Revelar secretos de Estado es difícil, pero puede que revelarse uno mismo en una autobiografía lo sea más. Como dice Edward Snowden en el prólogo de Vigilancia permanente: “Me costó menos tomar la decisión de dar a conocer las pruebas de que el Gobierno estaba cometiendo irregularidades que la de contar mi vida en este libro”.
Se trata, por supuesto, del Snowden exproveedor de servicios secretos que en 2013 filtró documentos relacionados con los programas de vigilancia del Gobierno de Estados Unidos, haciendo que se desvaneciese cualquier noción de que la Agencia Nacional de Seguridad y sus aliados jugaban un evocador juego de espías contra espías limitando sus rastreos a determinadas personas de interés. El cambio tecnológico y la catástrofe del 11-S trajeron consigo nuevas herramientas de vigilancia masiva y los incentivos para utilizarlas. Barridos de los registros telefónicos de los ciudadanos, escuchas a líderes extranjeros, recopilación de datos a partir de la actividad en internet: por revelar estos y otros programas secretos, el Gobierno de Obama tachó a Snowden de traidor, lo acusó de haber infringido la Ley de Espionaje y le retiró el pasaporte, dejándolo literalmente varado en Moscú, donde vive desde entonces.
Vigilancia permanente es un relato absorbente y un artefacto curioso. Las probabilidades de que consiga que alguien cambie de opinión sobre Snowden son pocas, pero en materia de privacidad, expresión y Constitución, lo que cuenta explica por qué esta apuesta. A alguien que ha trabajado en la comunidad de los servicios secretos, la mera idea de escribir una autobiografía le resulta incómoda. “No es fácil haber pasado tanto tiempo de mi vida intentando evitar que me identificasen”, dice, “para dar un giro de 180 grados y compartir ‘confidencias personales’ en un libro”.
Fíjense en las pocas citas que incluye: Snowden pone un cuidado instintivo en introducir cualquier detalle referente a sí mismo en la vigilancia permanente de Vigilancia permanente. El hombre que emerge de estas “confidencias personales” parece precavido y meticuloso, dos características ideales para un espía o un delator.
'Vigilancia permanente' es un relato absorbente y un artefacto curioso, cuya segunda mitad se lee como una novela policíaca
Snowden, nacido en Carolina del Norte en 1983, procede de una familia cuyos servicios incluyen el FBI (su abuelo), la Guardia Costera (su padre), la Agencia Nacional de Seguridad (su madre) y el Ejército (él mismo). Recuerda que lo primero que pirateó fue tiempo de sueño cambiando todos los relojes de la casa para poder quedarse levantado hasta tarde el día que cumplió seis años. Cuando era adolescente aprendió a piratear el colegio: examinaba el programa de asignaturas para descubrir cómo podía sacar partido de sus puntos débiles con el objetivo de hacer el menor esfuerzo posible sin suspender.
En el mejor de los casos, el colegio era una distracción; en el peor, un “sistema ilegítimo” que “no reconocía ninguna disensión legítima”. Snowden prefería dedicar tiempo a “una cosa nueva llamada Internet”, un “puto milagro” inequívocamente humano y extraño antes de que la mercantilización y la vigilancia se instalasen en él. La Red de la década de 1990 era un espacio liberador en el que adoptar y desechar diferentes avatares podía abrir posibilidades de expresión y conexión más auténticas, afirma el autor de estas memorias.
“Esta capacidad de reinventarnos a nosotros mismos implica que nunca hemos tenido que bloquear la mente tomando partido o cerrando filas por miedo a causar un daño irreparable a nuestra reputación”, recuerda. (En el libro de 2014 The Snowden Files [Los archivos Snowden], el periodista británico Luke Harding describe varios artículos publicados en internet a principios de la década de 2000 bajo el seudónimo TheTrueHOOHA –identificado por Harding como Snowden– en los que se elogia “la idea de una Seguridad Social de sálvese quien pueda” y “el placer de poseer armas”).
Los atentados del 11-S actuaron como estímulo, y Snowden acabó convirtiendo sus conocimientos técnicos en una carrera en los servicios secretos. A los 22 años obtuvo la habilitación de seguridad para acceder a información clasificada, y fue pasando de un proveedor a otro hasta quedar decepcionado en algún momento de la presidencia de Obama. “Era totalmente partidario de la vigilancia defensiva y dirigida”, declara, pero como joven administrador de sistemas descubrió que el Gobierno se dedicaba a “la recolección a granel, absorbiendo indiscriminadamente datos de las comunicaciones por internet de los estadounidenses y almacenándolos para su posible uso posterior”.
Snowden reconoce que el grado de hipocresía del asunto lo indignó. Allí estaba el presidente Obama, que se había postulado para el cargo criticando los extraordinarios poderes ejecutivos que se arrogaba el Gobierno de Bush, no solo continuando, sino consolidando los programas de vigilancia de su predecesor. Lindsay Mills, novia de Snowden, había “hecho campaña con entusiasmo” a favor de Obama. “Cada vez quedaba más demostrado que Lindsay, igual que yo, nos equivocamos depositando nuestra confianza en él”, zanja Snowden.
"Mientras otros espías cometieron actos de traición, yo colaboré con un acto de periodismo", aclara Snowden en este libro
La segunda mitad de Vigilancia permanente se lee como una novela policíaca. En ella, su autor relata pormenorizadamente cómo acabó en una habitación de un hotel de Hong Kong en verano de 2013, vaciando un tesoro de documentos clasificados ante Glenn Greenwald y Ewen MacAskill, de The Guardian, Barton Gellman de The Washington Post, y la directora de cine Laura Poitras. Julian Assange quería que Snowden hiciese pública la información a través de WikiLeaks, pero la “total transparencia” del portal, asegura Snowden, no habría permitido autentificar y preservar como correspondía un material tan incendiario. El exagente hace hincapié en que la distinción era importante para él, aunque el Gobierno no lo vea así. “Mientras otros espías cometieron actos de espionaje, sedición y traición, yo colaboré con un acto de periodismo”, aclara.
Vigilancia permanente entreteje la información personal y la relacionada con el espionaje con profusión de detalles técnicos, pero se explica con claridad. Otra de las cosas que aprende el lector es que incluso en nuestra época fragmentada, las herramientas de vigilancia masiva han revelado que hay algo que parece conectar a casi todo el mundo que navega por internet: la pornografía. “Se cumplía prácticamente en todos los casos de todos los géneros, etnias, razas y edades”, cuenta Snowden, “desde el más infame terrorista hasta el ciudadano maduro más agradable”. Curioso, pero también siniestro. Snowden empuja al lector a reflexionar con más seriedad sobre lo que todos deberíamos estar preguntándonos ya: ¿qué significa tener los datos de nuestras vidas recopilados y almacenados en ficheros, preparados para acceder a ellos, quizá para siempre? ¿Se debería subcontratar una tarea tan delicada con proveedores privados? ¿Qué significa “supervisión” efectiva si la opinión pública permanece a oscuras? ¿En qué circunstancias la preocupación por la “seguridad nacional” puede convertirse en un intento de disfrutar de un poder sin control?
Edward Snowden no revela demasiados detalles de su vida en el exilio. Entretanto, él y Lindsay se han casado y han alquilado un piso de dos habitaciones en Moscú, desde donde emite su imagen a través de una pantalla con ruedas apodada Snowbot y da charlas sobre privacidad para públicos de todo el mundo. Declara que evita que lo reconozcan en público, “pero hoy en día todo el mundo está demasiado ocupado con sus móviles como para mirarme dos veces”.
© New York Times Book Review