Alfredo Baranda. Premio Tristana. Menoscuarto. Palencia, 2019. 176 páginas. 16,90 €
"Todo recuerdo es un ejercicio de la fantasía, no de la memoria", dice el genuino protagonista de esta novela, en realidad quien mantiene la "conversación" que nos interpela a lo largo de sus páginas. Y añade: "el que muere se transforma de inmediato en un personaje de ficción en la novela del recuerdo". Esta es la tesis sobre la que se sustenta el tercer libro de Alfredo Baranda (Palencia,1958), Drácula, luz de mi vida, reconocido con el XI Premio Tristana de Novela Fantástica. Y sí, es un ejercicio de fantasía el hecho mismo de elegir el mítico personaje de Stoker, en la memoria de todos por el gran número de versiones cinematográficas que le han rendido homenaje, de atreverse a resucitarlo para que desafíe a su autor, de reconstruirlo y deconstruir su génesis. Es, desde luego, un alarde de invención poética, original, de estilo poco común, culto, preciso, coronado con referencias mayúsculas a la literatura universal, desde Kafka, a quien se cita antes de arrancar, hasta Baudelaire, Wilde, Goethe… Ejercicio que deslumbra y admira, también despista y confunde.
Todo parece parte de un juego que no conviene desvelar, "como un cuento chino sin pies ni cabeza, deslavazado, lleno de lagunas, incongruente muchas veces". No es, por tanto, una novela al uso, ni su trama respeta convención alguna, zigzaguea, va y viene, la interrumpen digresiones, y si hemos de advertir de algo es de que todo el interés lo acapara la enigmática identidad y la ambigua intención de este absorbente protagonista.
Puro deleite su estilo. Ficción pura esta "novela del recuerdo", otra vuelta de tuerca sobre el mito
Su voz es la única registrada en lo que podría ser una entrevista interrumpida en la que se presenta como un nuevo vampiro, irreverente, burlón y sagaz, que se enfrenta al autor del original tildando de "epítome de la fealdad física y moral" a su criatura, que presume de ser amigo de los autores mencionados, que entre burlas y veras despliega máximas filosóficas, desautoriza las dicotomías artísticas y estéticas sobre las que se construyó Dracula y desafía cuanto se le pone por delante. Parece corresponder a un tipo gallardo y altivo que poco tiene que ver con el original, ni lo pretende. Su delirante conversación nos conduce de sus orígenes (¿humanos?) a sus proezas, sin orden ni sentido claro, va y viene por la Europa del siglo XX en una especie de trayectoria errática que pone énfasis en la peculiaridad de su esencia: bebe sangre humana y es consciente de que, con cada succión, alcanza "el significado abocetado" del alma de sus víctimas (algunas son Luis XVI, la reina Victoria, Emily Brontë). Y eso no es todo, también incorpora el vocabulario y la gramática de las presas de las que se alimenta, lo que justifica su discurso sesudo y el reguero de reflexiones que va dejando. Puro deleite su estilo. Ficción pura esta "novela del recuerdo", otra vuelta de tuerca sobre el mito.