Las palabras más escalofriantes –y oportunas– de El cuento de la criada, la novela de Margaret Atwood (1939) publicada en 1985, aparecen cerca del principio. Defred y Deglen caminan a lo largo del Muro, un elemento del paisaje que en el pasado perteneció a una famosa universidad de Cambridge, en Massachusetts, y ahora utilizan los gobernantes de Gilead para exhibir los cuerpos de los ejecutados por traición. Mientras mira los nuevos cadáveres que cuelgan junto a él, Defred recuerda las inquietantes palabras de Tía Lydia: “Lo normal es aquello a lo que te acostumbras”.
¿Cómo se convirtió Estados Unidos en el Estado totalitario de Gilead, un lugar en el que las mujeres son tratadas como “vientres con piernas”, cuyos habitantes no blancos y no creyentes (es decir, cualquiera que no acepte el extremismo fundamentalista de Gilead) son desplazados, exiliados, o se les hace desaparecer? Como recuerda Defred, todo empezó antes de que los ciudadanos corrientes como ella prestasen atención.
En Los testamentos, la absorbente secuela de El cuento de la criada –en la que la acción sucede una década y media más tarde–, Defred hace tan solo una brevísima aparición para pronunciar apenas tres frases. No obstante, en Gilead ha alcanzado una condición casi mítica al haber sido declarada terrorista y enemiga del Estado. El régimen ya ha intentado asesinarla al menos dos veces, y ha convertido a Nicole, la hija que Defred pasó ilegalmente a Canadá, en el paradigma de la mártir.
La principal línea argumental de Los testamentos es una especie de historia de espías sobre un infiltrado en Gilead que colabora con la resistencia Mayday para ayudar a derrocar el imperio del mal. Se trata de un punto de partida artificioso, pero a la manera de Dickens, con ecos de significado filosófico. Además, la autora es por sí misma garantía de un relato ágil y absorbente.
El argumento se desarrolla a través de tres historias que se solapan entre sí. Una la narra Nicole, que en la novela es una joven de 16 años que vive en Canadá con otro nombre. La segunda la cuenta Agnes Jemima, la hija mayor de Defred, que le fue arrebatada a su madre cuando ella y su esposo, Luke, intentaban huir a Canadá, y que ha crecido en Gilead con unos padres adoptivos. La tercera es la narrada por Tía Lydia, la implacable agente de la ley que en El cuento de la criada imponía normas con vengativo placer.
La adaptación del Cuento por Hulu TV hacía un torpe intento de presentar a Tía Lydia como algo más que una malvada de cómic presentando unas pinceladas de su pasado que insinuaban que la soledad y vergüenza que le inspiraba su existencia alimentaron su crueldad. En Los testamentos, Atwood ofrece un alegato más convincente de la complejidad de la mujer convirtiéndola en una superviviente.
En Los testamentos, secuela de El cuento de la criada, Atwood demuestra que es garantía por sí misma de un relato ágil y absorbente
Ésta es tan solo una de la miríada de diferencias entre la ágil secuela y la adaptación para televisión. A fin de intensificar la depravación del régimen de Gilead, los guionistas cuentan una historia cada vez más macabra, que se detiene con horripilante extensión en las sádicas torturas infligidas a las criadas. Tanto en El cuento de la criada (la novela) como en Los testamentos, la autora tiene el buen criterio de centrarse no tanto en la crueldad del régimen de Gilead, como en la manera en que el temperamento y las experiencias pasadas influyen en las distintas repuestas de cada personaje a esas terribles circunstancias.
Atwood sabe que los crímenes fascistas de Gilead hablan por sí mismos. Muchos lectores de El cuento de la criada ya nos sentimos directamente aludidos por la historia. Nos identificamos porque lo que sucede en la novela de Atwood hoy se nos presenta como alarmantemente real. Y es que, en 2019, los telediarios están llenos de imágenes de niños arrancados de los brazos de sus padres, de un presidente que utiliza un lenguaje racista para sembrar el miedo y el odio, y de reportajes que muestran cómo el cambio climático pone en peligro el planeta. Esto también explica por qué las escenas de El cuento de la criada que nos resultan más turbadoras son los saltos atrás en los que Defred recuerda su antigua vida en Estados Unidos, cuando ella y sus amigos creían que los derechos y libertades de los que disfrutaban estaban garantizados, y las personas se tranquilizaban diciéndose que cualesquiera que fuesen las medidas de emergencia adoptadas por el Gobierno (en nombre de la protección contra el terrorismo islámico), eran temporales.
