Harold Bloom, pope de la literatura y majestad de los críticos literarios, fallecía ayer lunes en un hospital de New Haven (Connecticut), cerca de la Universidad de Yale en la que a sus 89 años todavía ocupaba la prestigiosa Cátedra Sterling de Humanidades. De hecho, impartió su última clase el jueves de la semana pasada, según ha declarado su esposa Jeanne a The New York Times cuando confirmó su muerte. Era, en persona, tan apasionado, encantador, brillante e ingenioso como los personajes de las obras de su adorado Shakespeare. Y como el teatro del Globo de Shakespeare, que atraía a todas las clases sociales, ha convertido a los grandes maestros de la literatura de todos los tiempos en accesibles, llevando a los lectores por caminos jamás soñados.
Pocas obras de crítica literaria, sobre todo escritas por un extranjero, han suscitado tanta polémica en nuestro país como El canon occidental (Anagrama, 1994) de Bloom. La célebre lista que incluía a los mejores 26 autores de la historia de la literatura fue una petición de última hora de los editores, y Bloom se arrepentía de haberla incluido pues había eclipsado el contenido real del volumen. Y no le faltaba razón, pues El canon occidental es una obra tan lúcida como atrevida. En cierta forma era una respuesta al estado de la crítica norteamericana, dominada por facciones que respondían a intereses concretos (de orden político, social, de identidad o género), pero al mismo tiempo el contenido teórico, reivindicando la vigencia de Shakespeare, Cervantes o Dante, representa uno de los estudios literarios más impresionantes -y con el tiempo influyentes- que han aparecido en la crítica literaria de la segunda mitad del siglo XX.
Bloom publicó a lo largo de su trayectoria de cerca de seis décadas dedicado a la enseñanza más de 40 volúmenes de crítica, muchos de los cuales ocuparon los primeros puestos en las listas de los más vendidos. Tras El canon occidental vinieron Shakespeare (1998) o Cómo leer y por qué (2000), donde intentó mostrar al lector común la manera de emprender viajes de autoconocimiento por los textos literarios. Rehuyó decirles qué leer, centrándose en aconsejarles sobre cómo debían hacerlo. Antes había publicado libros como La ansiedad de la influencia (1973), en la que ofrecía una hipótesis sobre la génesis y el desarrollo de la historia de la poesía y en donde hablaba de que cada gran poeta surge como una reacción a los que le precedieron.
Harold Bloom nació en Nueva York en 1930, fruto del matrimonio entre William y Paula Bloom, una pareja judio ortodoxa que procedía de Europa Oriental y que le instruyó en el yidis y el hebreo antes del inglés. Su inclinación hacia la literatura arrancó leyendo en la Biblioteca Pública de Nueva York. Desde que a los siete años descubriera la poesía de Hart Crane como “una experiencia abrumadora”, su forma de vida ha sido la literatura. "De niño estaba abrumado por la inmediatez de los poetas a los que amaba", explicaba en una entrevista concedida a El Cultural en 2012. "Mi subjetividad se formó leyendo poesía desde los diez años. Con esa edad, parecía que los poemas se memorizan solos en mí. Muchos fueron hospedándose en mi mente y el placer de poseerlos en la memoria me ha mantenido muchas décadas. Y al interiorizarlos, y llevarlos conmigo tantos años, reverberaban en mi cerebro, enfrentándose unos con otros, y creando relaciones complejas entre ellos en forma de modelos enigmáticos. Recuerdo la conexión que hacía entre Blake y Crane, de Milton en Shelley, de Whitman en T.S. Eliot o en Wallace Stevens. Gradualmente los ecos, alusiones y búsquedas de fuentes fueron transcendiendo hasta convertirse en un tema crucial. Y mientras escribía mi disertación sobre Shelley para mi doctorado, comprendí que el gran problema por resolver era el de las influencias".
Posteriormente estudió en las universidades de Cornell y Yale. En esta última, trabajó como profesor durante la mayor parte de su trayectoria, alcanzando el máximo escalafón académico en 1995, la ya mencionada cátedra Sterling. Ostentó asimismo, la cátedra Berg de la Universidad de Nueva York de 1988 a 2004. Su talento es innegable, pero debía mucho a su excepcional memoria. Una memoria portentosa, similar a la de un prodigio matemático o musical, capaz de captar las escondidas estructuras, en su caso de los textos. De hecho, afirmaba que era capaz de analizar y asimilar un libro de 400 páginas en tan solo una hora. Aunque, si por algo sera recordado, es por ser el crítico literario al que menos le importó la corrección política.
Tres mujeres y tres hispanohablantes en su canon
1. William Shakespeare
2. Dante Alighieri
3. Geoffrey Chaucer
4. Miguel de Cervantes
5. Michel de Montaigne
6. Molière
7. John Milton
8. Samuel Johnson
9. Johann Wolfgang von Goethe
10. William Wordsworth
11. Jane Austen
12. Walt Whitman
13. Emily Dickinson
14. Charles Dickens
15. George Eliot
16. Leo Tolstoy
17. Henrik Ibsen
18. Sigmund Freud
19. Marcel Proust
20. James Joyce
21. Virginia Woolf
22. Franz Kafka
23. Jorge Luis Borges
24. Pablo Neruda
25. Fernando Pessoa
26. Samuel Beckett