La muerte de Jesús
La trilogía de Jesús que concluye J. M. Coetze con esta obra es una parábola sin moraleja. Literatura en estado puro
24 junio, 2019 02:08J. M. Coetzee
Traducción de Elena Marengo
Literatura Random House. Barcelona, 2019
192 páginas. 17,90 €. Ebook: 7,99 €
Los grandes escritores no cesan de reinventarse. Coetzee ha realizado una asombrosa pirueta en las postrimerías de su carrera, alejándose del orbe literario que había construido. La muerte de Jesús finaliza la trilogía sobre un niño llamado David que vive entre el asombro y la perplejidad. A los diez años no sabe nada de su pasado, salvo que Simón e Inés, los adultos que lo cuidan, no son sus padres y que su existencia no es fruto del azar, sino de un oscuro designio. Ignora por qué ha nacido, pero intuye que encarna un destino. Aunque sus orígenes se han borrado de su memoria, perdura la certeza de haber irrumpido en la vida con una misión. Su única guía es un ejemplar del Quijote, que lee obsesivamente, y la intuición pitagórica de habitar un cosmos gobernado por los números. Danzarín extraordinario y futbolista notable, detesta la aritmética y ejerce una misteriosa influencia sobre los animales. Despierto y elocuente, sus relatos hipnotizan a niños y adultos. En el ficticio país hispanohablante donde transcurren sus días, todos advierten que no es un niño más, sino alguien especial. No hará milagros, no formulará reglas morales, no despejará ningún enigma, pero nada será igual tras su breve paso por la tierra.
Coetzee se ha atrevido a abordar uno de los mitos cruciales de la civilización occidental: la historia del joven rabino de Nazaret al que la posteridad proclamó hijo de Dios. No lo ha hecho con los recursos de la novela histórica, sino con los medios de la literatura distópica, que esboza un futuro imaginario sin la necesidad de alterar las leyes naturales. Con una prosa limpia, desapasionada y precisa, el Nobel sudafricano concluye brillantemente la saga que despegó con La infancia de Jesús y continuó con Los días de Jesús en la escuela, dos obras con una densa atmósfera trufada de símbolos. Poesía, filosofía y mitología circulan por una peripecia que había producido desconcierto en las anteriores entregas. Algunos plantearon que Coetzee se había permitido una extravagancia de dudoso valor literario. No es así. La trilogía de Jesús es una parábola sin moraleja, una fantasía que deja todas las incógnitas abiertas, un mito que no ofrece respuestas. Dicho de otro modo: es literatura en estado puro, sin vasallajes con los discursos hambrientos de certezas. Coetzee no pretende enseñar nada. Sólo es un testigo de la fragilidad del ser humano, abrumado por el temor de haber sido arrojado a un cosmos sin propósito ni finalidad. David no es una versión actualizada de Jesús, sino una interrogación más sobre un personaje afincado entre el mito y la historia, el fraude y la ensoñación.
La trilogía de Jesús es una parábola sin moraleja. Literatura en estado puro, sin vasallajes con los discursos hambrientos de certezas
Como podría esperar el lector de las novelas anteriores, La muerte de Jesús es una parodia de la pasión de Cristo, del penoso camino hacia un Gólgota que no se alza en un árido desierto de Oriente Medio, sino en un país que parece encallado entre un pasado muy cercano y un porvenir difuso. Tras fugarse de un reformatorio y estudiar en la Academia, David completa su itinerario vital en un orfanato llamado Las Manos. El doctor Julio Fabricante es el director y entrena a un equipo de fútbol. Se fija en David y le propone jugar contra los chicos de su hogar para huérfanos. David siempre se ha sentido huérfano. Aunque Simón e Inés se ocupan de él, experimenta desamparo y abandono. Su visión de la realidad es peculiar y precoz. Aprendió de Ana Magdalena, segunda esposa de Juan Sebastián Arroyo, director de la Academia, que los números enteros son entes celestiales. Existían antes que el mundo físico y existirán cuando éste se extinga. Son la matriz de todo y el lenguaje oculto del universo.
