Desde 2001, a partir de Soldados de Salamina, Javier Cercas (Cáceres, 1962) cuaja una obra marcada por su propia presencia en la ficción y por un estilo de acentuado registro retórico. Aunque ambos recursos emparejados tuviesen notable originalidad inicial, su reiteración había venido a dar en un fuerte manierismo. Consciente, supongo, del peligro de repetirse, da un giro radical en Terra Alta, último premio Planeta, si bien solo en la forma porque los soportes de su escritura –intencionalidad moral y reflexión histórica– siguen en pie.
Terra Alta pertenece a la llamada novela criminal. Aparte de respetar las convenciones del relato policiaco, Cercas la inserta también en la narrativa tradicional que cuenta una historia fuerte, muestra una galería de personajes interesantes y se adorna con descripciones. Si todo esto suena a decir que el autor se ha decantado por una narración convencional, no cometemos ninguna injusticia. Tampoco si la calificamos de decimonónica (a despecho de los rasgos modernos del género noir) ya que el incesante diálogo entre Terra Alta y Los miserables, de Víctor Hugo, contiene implícita admiración por la gran novela del XIX, por su capacidad para penetrar en el alma y ofrecer la representación simbólica de una época.
Semejante andamiaje sostiene la historia de un Mosso d’Esquadra, Melchor, héroe en los atentados yihadistas de Cataluña y ahora apartado por su seguridad en Gandesa. El tranquilo destino se convulsiona con la atroz tortura y asesinato de un acaudalado matrimonio de ancianos. Múltiples hipótesis y atentas investigaciones no conducen a ningún sitio y el caso se cierra. Pero el tesón de Melchor logra esclarecer el crimen, en el que subyacen brutales episodios que se remontan a la guerra civil. Esta trama se completa con la tremenda historia anterior del policía, factor de apariencia pegadiza pero que redunda en el sentido último del libro.
Cercas ha urdido un relato ágil cuyo enigma agarra desde el comienzo y mantiene viva la tensión hasta el desenlace, para espolear conciencias
Pasado y presente de Melchor se refieren en apartados alternantes que buscan un efecto de variedad. Ello se corresponde con la intención de ofrecer un relato fuertemente comunicativo de aspecto externo simple y claro. De ahí que durante muchas páginas se tenga la falsa impresión de tratarse de una novela rutinaria, una intrascendente anécdota policial de corte psicologista, sin más interés que la narración de terribles sucesos contados con destreza. Incluso sorprenden desajustes cronológicos extraños en un narrador avezado y cuidadoso: la mujer de Melchor tiene unas veces cuarenta años y otras cuarenta y cinco; Melchor llegó a Gandesa en 2017, estuvo allí cuatro años y “años después” todavía piensa en su estancia en el lugar, o sea, la historia se emplaza más tarde de 2021 sin que se trate de un relato de fantaficción o una distopía.
La sencillez era un señuelo. La novela convencional adquiere en su trecho final un espesor insospechado y una dimensión dialéctica. Ahora surgen un puñado de graves temas con toda contundencia y plena eficacia literaria porque brotan de la acuciante intimidad de los personajes: el odio, la venganza, la maldad (¿serán los falsos malos los verdaderos buenos?), la justicia (el dilema acerca de si “la absoluta justicia puede ser las más absoluta de las injusticias”) o la verdad (la disyuntiva entre dos “verdades discordantes”).
En la turbulenta juventud del policía, un compañero de cárcel le explicó que “la mitad de un libro la pone el escritor, la otra mitad la pone el lector”. También leemos que “las novelas hablan de nosotros”. No son apuntes gratuitos o laterales. Ponen al destinatario en el punto de mira de una obra cuya finalidad consiste en interpelarle y no dejarle indiferente. Suele insistir Cercas en que una novela no sirve para resolver un problema sino para plantearlo. Terra Alta propone un bucle de graves conflictos morales con proyección en la realidad española actual que, por supuesto, no resuelve. Cercas ha urdido un relato ágil cuyo enigma agarra desde el comienzo y mantiene viva la tensión hasta el desenlace con el solapado propósito de espolear conciencias anestesiadas.