En las primera páginas de este volumen se afirma que la atención historiográfica sobre la guerra civil “se ha focalizado en el análisis” de la violencia provocada por los sublevados y por “la dictadura que le tomó el relevo”, de modo que aún a día de hoy sigue existiendo “un manifiesto desequilibrio a favor de la historia de la represión franquista”. Este es el punto de partida que da sentido y valor a un estudio como Retaguardia roja. Violencia y revolución en la Guerra Civil española, pues aspira a “contribuir a un mejor conocimiento de las violencias de retaguardia” en la zona republicana. No se trata pues, enfatiza el autor, de “un estudio de las dos violencias” sino de la que se dio en la España leal y, más concretamente, en un entorno muy determinado, la provincia de Ciudad Real.
La puntualización es importante y una reseña como esta no tiene más remedio que situarla en sus prolegómenos aunque solo sea porque, por razones que presumimos comerciales, dicha circunstancia parece cuidadosamente hurtada al lector potencial tanto en el título como en el subtítulo explicativo, la portada o la sinopsis de la contraportada. Por tanto, conviene dejar claro –aunque el propio autor lo termina explicitando así en la introducción– que estamos ante una investigación de las llamadas de “microhistoria”, por cuanto opera con un acopio exhaustivo de datos en un marco espacio-temporal bastante reducido, es decir, aborda lo que ocurre en términos de violencia política en apenas tres años en esa precisa delimitación comarcal, una parte de la Mancha en este caso.
Como es obvio para el historiador profesional –y debe serlo también para el interesado sin preparación específica– la perspectiva mencionada no afecta en absoluto al interés o la importancia de un trabajo como este, sino que constituye solo un elemento que debe ponerse sobre la mesa para valorar en sus justos términos los fines y métodos de su autor. En este sentido debe decirse que con un ímprobo trabajo que incluye material de primera mano procedente de diversos archivos nacionales y provinciales, documentación hemerográfica y entrevistas personales, Fernando del Rey ha pretendido trazar un cuadro detallado de la violencia izquierdista desatada en la retaguardia republicana. Un asunto que despierta algo más que suspicacias en diversos ámbitos –sociales, políticos y académicos– por cuanto se entiende que con ello se contemporiza con los facciosos o se socava la causa del gobierno legítimo.
Fernando del Rey (1960) es, no obstante, un historiador concienzudo al que dichas polémicas no le resultan extrañas. Tiene una sólida trayectoria profesional con obras que ya causaron impacto en su momento, desde su ya lejana Propietarios y patronos (1992) hasta la más próxima Paisanos en lucha (2008), que trataba un tema parecido al de este libro. En los últimos años ha impulsado en esa línea proyectos colectivos como el resonante Palabras como puños (2011), que abordaba las diversas formas de intransigencia política en el período republicano. Dicha trayectoria –ocioso es decirlo– le hace sospechoso de “revisionismo”, con toda su implicación peyorativa, para esa parcela militante de la historiografía que solo admite una visión maniquea de nuestro conflicto.
Este libro documenta una implacable violencia artesanal, casi primitiva, un vendaval de mezquinos odios y venganzas
Lo cierto, sin embargo, es que el autor responsabiliza de modo explícito a los sublevados de la tempestad que se desata en julio de 1936. Frente a los que ponen el acento en la deriva revolucionaria del régimen del 14 de abril, Del Rey sostiene que “nada justificaba que la superación del clima enrarecido pasara necesariamente por una intervención militar” (p. 536). Ahora bien, eso es compatible con la constatación de que, una vez abiertas las hostilidades, en cada zona se desencadena una “limpieza selectiva” que pasa por la eliminación física del rival político. Una realidad que a su vez nos aboca a las más odiosas comparaciones: ¿dónde se mató más, de modo más indiscriminado y con más saña?
Del Rey argumenta que mataron más los franquistas en cifras absolutas y relativas, pero simplemente porque dispusieron de más tiempo para la represión. De hecho, la región manchega, a pesar de ser una zona relativamente tranquila en términos bélicos, “albergó en términos relativos la segunda matanza en importancia de la España republicana, solo superada por Madrid” (p. 21). En la zona que aquí se estudia se mató no tanto como reacción al golpe, ni de manera espontánea o desordenada, como pretende con cierto aire exculpatorio un sector engagé de nuestra historia, sino de modo calculado y concienzudo a partir de presupuestos ideológicos, odios políticos, estereotipos y enemistades ancestrales.
Con todo –y este es uno de los grandes valores de este trabajo– aquí no se pretende abordar por enésima vez las matanzas para deslegitimar a nadie. Fernando del Rey huye de abstracciones y catalogaciones tópicas (fascistas o revolucionarios, jornaleros o propietarios) para centrarse en los individuos concretos con nombres y apellidos en un contexto de “brutalización” exacerbada de la vida política que lleva a la deshumanización del contrincante, reducido finalmente a la condición de alimaña. Frente al interesado sesgo de edulcorar a una u otra facción, el autor recuerda que, lejos de la tolerancia o ideales democráticos, la aspiración suprema de cada bando era aplastar al contrario. No es extraño que muchos desempeñaran sucesivamente los papeles de víctimas y victimarios. Por supuesto, los vencedores aplicaron al final y de modo implacable su ley del Talión.
Lejos de palabras grandilocuentes –holocausto, genocidio– este libro documenta una implacable violencia artesanal, casi primitiva, un vendaval de mezquinos odios y venganzas.