Coetzee flirtea con el platonismo, pero sin transigir con el cristianismo, su vástago más conspicuo. La vida no se acaba, pero eso que llamamos el "yo" no perdura bajo ninguna forma. Tenemos los días contados. No hay resurrección, pero sí una eternidad impersonal. Cada vez que se apaga una conciencia, surge otra. Son los puntos de claridad y racionalidad de un universo acechado por la oscuridad y el absurdo. Como advierte David, el Quijote no es menos real que cualquier hombre. Todas las creaciones humanas añaden algo al cosmos, introduciendo cambios permanentes en la trágica historia del devenir. O dicho de otro modo: todos los hombres son el mismo hombre, como apuntó Borges. La muerte individual es irrelevante porque la vida de la especie prosigue, acumulando recuerdos, enseñanzas, conceptos. De hecho, lo que sabemos procede del pasado, que sigue vivo en nosotros. Quizá la misión de David era mostrarnos eso, pero nuestra sed de absoluto, insatisfecha, se niega a reconocer la trascendencia de un mensaje tan nítido y humilde.
'La muerte de Jesús' no es el capricho estrafalario de un narrador en su ocaso, sino una obra original, ambiciosa y valiente
¿Por qué David? Porque Jesús desciende del linaje del rey David. Coetzee elude el nombre de Jesús en el texto. No creo que su propósito sea confundir al lector, sino rehuir lo explícito y banal. Prefiere prodigar las alusiones y propiciar la exégesis. "¡Yo soy el que soy!", exclama David, haciéndose eco de la teofanía del Éxodo. No lo dice con alegría, sino con tristeza. Dios vive recluido en la soledad más implacable. Engendrar un hijo no le ha salvado de esa amarga situación. David ha fracasado como redentor de un mundo imperfecto. No ha podido evitar que su perro Bolívar se coma a un cordero. No hay inocentes ni culpables en la dura lucha por la supervivencia. Simplemente, la naturaleza es así. David no expresa esta idea de forma directa, sino en el relato que interpola en el Quijote sobre 'Marfil', un caballo blanco, y 'Sombra', un caballo negro. 'Sombra', que representa las pasiones más oscuras, se impone a 'Marfil', adalid de la armonía y el equilibrio. Thanatos reina sobre Eros. El instinto se impone a la razón. El afán de sobrevivir es mucho más poderoso que la misericordia.
Al igual que Jesús, David es divinizado por sus seguidores, que exhiben un ataúd vacío, afirmando que no ha muerto. Dmitri, el asesino de Ana Magdalena, se presenta como su apóstol más fiel, una especie de Pablo de Tarso con la misma escasez de escrúpulos para adulterar los hechos. Coetzee lanza un guiño a Dostoievski, utilizando el nombre del falso parricida de Los hermanos Karamázov. Se especula que David muere porque en el hospital le han extraído hasta la última gota de su sangre. ¿Muere por amor al hombre? No, muere de impotencia. Las profecías de Isaías son falsas: el león y el cordero nunca pastarán juntos. No existe el paraíso. Perdonar no repara el daño causado. De hecho, David se niega a perdonar a Dmitri por el asesinato de Ana.
La muerte de Jesús no es el capricho estrafalario de un narrador en su ocaso, sino una obra original, ambiciosa y valiente. Sería un error interpretarla como una apología del pesimismo. David es un cometa, un pájaro, el heraldo de un vitalismo dionisíaco. Sus pasos de baile, ebrios de dicha, nos piden que no pensemos en el mañana, sino en el instante. No debemos perder el tiempo con la filosofía o la teología, es mejor danzar, olvidarnos de la mente y dejarnos llevar por el cuerpo. No existe la verdad. Sólo hay equívocos, malentendidos e imposturas. No hay ningún porqué. Sólo hay vida, un devenir que fluye sin descanso, renovándose con cada ser que nace. Saber eso debería ser suficiente. No pidamos explicaciones ni justificaciones al milagro de existir. David no deja nada escrito. Sólo efímeros pasos de baile que nos hacen sonreír y pensar que el mundo es realmente un lugar hermoso.