Las novelas distópicas que permanecen miran atrás y adelante al mismo tiempo. 1984, de Orwell, es simultáneamente una sátira feroz de la Unión Soviética de Stalin y una perspicaz disección del totalitarismo. Un mundo feliz, de Huxley, reflejaba la preocupación que, en la década de 1930, suscitaba en el autor que la libertad individual estuviese amenazada tanto por el comunismo como por el capitalismo, y anticipaba un futuro impulsado por la tecnología en el que la población estaría mortalmente narcotizada y distraída por trivialidades. Atwood, que empezó El cuento de la criada en el orwellliano año 1984, decidió que no incluiría en la novela nada “que no hubiese pasado realmente” en algún lugar en algún momento de la historia, ni ninguna tecnología “que no existiese ya”. Además, la creación que hace de su Estado imaginario se sustenta en sus lecturas de literatura distópica. De manera similar, las historias de Nicole y Agnes en Los testamentos reflejan su familiaridad con la literatura victoriana.
Así como en El cuento de la criada Defred se esfuerza en cumplir las expectativas de su madre feminista radical, en Los testamentos Nicole y Agnes se encuentran con que sus tentativas de definirse a sí mismas tropiezan con cuestiones relacionadas con la identidad de su verdadera madre. Nicole queda conmocionada cuando se entera de que la existencia que ha vivido en Canadá es “falsa”. Agnes descubre que gran parte de lo que creía sobre Gilead era mentira. Que en los primeros capítulos de Los testamentos Agnes parezca ingenua puede responder a la voluntad de Atwood de hacer hincapié en que su personaje empieza siendo una chica muy normal. Normal en el sentido en que Defred lo era en El cuento de la criada: una joven inteligente a la que al principio le preocupan más las penalidades de la vida cotidiana que la política o el resto del mundo.
Quizá porque algunos seguidores de la serie se quejaron de que la Defred de Atwood era demasiado pasiva, los guionistas de televisión la han ido transformando en una feroz reina guerrera. Si bien con esto se obtiene una heroína más dramática que puede crecer y cambiar a lo largo de múltiples temporadas de televisión, la normalidad de la Defred de Atwood por sí misma permitía que los lectores comprendiesen inmediatamente cómo el gobierno totalitario de Gilead afectaba a la vida de la gente corriente. Lo mismo se puede decir de la historia de Agnes en Los testamentos. Su narración no es tanto una exposición del paisaje infernal de Gilead como la crónica de una joven sobre su familia y su educación bajo el régimen, así como del inesperado giro de los acontecimientos que la llevó a desempeñar un papel decisivo para la suerte del sistema.
En un ensayo de 2017, Atwood explicaba que había escrito la historia de Defred siguiendo la tradición del “testimonio” en referencia a los relatos transmitidos por personas que han sido testigos presenciales de calamidades de la historia. El género incluye el diario de Ana Frank, los escritos de Primo Levi, o las historias corales recopiladas por Svetlana Aleksiévich sobre la Segunda Guerra Mundial o Chernóbil. La capacidad de actuar y la fortaleza, parece querer decir Atwood, no requieren una heroína con las dotes visionarias de Juana de Arco o las habilidades guerreras de una Lisbeth Salander. Hay otras maneras de desafiar a la tiranía, participar en la resistencia y contribuir a garantizar la veracidad del relato histórico.
Como la autora sin duda sabe, una de las definiciones de Gilead que dan los diccionarios de la Biblia es “colina del testimonio”. Al testificar lo que han presenciado, Defred, Nicole, Agnes y, sí, también Lydia, dejan para la posteridad historias que cambiarán el relato oficial de Gilead. De este modo, contando sus aventuras con su propia voz, resisten a la determinación del régimen de silenciar a las mujeres.
© New York Times Book Review