Las cualidades que convierten a Seymour Hersh (Chicago, 1937) en un periodista de primera –su ajetreo, su chaladura, su instinto de rapaz nocturna para sacar a la luz un hecho radiactivo y, a continuación, situarlo en primera plana–, hacen de él un autobiógrafo de segunda. Al igual que un sabueso o un kamikaze (a veces al lector le recuerda a cada uno de ellos), no está hecho para la reflexión. En Reportero, su nuevo libro de memorias, está todo, si por "todo" entendemos los detalles guardados en archivadores que hay detrás de sus reportajes más importantes. Hersh ganó el premio Pulitzer en 1970, cuando tenía treinta y tres años y trabajaba como periodista independiente, por el artículo en el que revelaba la masacre perpetrada por las tropas estadounidenses en la aldea de My Lai durante la Guerra de Vietnam.
Pronto fue contratado por The New York Times, y durante la década de 1970 y principios de los 80, llevó a cabo un trabajo excepcional como reportero escribiendo sobre el Watergate, los bombardeos secretos de Camboya y el espionaje de la CIA a los estadounidenses que protestaban contra la guerra.
En un momento posterior de su trayectoria profesional, cuando colaboraba con The New Yorker, fue uno de los principales responsables de las advertencias al mundo de que, en la cárcel de Abu Ghraib, en Bagdad, los estadounidenses torturaban a los prisioneros.
Para los protagonistas de Hersh, convertirse en objeto del interés de este es como tener al Barón Rojo tras sus pasos. El periodista provocó la paranoia de Kissinger ("Sy Hersh me persigue"), y William Colbin fue grabado diciendo, "conoce este sitio mejor que yo". Era tan monotemático que, a principios de la década de 1970, conoció a John Lennon y Yoko Ono en una fiesta y no tenía ni idea de quiénes eran. "¿Cómo iba a saberlo?", dice en su nuevo libro. "Ninguno de los dos tenía nada que ver con el Watergate".
Hersh fue responsable de advertir al mundo de que en Abu Ghraib los estadounidenses torturaban a los prisioneros
Si rara vez Hersh parece completamente humano, con su libro ocurre lo mismo. El autor acumula detalles sobre normas y fechas de entrega, mientras que la mayor parte del tiempo deja de lado a las personas de carne y hueso. Por ejemplo, su esposa y sus hijos casi siempre aparecen como un añadido. Omitir los asuntos familiares no es un pecado mortal. El libro se titula Reportero, no "marido" ni "padre". Christopher Hitchens, en su autobiografía Hitch-22, también dejó al margen su vida amorosa y familiar, pero su obra rebosaba de recuerdos de amistades y caudales de gozo y dolor humano. Su autor sabía aquilatar a una persona, a menudo con humor, en un párrafo o dos. En este aspecto, Reportero deja que desear.
Hersh conocía a casi todas las personas influyentes del periodismo estadounidense. Daba largos paseos con su iconoclasta mentor Isidore Stone y solía jugar al tenis con Ben Bradlee, así como con Bob Woodward y el fiscal de distrito Robert M. Morgenthau. Veía películas con Daniel Ellsberg, bebía martinis con su vecina, la columnista Mary McGrory y jugaba al póker con otros compañeros de profesión. Pero apenas si evoca algo de ellos. No hay trama y falta contexto. Parece como si todos fuesen John y Yoko. Ve a los demás, pero no cuentan.
El autor era hijo de emigrantes llegados a la isla de Ellis y se crió en el South Side de Chicago. Su padre era propietario de una tintorería en un barrio pobre, negro en su mayoría. Trabajar en él cuando era joven, relata, le ayudó a adquirir el don de la conversación. No fue muy buen estudiante, así que hizo dos años de formación profesional de grado medio hasta que un profesor vio que prometía como escritor y consiguió que entrase en la Universidad de Chicago. Estuvo un tiempo en la facultad de Derecho antes de enamorarse del romanticismo del periodismo de Chicago al estilo Ben Hetch.
Le entusiasmaron los teletipos de las agencias que utilizaban los viejos profesionales, "un hecho detrás de otro, nada más, sin análisis, presentados en una prosa limpia y sobria con una presión martilleante", y trabajó en varios periódicos pequeños antes de que en 1956 lo asignasen a las oficinas de Washington de Associated Press. Había conseguido despegar.
Aunque la luz de encendido no brille con toda su intensidad, este libro sigue siendo testimonio de una gran trayectoria profesional
Hersh sintió profundamente la injusticia de la guerra de Vietnam y aborrecía todo lo que la encubriese. Durante un breve periodo, fue secretario de prensa del senador McCarthy en su quijotesca candidatura a la presidencia. Para consternación del periodista, el senador dejó plantado en el último momento a un importante recaudador de fondos para irse a ver una versión cinematográfica de Ulises, de Joyce, que contenía una exclamación vulgar poco frecuente en las películas de la época.
A decir verdad, en el libro no faltan las historias. El relato de las batallas de Hersh con su archienemigo y aliado periodístico Abe Rosenthal, legendario director de The Times, hace las delicias del lector. A Hersh le irritaba lo que él consideraba la mentalidad excesivamente cautelosa de The Times. A Rosenthal, por su parte, le gustaba alborotar el pelo a Hersh y preguntarle, "¿Cómo está mi rojillo?".
Por razones legales, los editores del periódico limaron tanto uno de sus trabajos –una serie de 1976 sobre el abogado de la mafia Sidney Korshak– que Hersh tiró la máquina de escribir por la ventana del despacho. Puede que la mejor historia sea la que cuenta cómo Lyndon B. Johnson defecó en un camino de tierra delante del periodista Tom Wicker para mostrarle lo que pensaba de su trabajo.
En los últimos años, Hersh suele publicar sus textos, incluido un artículo sobre la incursión que acabó con la vida de Osama bin Laden, en medios de menor difusión. Algunos de sus reportajes han sido refutados, y ha recibido críticas por su tendencia a hacer declaraciones públicas que van más allá de lo que los hechos que él ha elaborado corroborarían. A este respecto, comenta: "Me alegrará permitir que sea la historia la que juzgue mi trabajo reciente".
Muchos periodistas bregados nos han dejado o están a punto de dejarnos, y da la sensación de que no nos llegarán muchas más autobiografías como esta. Aunque la luz de encendido no brille con toda su intensidad, el libro sigue siendo testimonio de una gran trayectoria profesional. Hersh nunca ha descuidado la calidad ni ha dejado de arriesgarse para superar de un salto unas fechas de entrega exigentes. Envíenlo a cualquier bosque y volverá con dos puñados de puntas de flecha, una caja de seguridad enterrada y un puro.
Actualmente, Hersh trabaja en un libro sobre Dick Cheney, que lleva décadas odiándolo. Juzguemos a la persona por sus enemigos. Voy a reservarlo ahora mismo.
© New York Times Book Review