El libro de las aguas es abisal y fascinante, produce mucha urticaria y es a la vez cursi y obsceno, ambivalente y complejo, desagradable y brutal, exquisito e impasible, raro e inclasificable, exactamente igual que su autor. Eduard Limónov (Rusia, 1943) ha sido admirador de Baudelaire, costurero, poeta, guerrillero, amante celoso, exiliado y perseguido; líder del Partido Nacional Bolchevique, megalómano, arrogante y misógino despreciable. Pero también ha sido un escritor clarividente, capaz de iluminar las verdades más incómodas de nuestras vidas.
Escritas desde el encierro de la cárcel, estas memorias crudas y violentas se mueven entre lo punk y lo sentimentaloide, entre lo cínico y lo puro, entre la bajeza moral más execrable y la mirada precisa capaz de revelar las bellezas más insignificantes de la existencia humana. Limónov recorre el mundo porque siente que el mundo es suyo y que le debe algo: como el bohemio sanguinario que es, el autor recorre sin transición geografías de muerte y guerra y paraísos de asceta. Consciente de su poder como macho alfa y poeta eslavo, esta criatura extraña se ahonda en su megalomanía para hacerse literatura hiriente y palabra incómoda: no se trata tanto de una provocación (ni me inmuto ante su resumen de vida: "Fusiles y semen en los orificios de mis hembras amadas") sino de una escritura agotadora: la perspectiva del autor, que mira la realidad desde más abajo de las rodillas, deja un paisaje de relaciones humanas devastador y terrible, insoportable e impúdico; diría que, para desgracia nuestra, absolutamente reconocible.
Limónov es un romántico en el amor y en la guerra; la vida se manifiesta aquí arrolladora; sus recuerdos acuosos no son un lago apacible sino más bien una lluvia torrencial que lo destroza todo, incluso casi también al lector. Pero, por favor, aguanten: estas memorias, organizadas alrededor de la evocación de las aguas en las que se ha bañado Limónov desde que en 1972 se hiciera la promesa de bañarse en cualquier extensión líquida que encontrara, rompen con la linealidad del tiempo y nos sumergen en la vida salvaje que nunca tendremos porque de verdad que no la queremos.
Limónov escribe la crónica de sí mismo y, de paso, la de la URSS y su desaparición, la crónica de Occidente desde la periferia
Y es que este hombre, agreste y abominable, pierde la capacidad para la belleza en cuanto asoma el insulto misógino o el fascismo, siempre tan gratuito. Repugnante y contradictorio, Limónov es, en realidad, inexplicable y un poco ridículo. Casi digno de compasión, tan desvalido, el pobre. Pero no, no me han cogido con la guardia baja: el autor de El libro de las aguas es pura arrogancia de macho todopoderoso: por su memoria desfilan sus mujeres amadas, grandes damas y perturbadoras ninfas: artistas, pensadoras, activistas políticas, poetas, cantantes punky, modelos; sin embargo, él insiste en describirlas en sus amodorramientos y en sus fragilidades óseas, en sus adicciones y sus infidelidades y en su capacidad de retenerlas a su lado.
No lo niego, Limónov es a veces un escritor excepcional, un hombre que sabe mirar, un loco que se enfanga y se llena de mierda para entender cuál es el mundo en el que vive. Existencia y escritura se mezclan en el autor y en su obra de un modo extraño y perturbador. Se ha construido un personaje literario que en la vida real es agresivo y lleva armas, se corta las venas y se emborracha hasta el desmayo. Con la piel más curtida que mil marineros y más tiros pegados que un escuadrón de la muerte, Limónov escribe la crónica de sí y, de paso, la crónica de la URSS y de su desaparición, la crónica de Asia y de Occidente desde la periferia, más allá de los vertederos de la historia. Porque Limónov es desmesurado y por eso su literatura es agotadora, insultante, primitiva, obscena. Es mejor no molestarse, no caer en su provocación.
Limónov es un tipo que se ha creído la épica de los héroes y lo putas y peligrosas que son las mujeres. Limónov es, en el fondo, un señor del siglo XX: un tipo infame, un eslavo tan ajeno a mí y a nuestra cultura que de vez en cuando nos escupe temblorosas verdades. Y yo, que no lo leería, lo he hecho y no me arrepiento nada porque convulsionar y conmoverse y sentir asco y pena y comprender a otro radicalmente distinto es algo milagroso, o casi. Pero ¡ay! Limónov, qué nada te quiero.