Edición de Jorge de Cascante
Blackie Books. Barcelona, 2019. 416 páginas. 24,90 €
Tras la excelente antología que el pasado año dedicó la editorial Reino de Cordelia a Chumy Chúmez, este 2019 nos ha traído otra recopilación que recupera el quehacer de Miguel Gila (Madrid, 1919 - Barcelona, 2001), en la que, a diferencia de la que yo preparé para Círculo de Lectores en el 2005, rescatando únicamente su vertiente de humorista gráfico, Jorge de Cascante ha querido conferirles también un lugar de honor a los excelentes monólogos de aquel humorista que forma parte también, con pleno derecho, de nuestra memoria colectiva.
Hasta que logró el éxito en los años cincuenta, la vida de Gila, que aquí también está presente, dosificada con sus propias palabras, fue la de un luchador que intentaba escapar al fatum de su humilde condición social, y que él recreó muy a menudo con una puesta en solfa de la lógica, deudora de autores como Enrique Jardiel Poncela o Tono, pero sobre todo de Mihura, y que luego enturbiaría innecesariamente con una serie de pasajes en sus textos autobiográficos al objeto de construirse una vida que le resultase más satisfactoria que la auténtica.
Ya en aquel primer Gila al que Álvaro de Laiglesia abrió las puertas de La Codorniz en 1945, muy en línea también con los trabajos de los 3Ozores3 (de uno de los cuales, el malogrado José Luis, sería un gran amigo), estaban las bases del monologuista que más tarde nos deslumbraría con el absurdo de las situaciones a las que entonces sometía en sus viñetas a unos personajes de grandes narices, representados con un dibujo no especialmente brillante, pero tremendamente eficaz en su simplicidad y desgarro.
La popularidad, empero, no se la confirieron aquellos chistes desencantados con el raciocinio de nuestra especie, empeñada en inferirse daño de continuo, sino, a partir de los años cincuenta, la presencia habitual en los teatros y las salas de fiestas, y, singularmente, sus intervenciones en Radio Madrid, que hicieron llegar hasta el último rincón de España su visión escéptica de una sociedad que quería esconder a algunos de los arquetipos que mejor la retrataban en su condición bronca, como esos paletos que tenían como referente a su propio primo Crescencio.
El ingenio de Gila nos llega como un aliento fresco que da la réplica a la mediocridad ambiental
Así fue como lo descubrí yo y toda una generación, que vimos en él, como en el ya citado Chumy, o en Rafael Azcona, o en Luis García Berlanga, un espejo de nuestros pecados capitales más aquilatados a base de alimentarlos con la mayor de las naturalidades.
Sus problemas con la justicia, debido a una relación extramatrimonial, perseguida con la saña policial propia de la época, le llevarían a instalarse con su pareja en Argentina, donde encontró algunas almas gemelas locales del dibujo del absurdo, como Oski o Landrú, pero donde fundamentalmente perfeccionó sus recursos en la escena, administrando cada vez mejor los silencios y el tono de sus exposiciones en primera persona sobre las tablas.
A los españoles, nos lo devolvió Chumy Chúmez en los años setenta, cuando le convocó para las páginas de Hermano Lobo, aquella publicación que vino a superar la inercia de La Codorniz. Y enseguida la televisión y la publicidad (aquí de la mano de Luis Bassat) volvieron a encumbrarlo definitivamente sin que, hasta su muerte, declinara ya la estrella de su popularidad.
Hoy, dieciocho años después de su desaparición física, su ingenio, como pone de manifiesto esta antología, sigue igual de vivo que siempre en tanto hunde sus raíces en la persistencia de nuestro empecinamiento como seres humanos en un egoísmo que no contempla la existencia de los otros más que como objetos de nuestros peores deseos e inclinaciones. Pero lo más positivo de esta obra, al margen de su impulso vindicativo de Miguel Gila, es que nos llega como un aliento fresco que da la réplica del ingenio libertario que encierra a una corrección política que hoy pondría en jaque algunos de sus mejores chistes y a una mediocridad ambiental que aspira a rendirnos por asfixia a los que celebramos la impugnación de lo que en esencia somos.