos. No hay en los animales nada de ridículo ni de desagradable. Si alguna vez sus posiciones o sus actos nos fastidian es por su semejanza con los actos o posiciones humanas: por ejemplo, cuando los animales hacen el amor.