Parece que el centenario del nacimiento de Iris Murdoch está sirviendo para catalizar por fin, y consolidar, al menos en España, la reputación siempre difusa de esta escritora maravillosa. Algo tendrá que ver con ello, me digo, la tenaz labor de proselitismo que desde hace años viene desarrollando un puñado cada vez más numeroso de admiradores entusiastas, entre los que se cuentan –y no en último lugar– los participantes de este dossier de homenaje.
El encanto de las novelas de Murdoch es tal, que obra en contra de su prestigio. A este propósito, ya una vez cité desde aquí mismo lo que escribió Borges sobre Pasaje a la India, de E. M. Forster: "Sé de lectores muy austeros que han dicho que nadie les convencerá de la importancia de un libro tan ameno". La obra entera de Murdoch se resiente de una rémora semejante. Hace falta acudir a la autoridad de lectores tan eminentes como Martin Amis, Harold Bloom, A. S. Byatt, Anthony Burgess o Steiner para persuadirse –¡a buenas horas!– de que uno se las está viendo con una de las más relevantes, audaces y concernientes novelistas del siglo XX, y la que con más convencimiento confió en los poderes de la literatura como instrumento de la verdad.
A la lectura de Iris Murdoch me condujo mi trabajo como editor de las obras completas de Elias Canetti. Otro día les hablaré de la relación entre ambos. Pero lo que sobre todo me decidió a leer las novelas de Murdoch fue el enterarme de la veneración que le profesaba mi –a su vez– venerado Álvaro Pombo, el novelista español que mejor ha integrado y asimilado, para fortuna de todos, el magisterio de Murdoch (seguido, cada vez más cerca, por Torné).
El encanto de las obras de Murdoch es tal que obra contra su prestigio, pero es de las más relevantes y audaces
Uno de los efectos característicos de las siempre edificantes novelas de Murdoch es el de hacer sentir como una especie de mandato el impulso de incitar a otros a su lectura. Lo mueve a uno la convicción de estar haciéndoles un bien moral que ha de repercutir, en última instancia, en una mejora del mundo. Puede que les parezca que estoy exagerando un poco; pero sólo un poco, créanme. El caso es que la risa y el entretenimiento, sin duda, pero también la ejemplaridad de tantas situaciones novelescas –siempre divertidamente complejas– en que se exploran, con extraordinaria penetración psicológica, las conexiones entre lo bueno y lo real (entendiendo por bueno cuanto contribuye a reconocer la realidad tal cual es, sin el velo de las ilusiones personales), constituyen toda una invitación a ensayar para uno mismo lo que se entiende por una vida recta. Me he referido alguna vez a la narrativa de Murdoch como "una épica de la virtud".
Iris Murdoch es la gran fabuladora del enamoramiento, para mucha gente –dice– "la experiencia más extraordinaria y más reveladora de su vida". Es, además, una asombrosa indagadora de la pasión amorosa, el tablero en que opta plantear los dilemas morales que abruman a sus personajes. "El amor es una cosa extraña", se lee en El sueño de Bruno. "No hay duda de que él y sólo él mantiene el mundo en movimiento. Es nuestra única actividad significativa […] Suena la señal, y la gran luz se enciende revelando quizá la realidad o quizá la ilusión […] El amor no conoce convención alguna. Todo puede suceder, así que en cierto modo, en un terrible, terrible cierto modo, no hay ninguna imposibilidad."
De estas palabras cabe derivar toda la poética narrativa de Murdoch, que tampoco conoce convención alguna. En sus novelas, de corte aparentemente realista, todo puede suceder. Se trata de enrevesados y descacharrantes vodeviles en los que la autora fuerza con radical y alegre desinhibimiento el sentido de la verosimilitud. Por grande que sea la felicidad que aportan y la adicción que suscitan, no recomiendo leer seguidas las novelas de Murdoch, que tienen algo de partidas de ajedrez en las que se repiten, de una a otra, determinados tipos de personaje, determinados movimientos. Mucho mejor dejar transcurrir el tiempo suficiente para retomar, con impaciencia contenida, la portentosa y divertidísima mecánica de su imaginación.
Entretanto, cabe esperar que se traduzcan por fin (¡por favor!) algunos títulos pendientes aún, y que se recuperen de una vez títulos tan absolutamente recomendables como La campana, Una derrota bastante honrosa o La máquina del amor sagrado y profano, por mencionar tres que pertenecen a la abultada lista de sus novelas más memorables (casi todas), cada una de las cuales se basta por sí sola para persuadir al lector más reticente del genio y la bondad impagables de quien, con sobrados motivos, fue considera en su día "la mujer más brillante de Inglaterra".