El escritor y editor Damián Tabarovsky afirma que el éxito mainstream en la industria literaria es “imperdonable”, que siempre implica alguna forma de derrota artística. No diría que sea una regla universal, pero la afirmación insinúa ciertas verdades: en una reformulación a la baja, digamos que el éxito exige análisis. Que obliga a las preguntas. Hace casi dos años, Ordesa reconvirtió a Manuel Vilas (Barbastro, 1962) de excéntrico a popular, de forma inesperada y mediante un giro estilístico que, sin renunciar a sus propias señas de identidad, las remezclaba con una confesionalidad desacomplejada de matices americanos, hecha de redención personal y avidez por la identificación sentimental del otro. Yo sentí un entusiasmo por el libro que ahora matizaría ligeramente (una reseña no es un texto sagrado escrito en piedra), pero sin negarlo. Ordesa fue valioso, con su musicalidad de derviche, su estética de la epifanía menor, su voluntad de cruzar el camino que saca a la literatura de lo literario con otro, el que devuelve la inocencia a lo literario.
Insisto en ese precedente porque su peso sobre esta nueva Alegría es determinante. ¿Por qué tuvo éxito Ordesa? Se me ocurre atribuirlo a esa exposición desatada de las propias miserias y glorias, como si lectores y narrador coincidieran en un círculo de anónimos adictos a la vida; y por su desacomplejada manera de hablar de España desde la clase media. Nosotros la clase media que cuando regalamos un reloj Casio nos enternecemos recordando la fragilidad del ser humano, porque sabemos que existen los Rolex y que no somos nada, y sin embargo con cuánta fe en los objetos intentamos ser algo.
'Alegría' no termina de cuajar. Y es una lástima decir esto de un libro con momentos hermosos y epifanías genuinas
Este ejemplo, el del reloj cuyo precio delata a quien lo compra, lo extraigo de Alegría, y es emocionante. Por desgracia, también habla del carácter epilogal del libro respecto de su antecesor, como si Alegría fuera la repetición rutinaria del mismo discurso cuando ese círculo confesional de adictos se ha roto y el narrador ya está en su habitación de hotel, hablando solo, recreando las mejores inflexiones de su intervención previa ante los asistentes.
Aun si el lector perdona el éxito, diríamos con Tabarovsky, será difícil que la propia industria lo pase por alto. Así, la sensación reiterativa se une a la circunstancia nada reconfortante de su condición de finalista del Premio Planeta, un asunto sobre el que remito al artículo ‘Aplausos y silbidos’, de Ignacio Echevarría, publicado hace unas semanas en El Cultural. Un factor externo al texto, sí, pero no tanto en una literatura desesperadamente aferrada a una idea primaria de honestidad.
Alegría resulta monótona, ya leída. No termina de cuajar. Y es una lástima tener que decir esto de un libro que, por otra parte, contiene momentos hermosos o divertidísimos, epifanías genuinas. Sí, me río cómplice al leer que “al capitalismo hay que robarle siempre” (tal vez un guiño indirecto, cercano a la
picaresca, acerca de la posición de este libro en la industria). Y encuentro máximas de notable higiene sentimental, útiles para mí, como aquella según la cual “la transmisión del amor necesita materialidad”. También aparecen esos giros lógicos desconcertantes tan Vilas: “Hablar una lengua, aunque solo sea una, es vanidad”.
Nada logra que el conjunto fluya narrativamente, y lo estoy juzgando desde la misma concepción vilasiana, tan particular, de narración. El lector comprende que la condición de hijo, primordial en Ordesa, ha cedido el paso a la de padre, resolutoria en Alegría. Comprende igualmente que asiste a una letanía celebratoria del presente que ahuyenta la depresión. Pero todo se acumula, las yuxtaposiciones no alzan el vuelo, y los pasajes en los que el narrador refiere sus encuentros con Felipe González o sus impresiones sobre los Reyes se deslizan por una conformidad sin punch irónico o emocional. Se percibe una prosa atrapada.