Comencemos por avisar de lo poco frecuente de una propuesta estética y narrativa como la de la sevillana Marina Perezagua (1978), autora que viene despertando el interés de lectores atentos a su personalidad literaria y al rigor estilístico de su prosa (Yoro, Don Quijote de Mahattan). Avisemos de que este nuevo título, Seis formas de morir en Texas, contiene un reto valiente y arriesgado, además de impactante, por la complejidad de la composición y por el triple objetivo que la anima: acercar al lector una materia tan sensible como es la vida de un condenado en el corredor de la muerte, acompañar este tema con la denuncia explícita del tráfico de órganos como práctica rutinaria en las prisiones de China, donde se extirpan órganos de cuerpos vivos para garantizar su éxito al ser trasplantados, y arropar el empeño con la ficción adecuada. Ficción que se asienta en un doble ámbito (realidad y ficción) y en dos registros para dar voz narrativa a cada uno: un narrador externo informa y documenta cuanto ilustra el relato de una primera persona, que cuenta la vida desde el otro lado de la realidad.
En consecuencia, no es difícil imaginar la sacudida emocional que puede provocar, y ya advertimos que engancha, a pesar de la dificultad de conciliar ficción y realidad sin que esta se imponga cuestionando la lógica de la trama. Y advirtamos, por último, de que la singularidad de esta novela, en palabras del narrador, no solo se debe a que la historia que contiene sucede entre los muros de una prisión y puede ser contada a pesar de ello, sino porque "sucede dentro de los límites del ser humano". Y no hay razón de más peso para detenerse en ella.
De su argumento no debemos adelantar demasiado: comienza con una ejecución en una prisión de China en la que a un condenado le extirpan el corazón con un método que garantiza los latidos del órgano para conseguir trasplantarlo con éxito. Su hijo, seguidor de una tradición budista según la cual un alma o espíritu ("Shen") no descansa si el corazón "no ha ofrecido su último latido", se propone rastrear al receptor del órgano para recuperarlo y darle el reposo que no llegó a producirse, aventura que le lleva a Texas sin prever que el receptor pudiera no seguir vivo, o que el mismo moriría de forma imprevista, por lo que no llegó a ver cumplido su propósito.
No hay duda de que la autora crece con este nuevo libro, entre otras razones porque a nadie le es ajeno lo que sucede dentro de los límites de lo humano
Será, entonces, su hijo (Xinzàng), quien herede el destino emocional impuesto por el padre, junto a un generoso patrimonio para rastrear a los herederos del primer receptor. Hasta aquí parte de la trama argumental, aunque debe saber el lector que cuanto sucede en ella tiene lugar en planos temporales simultáneos: mientras él persigue con rabia el objeto de su destino, Robyn, una joven invidente de dieciséis años, es condenada al corredor de la muerte por asesinar a su madre sin que quepa duda sobre su presunción de inocencia. Es su voz, a través de las cartas que dirige a su padre y a Zhao (un joven que contacta con ella tras conocer su historia por los medios de comunicación), la que se convierte en eje del relato representado por ese escenario en el que vive privada de estímulos sensoriales, sometida a vejaciones, y sin más futuro que su fecha de ejecución. Lo que cuenta en estas cartas no desplaza en ningún momento a la realidad de la que se ocupa. De hecho, la atención se mantiene en virtud del acierto con que la autora maneja elipsis que permiten saltar de un ámbito a otro sin que la acción se resienta. Y si en algún momento se debilita, la fortaleza del conjunto justifica sus límites. No hay duda de que la autora crece con este nuevo libro, entre otras razones de peso, por lo ya dicho: a nadie le es ajeno lo que sucede dentro de los límites de lo humano.