Qué estupendo libro ha escrito Nélida Piñón (Río de Janeiro, 1934), cuando sobrepasa los ochenta años y afronta el final con espíritu danzarín. No creo que Una furtiva lágrima sea exactamente “su testamento” (una expresión que, por otra parte, suele resultar dudosa e inconcreta cuando se aplica a un libro tardío); diría mejor, utilizando el título de un libro de Cristóbal Serra con el que presenta algunas concomitancias, que estamos ante los tanteos crepusculares de una inteligencia narrativa.
Juguetona, Piñón arranca anunciándonos que le quedan pocos meses de vida; una página después, descubrimos que el diagnóstico era equivocado. Despejada la sombra de la urgencia, la escritura no se detiene: a lo largo de casi doscientas cincuenta páginas amabilísimas y sutiles, Una furtiva lágrima se llena de cristalizaciones aforísticas, recuerdos del pasado familiar, cultural y literario de la autora, declaraciones de amor a amigas, mascotas y ciudades, etc.
Qué estupendo libro ha escrito Nélida Piñón, cuando sobrepasa los ochenta años. Son los tanteos crepusculares de una inteligencia narrativa
No es un diario, desde luego no es una narración, y tal vez serían unas memorias impuntuales si no fuera porque su estructura caprichosa invita más bien a evitar etiquetas: los capítulos son breves, entre tres páginas y un solo párrafo de apenas tres líneas. Hay recurrencias, pero no orden: saltamos de una nota sobre el concepto de nación a descripciones tremendas sobre el oficio literario (“no recurro al diccionario. Me limito a decirme a mí misma, haciendo eco de mi voz: no desistas, grita, brama. Persiste en la defensa del uso pleno de la lengua. Soy consciente de que sin ella pierdo el mundo. Me corto las venas. Sangro.”), pasando por comentarios históricos o incluso teológicos que pueden arrancar de formas tan extraordinarias como la siguiente: “A Pablo de Tarso poco le importaba el prepucio”. Porque Piñón será anciana (una anciana que exalta el cuerpo y lo habita con entusiasmo) y su estilo será encantador, pero aquí no vinimos a tomar té con pastas.
Abundan los intentos por autodefinirse, como este que recuerda a la militancia rotunda de una Audre Lorde: “Soy mujer, brasileña, escritora, cosmopolita, aldeana, un ser de todas partes, de todos los puertos”. Sobre todo, la autora queda retratada en sus múltiples dualidades, asumidas y celebradas: Piñón es gallega y brasileña, ciudadana y añorante del campo, feliz y solitaria. Es creyente, medio pagana medio cristiana, pero considera que a la fe hay que fortalecerla con un poco de incredulidad. Así define la frase perfecta que persigue todo escritor: “Ha alcanzado el centro y la periferia, que es la tentación del arte”. Es moderna, aunque descrea de la modernidad y le recrimine a su época no haber podido experimentar sin distancia los siglos que más la fascinan: el XVI y varias calas medievales. ¿Y qué opina sobre el yo en el arte?: “Incrusto en el texto detalles de mi vida como quien desentierra Troya para saber si existió de hecho la ciudad de Príamo. La ciudad que desentierro soy yo misma”. Ese dualismo afecta incluso al misterio, que solo puede intuirse en forma de opuestos: “El misterio circula por una zona clara y oscura. Ya se deja desvelar, ya se reviste de velos”.
Por supuesto, la voz de Piñón es deudora de su propia generación: sus notas sobre el papel social de la mujer hablan desde un tono reposado que, sin embargo, no excluye un notable coraje. Se intuye ironía en su abordaje de las relaciones culturales entre Brasil y Europa, ese continente que ella conoce mejor que la mayoría de sus habitantes, lo que le permite divertirse a cuenta del arquetipo carnal de lo brasileño. Y más que su fascinación novelesca por Carlos V, a mí me interesa resaltar su particular experiencia religiosa, simultáneamente lúcida y sincera: “Intentar averiguar la relación que existe entre el hombre y su propia felicidad. Saber si ha aceptado una alianza con Dios. He aquí una buena trama”. Hermoso asalto a la razón.
En fin, al fondo de cada una de las exaltaciones y despedidas de Piñón, cabe adivinar esta sentencia: “Me atrevo a concebir el mundo como una ficción”. Una furtiva lágrima provoca el deseo, como quería Borges, de pergeñar su reseña solo con citas del texto.