Los tiranos que tanto han cundido y todavía cunden en los países de habla hispana han propiciado una prolífica literatura propulsora de una auténtica modalidad narrativa, la novela del dictador. Valle-Inclán hizo con la expresionista Tirano Banderas un relato seminal del género y nuestro exilado Francisco Ayala abordó la degradación moral del poder en Muertes de perro y El fondo del vaso. Naturalmente, la mayor parte de los escritores que han pulsado esta tecla pertenecen a las letras del “húmedo ultramar”, como llamaba Carlos Barral a las hispanoamericanas. Entre incontables títulos, esta filiación tienen algunas de las grandes obras en castellano del pasado siglo. Sin ningún orden ni preferencia, y solo como sugerencia de gratificante lectura, me vienen a la cabeza El señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, El recurso del método, de Alejo Carpentier, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, o El otoño del Patriarca y El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez.
En esta nómina ocupa un lugar sobresaliente Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) con uno de sus libros mayores, La fiesta del Chivo, donde desmenuza la podredumbre política de la República Dominicana bajo el desalmado Rafael Leónidas Trujillo. A uno de los personajes que circula por esta historia de corrupción y pasiones, Johnny Abbes García, volvemos a encontrarlo con un papel principal en Tiempos recios.
Ahora lo tenemos en una trama conspiratoria que causará su propia muerte y en la que andan en juego la vida del presidente demócrata de Guatemala, Jacobo Árbenz, y el golpista que lo depuso en 1954, Carlos Castillo Armas, asesinado en 1957. El hilo conductor del secuaz Abbes García nos lleva a la cadena de militaradas y de déspotas que engarza la historia centroamericana a mediados del siglo pasado porque la novela tiene voluntad panorámica, de diagnóstico global del subcontinente, aunque parta de unos hechos específicos.
Denuncia Vargas Llosa el imperialismo americano, las oligarquías del capitalismo y la cómplice Iglesia Católica
En Tiempos recios, como en toda buena novela histórica, la realidad documentada va de la mano de la invención y los sucesos tienen el soporte de unas sólidas historias humanas. En el centro argumental se encuentra un relato de corte popular en las fronteras del folletín y el melodrama. Se trata de la historia de Marta Borrero, una atractiva mujer a quien, siendo adolescente, forzó un amigo de su padre. Tuvo que casarse con el violador, abandonó al marido, el padre se negó a volver a verla y se convirtió en amante del dictador Castillo Armas. Aún añadió nuevos jalones a una trayectoria en la que la máscara de víctima inocente esconde a una seductora sin escrúpulos. Un golpe de efecto cierra la novela: el propio autor se entrevista con la ya octogenaria Miss Guatemala para completar la unamuniana intrahistoria de aquellos “recios tiempos”.
En primera instancia, Vargas Llosa elabora una novela de personaje. La figura redonda de Marta, emparentada por su solidez con la Urania de La fiesta del Chivo, va en compañía de varios buenos retratos, los de Árbenz, Castillo Armas y Johnny Abbes; y de la también inolvidable semblanza del exaltado embajador americano, John Peurifoy. Entre otros personajes complementarios, las relaciones del padre de Marta y de su violador se recrean con una plasticidad y una hondura humana solo al alcance de un narrador capaz de transformar el odio en una sutil disección de las vicisitudes de la amistad.
La madeja de interesantes biografías se ovilla en torno a un criterio narrativo de siempre, una novela de aventuras. Lo son las intrigas sangrientas de los diversos conjurados, los márgenes de deslealtad de seres taimados y los métodos temerarios utilizados. Por contraste, vemos el idealismo, rectitud y candidez del matrimonio Árbenz. Con independencia de la verdad histórica, aparece un mundo un punto maniqueo, solo lo justo para dotar de cualidad emocional a la dramática historia conjunta.
Una estructura de comedida complicación, con saltos en el espacio y el tiempo, habitual en la narrativa desde la pasada centuria y sin los virtuosismos a los que en otro tiempo fue proclive el autor, sujeta al lector en el vértigo de las peripecias. Con este bucle de recursos monta Vargas Llosa una trama anecdótica sugestiva que sirve de colchón para la verdadera finalidad de Tiempos recios: construir una novela política y exponer una argumentación ideológica en torno al medio siglo de la anterior centuria.
Tiempos recios queda por debajo de sus obras maestras pero devuelve a un intelectual ejemplar
Tiempos recios comienza con un episodio que parece pegadizo. El consejo directivo de la poderosa multinacional norteamericana United Fruit encarga a un mago de la publicidad que trame una monumental fake new acerca de los propósitos de Jacobo Árbenz de convertir Guatemala en un protectorado soviético. La Ley Agraria que ha impulsado toca los intereses abusivos de la compañía y hay que inventar una falsedad para que Estados Unidos se implique en un golpe de estado. Debe ocupar el poder alguien que haga una contrarreforma y anule los intentos del presidente progresista de devolver la justicia social a su país. Poco importa que Árbenz fuera en sus íntimas creencias propulsor de un capitalismo moderno, a lo yanqui digamos, según la versión de Vargas Llosa. La feroz reacción anticomunista amenaza con la invasión del país por los marines y la larga sombra de la histeria macartista cubre Centroamérica.
Con arrojo admirable denuncia Vargas Llosa el imperialismo americano y los métodos brutales con que sus gobiernos lo ejecutan. No queda atrás la acusación a las oligarquías del capitalismo feroz y a la cómplice Iglesia católica. Las ambiciones personales y el fantasma del poder completan la estampa de la injusticia y la opresión de los débiles. De este retablo se saca una paradójica lección. Los líderes revolucionarios cubanos que ocuparon La Habana en 1959 no eran comunistas pero vieron en la Unión Soviética la garantía de que la CIA no les montara una operación como la de Guatemala. De modo que Estados Unidos se pegó un tiro en ambos pies y marcó la orientación de las políticas progresistas de la América hispana. Derrocando a Árbenz, expandió el comunismo.
Mario Vargas Llosa ha dado en los últimos tiempos señales premonitorias de decadencia. Han coincidido un acentuado conservadurismo político, la actitud refractaria al arte moderno de quien fue en su día un fervoroso innovador y alguna novela pésima (la desventurada “niña mala”) o muy esquemática, la última, Cinco esquinas, aunque la jaleara por rutina la crítica. Tiempos recios queda por debajo de las obras maestras del peruano, pero, por suerte, devuelve a un narrador con brío y a un intelectual ejemplarmente comprometido con la gran causa humana de la justicia y la libertad.