¿Fue la Revolución francesa un paso decisivo hacia una sociedad fundada en la libertad, la igualdad y la fraternidad? ¿O fue más bien una tormenta de violencia y fanatismo que el país bien podría haberse ahorrado? Quizá fuera ambas cosas, pero vista en primer plano es difícil evitar la sensación de horror ante una sucesión de atrocidades como Francia no había conocido desde las guerras de religión de dos siglos atrás. Y esa visión es la que proporciona el destacado historiador británico Simon Schama (Londres, 1945) en un inmenso fresco de un millar de páginas, publicado hace treinta años, pero sólo ahora traducido al español.
No se puede decir que se lea de un tirón y a veces incluye divagaciones que el lector siente tentaciones de saltar, pero su dominio del tema es impresionante, su estilo es brillante, aunque no siempre la traducción le hace debida justicia, y algunos de los episodios que trata se narran con un brío que los imprime en la memoria. Su método consiste en abordar todo tipo de cuestiones a lo largo de un hilo cronológico, exponiéndolas a través de las experiencias personales de sus protagonistas, con una marcada predilección hacia quienes fueron víctimas de la revolución.
Aquellos años tormentosos, presididos por la fe en una revolución que iba a cambiar la vida humana, se caracterizaron por la lucha entre personajes de un vigor que pocos novelistas serían capaces de imaginar, así es que el gran narrador que es Schama disponía de un reparto inmejorable del que ha sabido sacar partido. Algunos, como Lafayette y Talleyrand aparecen en el prólogo (que se sitúa cuarenta años después, cuando ambos contribuyeron a la instauración de la nueva monarquía de Luis Felipe) y siguen reapareciendo hasta el epílogo, en tiempos de Termidor, cuando encontramos a ambos en el exilio, con la diferencia de que el idealista Lafayette se halla en una mazmorra austriaca mientras que el pragmático, algunos dirían cínico, Talleyrand se enriquece mediante negocios inmobiliarios en Estados Unidos. Otros tienen apariciones breves, pero impactantes, como Théroigne de Méricourt, una hermosa belga que defendió la intervención política de la mujer, perdió luego la razón y fue encerrada desde 1793 hasta su muerte, siempre fiel en su locura a la Revolución.
Schama traza un inmenso fresco de la revolución sin eludir la sensación de horror ante la sucesión de atrocidades que Francia padeció
Otros brillantes retratos femeninos tienen un lugar destacado en Ciudadanos. Algunos son colectivos, como el de las poissardes, las vendedoras de los mercados de París así llamadas por el pintoresco argot que utilizaban, destacadas participantes en la marcha sobre Versalles de octubre de 1789. Otros son individuales, como el de la actriz Olympe de Gouges, que publicó en 1791 una Declaración de los derechos de las mujeres y las ciudadanas, un documento bien argumentado pero acogido con burlas, demostró de nuevo su valor al defender a Luis XVI y fue guillotinada en 1793.
Varias páginas dedica Schama a la célebre Charlotte Corday, quien a los veinticinco años dio muerte a Marat, uno de los grandes instigadores del terror desde la prensa y la tribuna. Corday estaba imbuida de la tradición romana y ella misma se comparó con el tiranicida Bruto, uno de los héroes de la Antigüedad que más admiraciones despertaba en quienes se sentían herederos de la República romana. Entre ellos se hallaba el gran artista y convencido revolucionario Jacques-Louis David, autor de un impresionante cuadro de Marat muerto, que evoca el culto que este recibió como mártir: su corazón embalsamado fue suspendido de la bóveda de los Cordeliers para que su recuerdo presidiera las asambleas de los revolucionarios que allí se reunían.
El caso de David, que como gran maestro de ceremonias de la Revolución aparece a menudo en las páginas del libro, forma parte del importante papel que las grandes festividades, las artes plásticas, el teatro y los grabados populares jugaron en la política revolucionaria. Los nuevos líderes eran conscientes del efecto que todo ello podía tener en la educación cívica de las masas y Schama describe con fascinante detalle los dos momentos cumbre de esa propaganda masiva que fueron la Fiesta de la Federación de 1790, con Lafayette como protagonista, y la Fiesta del Ser Supremo de 1794, en la que Robespierre llamó a los republicanos a purificar la tierra y restaurar la justicia, tras lo cual quemó una efigie del Ateísmo, de cuyas cenizas surgió una estatua del Saber.
Robespierre abominaba del ateísmo porque veía en él una amenaza para la virtud y por ello rechazó los excesos de la descristianización. Él se sentía llamado a la noble misión de implantar la virtud en Francia a través de la educación… y del terror. Son célebres sus palabras: “la virtud, sin la cual el terror es dañino, el terror, sin el cual la virtud es impotente”. Es dudoso que los franceses se hicieran más virtuosos, pero bajo la dirección de los jacobinos el terror se convirtió en un arma política. Schama subraya que, desde sus inicios, la violencia popular fue la impulsora del proceso revolucionario, pero entonces pasó a ser el Estado el promotor del terror, en un infausto presagio de lo que serían los regímenes totalitarios del siglo XX. La infame ley de Prairial, de junio de 1794, sometió incluso los delitos de opinión a un Tribunal revolucionario, sin testigos ni abogados defensores, que sólo podía pronunciar dos sentencias: absolución o muerte, lo que imprimió una cadencia más acelerada a la guillotina.
La represión más atroz tuvo lugar en la Vandée, una región rural del Oeste de Francia, en la que, tras la derrota de una insurrección realista y católica, las “columnas infernales” del general Louis Marie Turreau masacraron en la primavera de 1794 a decenas de miles de civiles, mujeres y niños incluidos. Turreau prosiguió tras ello una brillante carrera, pero, como Saturno, la Revolución devoró a muchos de sus hijos, incluido Robespierre, que fue condenado por la Convención que había dominado y murió en la guillotina en julio de 1794, a manos del mismo verdugo que había ejecutado al rey.