Entre ambiciones desatadas, amores clandestinos y un despilfarro casi criminal, Claire de Rémusat fue testigo de cargo y cómplice del esplendor de la corte de Napoleón Bonaparte, al que, cuando vinieron mal dadas, no dudó tampoco en traicionar. Editadas por vez primera en 1880, cuando todos sus protagonistas y secundarios habían muerto, sus Memorias son el mejor retrato de la corte de advenedizos, nuevos ricos y traidores que rodeó a Napoleón Bonaparte desde que en 1802 se convirtió en cónsul vitalicio de la recién nacida República Francesa, pasando por su proclamación como Emperador en 1804 hasta su derrota definitiva en Waterloo, el 18 de junio de 1815.

Inéditas en España hasta ahora, Arpa las publica en edición de Xavier Roca-Ferrer, responsable de la traducción y selección de los mejores fragmentos de los tres tomos originales de la obra.

Historia de una cortesana

Claire de Vergennes (1780-1821) tenía dieciséis años cuando contrajo matrimonio con el futuro conde Laurent de Rémusat. Según Roca-Ferrer, no era especialmente bella, pero "su espontaneidad y simpatía naturales le hicieron ganar muchos corazones y no pocas confianzas. Tenía mucho sentido común, notables conocimientos para su época, buen juicio y un carácter independiente. Sabía callar cuando convenía y escuchar y observar atentamente cuanto se decía o sucedía a su alrededor, que su mente despierta archivaba con precisión fotográfica".

Su padre y su abuelo habían sido guillotinados tres días antes de la caída de Robespierre por su implicación en una conspiración dirigida por el general Beauharnais, primer marido de Josefina, y su ejecución y la confiscación de sus bienes dejó a la familia (la viuda y sus dos hijas, Claire y Alix) casi en la miseria. Afortunadamente el matrimonio de la mayor, Claire, con el joven viudo Augustin-Laurent de Rémusat, cambió su suerte . El matrimonio comenzó  a frecuentar el palacio de las Tullerias gracias a una amiga de la familia, vieja conocida de Josefina, y ambos le cayeron en gracia al punto que nombró a Claire dama de compañía y a su marido, prefecto de palacio. Era otoño de 1802.

Las hermanas de Napoleón lucían “una joyería entera encima para dar ejemplo de cómo tenían que arreglarse las invitadas"

Para evitar habladurías, Napoléon había prohibido la entrada a las viejas amigas de Josefina, “mujeres frívolas de turbio pasado”, y las había sustituido por “damas de virtud reconocida con maridos solventes.” Mientras, su mujer y sus hermanas se pavoneaban “con una joyería entera encima para dar ejemplo de cómo tenían que arreglarse las invitadas para hacerse dignas de la compañía del primer cónsul. Los diplomáticos, ministros y generales que pululaban por sus salones lucían uniformes resplandecientes como los de los cantantes de ópera” . Que Claire de Rémusat se convirtiera en amiga y confidente era solo cuestión de tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que su carácter tranquilo y serenos calmaba a mujer de Napoleón, víctima de  los celos y de las maledicencias de las hermanas de su marido, que hacían circular terribles bulos sobre el general, sus amantes y perversiones.

Conviene recordarlo: como explicó Stefan Zweig, Napoleón no llegó solo al poder, “lo hizo rodeado de un clan familiar hambriento y ambicioso de poder”. Mientras los hermanos y hermanas Bonaparte rivalizaban en repartirse Europa convirtiéndose en soberanos de los tronos de Holanda, Nápoles o España,  en  acumular más riqueza e influencia sobre el futuro Emperador, y sobre todo, intentaban  librarse definitivamente  de Josefina aconsejándole que se divorciase, madame de Rémusat tranquilizaba a la mujer del cónsul y le recomendaba paciencia ante las infidelidades de su marido y los rumores de ruptura. Ante el asombro de la corte, la joven Claire se convirtió además en interlocutora del mismo general, porque sabía escuchar, daba buenos consejos, había leído más que muchos ministros y generales, y jugaba al ajedrez.

Crónica del despilfarro

La joven dama se convirtió, por tanto, en testigo y cómplice de los desmanes de la corte napoleónica. Con la consagración de Bonaparte como Emperador, los gastos de la corte, excesivos siempre, se dispararon a cuotas inimaginables.  “La emperatriz Josefina –explica Rémusat -tenía una asignación de seiscientos mil francos para su gasto personal, pero esta suma no era nunca suficiente y todos los años contraía numerosas deudas. Le pasaban, también, ciento veinte mil francos para sus limosnas. A pesar de la voluntad de su marido, fue incapaz de someterse jamás a orden ni etiqueta alguna. Los apartamentos interiores estaban siempre llenos de vendedores y artistas”. Porque a la Emperatriz le gustaba “hacerse pintar y regalaba sus retratos a quien los quería: parientes, amigos, damas de compañía, cridas, comerciantes…." Josefina lo compraba todo sin preguntar el precio “y en la mayoría de los casos olvidaba lo que acababa de comprar”.

"Josefina jamás abría un libro, cogía una pluma ni hacía labor alguna y, sin embargo, no parecía aburrirse nunca", escribe Rémusat

En realidad, no hacía otra cosa según su fiel dama de corte: “jamás abría un libro, cogía una pluma ni hacía labor alguna y, sin embargo, no parecía aburrirse nunca. Tampoco le gustaban los espectáculos”. Sólo compraba, alternaba con sus invitados y espiaba a su marido en busca de rastros de alguna infidelidad.

Valga como muestra del derroche sin freno que el día siguiente al de la coronación, Josefina llevó en la cabeza, además de la corona imperial, joyas por valor de un millón de perlas; Paula Bonaparte, todos los diamantes de la casa Borghese y su hermana Carolina, casada con el general Murat, mil rubíes. Incluso la esposa de José Bonaparte, Julie Clary, “delgada y fea, aparecía encorvada bajo el peso de las piedras preciosas que llevaba encima”.

Cuando uno de los hermanos de Bonaparte descubría que otro iba a recibir un nuevo territorio, más dinero o una joya de singular valor, medraba con amenazas, halagos y llantos hasta conmover a su hermano, que, en cierta ocasión llegó a decir a Carolina Murat que era “libre de repartir las dignidades a su gusto” y que no debía olvidar que la corona no era una herencia familiar precisamente.

El problema de España

Todos querían unirse al festín, “todas las clases quisieron tomar parte en el mundo nuevo que se estaba creando y puedo subrayar  –destaca Claire de Rémusat-, que muchos que me habían criticado por entrar en aquella corte a causa de una vieja amistad, no ahorraron esfuerzos para introducirse en ella por ambición”. Muchos de los que más tarde se mostraron implacables con Napoléon “se mataban por obtener su favor”, que sonreía viendo las listas de quienes le pedían favores y que “tras haberse burlado de lo que llamaban nuestras ‘farsas reales’, solicitaban ahora formar parte en ellas”. Los mismos, claro está, que no dudaron en abandonar al Corso, al Ogro, al que, como los Rémusat, debían su inmensa fortuna, hasta convertirse en sinónimo de ingratitud.

El volumen termina en 1808, con un Napoleón que no se atreve a divorciarse de Josefina y va retrasando una decisión que su entorno le reclama por el bien del trono. Es cuando estalla lo que Madame de Rémusat llamará “el problema de España”. Es el comienzo del fin.

@nmazancot