Este libro, el segundo de Maribel Andrés Llamero (Salamanca, 1984, aunque de origen zamorano), tras La lentitud del liberto, también ganador ex aequo del Hiperión, toma su título de una canción de Agustín García Calvo, no por casualidad natural de Zamora.
Con una brillante carrera académica a sus espaldas, como muchos jóvenes de su promoción, opta, sin embargo, por un tipo de poesía nada escolástica, en las antípodas de la vulgar moda parapoética y aun de lo habitual (lo coloquial y urbano) tan tópico y frecuente entre sus pares poéticos. Elige lo rural y compone un libro valiente y sin complejos que frisa con lo épico. Su tono es consustancial a lo descrito. No hay mentira aquí.
Las abuelas (una constante generacional) están en el origen del libro. A una de ellas, por cierto, Isabel, nonagenaria, le está dedicado. Por lo que aquél soporta de memoria y porque no elude el componente sensible y emocional. “Este poemario es como un canto de amor a los orígenes y a la familia, a esos otros que fuimos sin ser. Mis abuelos tuvieron una vida dura. Los maternos emigraron a Alemania (…). Del mismo modo, mis abuelos paternos eran muy humildes e intentaban darle lo mejor a su familia”, ha dicho la autora en una entrevista publicada en La Opinión. Lo abren citas muy bien escogidas de José Emilio Pacheco (“No amo mi patria…”), Drummond de Andrade, Carmen Camacho y Hölderlin.
El primer verso desvela el objetivo: “Esto es Castilla”. Mucho más, ya se sabe, que una región o un paisaje. Más en la historia de nuestra poesía. Una metáfora del propio cuerpo y de las ideas que la constituyen como ser humano. Lo seco, lo severo, lo llano, también lo tierno y el agua (aunque a veces oculta) dan forma y fondo a su mirada. Fruto de sus mayores (que se han pasado la vida yendo y viniendo), confiesa: “Soy nieta de emigrantes, carbón humano”. Y: “Me han confiado toda la luz”.
Ahí, la infancia: en la casa familiar o en el campamento del bosque. Y la bisabuela a la que conoce en una fotografía conservada en un museo etnográfico de la citada capital castellana. Y los nombres de los lugares (zamoranos mayormente). El Oeste (que diría, más al sur, la extremeña del norte Pureza Canelo): “Jamás laberinto más temible / que aquel que no conoce muros”.
"Lejos del mar abierto”, “este alma de pizarra” sueña: “Digan lo que digan los anuncios de cerveza / nada será nunca más verano / que el aroma de la jara en flor”. A orillas de los ríos, como el bejarano Cuerpo de Hombre. El de los mares interiores: “El embalse hoy parece el paraíso”. Como el que engulló el pueblo de su triste abuela Ramona. “Estas mujeres –escribe– son la memoria / de una vida que no existe /en los mapas del gobierno”. La España vacía, sí. Un “mundo horizontal”. Y del silencio. La “áspera meseta”, “tierra adentro”, “nunca matria”. “Estos páramos donde todo es alto / sin altivez, protegido por lo surcos, / por el trigo, esta lentitud, esta pausa, / esto es Castilla”. Con el leopardiano “Defensa de la retama” concluye un libro singular y a contracorriente. Misterioso y hondo, como esa tierra.
Far West
Esta planicie sigue siendo el oeste
y en mí siempre cupo el espanto
de los grandes desiertos,
de la soledad de la encina de Castilla.
Jamás laberinto más terrible
que aquel que no conoce muros.
La noche se cierne aquí sobre nosotros
de una sola vez y por entero
y cuando el sol te inunda
–qué hacer si te calcina–
nadie se puede guardar.
Abandonados somos a la llanura.