Posiblemente algunos de ustedes recuerden la divulgación en España, en los años ochenta, del concepto "línea clara", impulsado aquí por la revista Cairo, que se asoció a una joven corriente del cómic que quería rescatar el aroma gráfico y temático de las historietas de Hergé y otros maestros de la escuela francobelga. Se veía como abanderados de la misma al neerlandés Joost Swarte, que se atribuyó la invención de la etiqueta, pero también a creadores como Ted Benoit, Floc’h, Serge Clerc o Yves Chaland (Lyon, 1957-cercanías de París, 1990), y su desembarco en nuestro país fue acompañado por una absurda polémica, hinchada artificialmente, entre sus seguidores y aquellos que consideraban que la tal línea no era más que una manifestación de neoinfantilismo.
Yves Chaland, que era a todas luces uno de los más interesantes de aquel grupo, había sido propulsado desde las páginas de Métal Hurlant, y a él se deben algunos de los personajes más claramente deudores de la nostalgia por las lecturas infantiles de publicaciones belgas como Spirou o Tintin, desde el Jijé que dibujara las aventuras del pequeño y aventurero botones (no se pierdan las peripecias de Spirou y Fantasio en Corazones de acero, publicadas en Dibbuks, que Chaland vio abortadas antes de su finalización), hasta Franquin o Tillieux. Hablo de héroes como Bob Fish (1981), Adolphus Claar (1983) o, muy especialmente, Freddy Lombard (1981), cuyos álbumes El cometa de Cartago o Vacaciones en Budapest, con el auxilio del guionista Yann, son quizá sus piezas maestras.
Desgraciadamente, un accidente de automóvil, en el que también pereció su hija, dio al traste con la carrera del joven Chaland justo en el momento en que sus propuestas se habían apartado netamente de cierta condición de pastiche, aunque tuvieran un punto de ironía en esa revisión, para encarar un modelo personal y más adulto en el que la herencia del pasado actuara solo como un pretexto estético.
Entre la obra que nos dejó, sin embargo, hay una pequeña joya que pasó claramente inadvertida entre nosotros y que, sin lugar a dudas, es la que contiene más de él mismo y de su posición ante la existencia: las andanzas del joven Alberto, que empezaron a frecuentar las páginas de Métal Hurlant en 1982 y que las salpicarían hasta cinco años más tarde.
Aquel pequeño filósofo de entonces deviene, leído hoy, en un abanderado incómodo de lo políticamente incorrecto
El joven Alberto era un muchacho de extracción humilde que vivía en el barrio bruselense de Marolles (en claro homenaje a Hergé), habitado en las primeras décadas del siglo XX por una clase obrera de notoria vocación socialista en la que también pescaba adeptos una extrema derecha que hace acto de presencia en algunas de estas medias páginas y que tenía a la familia y a la patria por pilares fundamentales de su discurso.
Había perdido a su padre tras la paliza que unos sindicalistas le habían propinado por esquirol y vivía con su madre en un humilde piso. Y peroraba sobre todo y sobre todos de una manera que a veces me recordaba al repelente niño Vicente de Rafael Azcona y en otras, por su excesiva verborrea, al Aquiles Talón de Greg.
Nunca acabé de saber en qué años vivía, pues tan pronto aquello parecía la Bruselas de los años cincuenta, como, a medida que avanzaban sus historias, la de los años treinta e incluso anteriores. Pero su amargura y su cinismo, acompañados a menudo de una manifiesta crueldad con el prójimo o los animales, hacían de ese egocéntrico un personaje un tanto sombrío que, no obstante, y en parte debido a su romanticismo enfermizo, podía apelar fácilmente al lado más turbulento de nuestras almas.
Aquel pequeño filósofo, que respondía a la idea de que en cualquier ser acecha un depredador, deviene, leído hoy, en un abanderado incómodo de lo políticamente incorrecto que no nos mueve tanto a la risa como al escepticismo más incisivo y pone en entredicho la acusación de puerilidad que cayó como un anatema sobre esta generación prendida de un tiempo pretérito.