Francisco Javier Irazoki, componente en su juventud del grupo CLOC, crítico musical y literario, residente en París desde 1993 (con doble nacionalidad, francesa y española, desde el año pasado), reunió en Cielos segados (1992) sus tres primeros libros de poesía (Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita) y en 2002 dio a la imprenta Notas del camino (con fotografías de Antonio Arenal), pero para el común de los lectores se dio a conocer con Los hombres intermitentes (Hiperión, 2006). A ese título le han seguido La nota rota, Retrato de un hilo, Orquesta de desaparecidos y Ciento noventa espejos.
Su poesía adopta la forma del poema en prosa, por más que lo lírico se anteponga a cualquier otra consideración; a pesar de que, como ha escrito, sigan “activos los vigilantes del dogma literario. A su juicio, la poesía debe limitarse a unas líneas recortadas y un lenguaje selecto”.
El contador de gotas se abre con una elocuente cita de Ramón Eder: “Sin compasión no hay cordura”. Desde la primera línea (y qué fuerza tienen los primeros versos de Irazoki, frutos, parecen, de la inspiración y no del cálculo), se aprecia cómo todo fluye a favor del misterio, que, como ya dije, linda con lo mágico y hasta con lo surrealista, donde las metáforas son verídicas y accesibles y no meros artilugios retóricos, donde la imaginación, en fin, se abre paso con el adecuado sigilo y no con el alarde de la pirotecnia verbal. Fernando Aramburu, uno de sus mejores lectores, se ha referido, con solvencia, a “esa especial destreza suya para la creación de imágenes y símbolos”.
“Lentamente comienzo a escribir ante un desierto helado”, afirma. A partir de ahí, la última línea del primer poema, Irazoki se deja llevar por los territorios de la memoria. Desde su Lesaka natal: “Nací en una familia de campesinos y pastores feos que enamoraron a mujeres de gran belleza”. Al destello de la iluminación o la epifanía, al vislumbre del aforismo, se une la demora del relato (en “Humo paralelo”, por ejemplo), lo narrativo, siempre con voluntad de estilo, con clara conciencia literaria.Se subraya la cualidad del solitario. De sus tíos, pastores desterrados en Norteamérica. Y del propio autor, quien en una metafórica alusión al zorro, dice: “Su poema está creado lejos del grupo. No imita al perro sumiso ni al lobo gregario”. “Su manada es interior”, “su soledad omnívora”.Nos habla de Dioni, el hijo extremeño del guardia civil, y del fútbol (que a Irazoki le ocasionó de muchacho una lesión irreversible de columna), “una variante de la labranza”, mucho más que un juego. Como el ciclismo. Y de los emigrantes del Barrio Jaén. Y del silencio (“Éramos personas estropeadas por el miedo”).La infancia, la adolescencia y la juventud son protagonistas. En la aduanera Irún (donde descubre la música, asunto de “Farmacia musical”). Durante los años amargos de ETA (léase “Brindis a la oscuridad”), cuando “la belleza era un país lejano”. Y ellos, unos racistas.
Abundan los retratos de seres solitarios: Blas de Otero, J. G. Aranguren, Verlaine, Ribeyro, Châtelain, Maite Pagazaurtundúa, Emily Dickinson… Como la poeta de Amherst, Irazoki escribe “para tamizar su angustia”. Como para ella, las palabras son su “única habitación”. Llena de bondad (una “conquista intelectual”) y compasión. Un emocionado “escudo contra el dolor” (en el impresionante “Fábrica de desiertos”, acerca de un diagnóstico fatal). Su escritura es ante todo una ética. De estirpe camusiana, cabe precisar. Con pocas pero firmes convicciones (anotadas en “Cuadernos de juventud”). Entre ellas, “Que el perdón sea más fuerte que la herida”.