Apariencias de convención y cordura
A ver cómo digo esto para que no se confunda con una antipatía hacia la minuciosidad de la narrativa cuticular. Sólo algunos ineptos hemos perdido la fe en la capacidad de observación. Galdós tradujo el Picwick de Dickens. Lo publicó por entregas La Nación entre 1867 y 1868. La traducción es al principio del francés y luego un poco de su cosecha. Si cotejamos, mucho de lo perdido está directamente relacionado con la sátira, lo paródico por rimbombante y la frescachonidad particular asignada a cada personaje que aparece. La diferenciación de personajes a partir de las voces, primera o segunda cosa envidiable. Galdós traducía la primera novela de Dickens con veinticuatro años a sus veinticinco (no vale la pena desambiguar sintácticamente por un año), cuando el líquido de frenos aún no dejaba circular el miedo y la responsabilidad por el interior hormonal del futuro don Benito. La Fontana de Oro se publica dos años después. Y luego vamos a tener el folletín fingido, la novela que engaña con apariencias de convención y cordura, sin delatar el grotesco que viene a veces detrás; tendremos un lexicón como para lavarle la lengua con aguarrás, disimulado entre “canjilones”, “demonches”, “gatuperios”; la onomástica galdosiana: Caballuco, Marianela –“dicen que este es nombre de perra”–, Teodoro Golfín –gold-find: “buscador de oro”, asegura el pobre diablo–; al príncipe de los hipocorísticos y de la frase de oidor profesional certero –“tiene peor ortografía que un perro”, “me futro en tu absolutismo”–, disputada hoy por algunas elisas victorias indiscutibles.
No hay que perder de vista cómo se escribía para preguntarse cómo escribir. Aunque si todo lo que allí funciona nos funciona ahora con la misma comodidad y grasa (construcción de personajes, bosquejo social, trama y broma), mala señal, ¿no? Ningún miedo al garbanceo si el resultado es un hermoso garbanzo negro. Pero es verdad, para ser honestos, que ya recuerdo bien poco de aquellas lecturas (y mucho menos de las que tengo pendientes) como para extraer la mónada decimonónica vestida de seda. Rubén Martín Giráldez
Escenarios novelescos
En un principio, al haberme criado en Tenerife, Galdós fue durante mi infancia y primera adolescencia algo institucional, impuesto. Después, cuando lo leí en el instituto, me sorprendió la vigencia de los temas, lo telenovelesco de sus tramas. Recuerdo especialmente la lectura de La de Bringas y Tormento, y cómo durante un tiempo dos amigas y yo adjudicamos en secreto a personas del instituto algunos de los nombres de los personajes de estas novelas.
En mi caso no ha supuesto una influencia, pero sí que últimamente, a la hora de hablar de espacios concretos de la ciudad en la novela que estoy escribiendo, he releído fragmentos de algunas de sus obras. Siento envidia de esa capacidad de hacer suyas unas plazas y calles reales. Recuerdo el vuelco al corazón la primera vez que pasé por la Calle Toledo, la calle Ave María o el barrio de Chamberí. Como leí a Galdós antes de venir a Madrid por primera vez, para mí esos espacios fueron, antes que lugares reales, escenarios novelescos, y la sensación que me daba era que habían sido nombradas así en honor a Galdós, y no que él las había tomado de la realidad para incorporarlas a sus novelas. Sabina Urraca
Poder de la ficción
Vaya por delante que solo he leído dos novelas de Galdós, y ambas hace más de veinte años. Una fue Miau y la otra Misericordia, que es la que más me gustó. En mi memoria permanece la segunda. De hecho, cuando llegué a vivir a Madrid (cerca de la plaza de Santa Ana) y pasaba por la iglesia de San Sebastián siempre me acordaba de ella , de sus personajes pidiendo limosna en sus puertas, más o menos como cuando paso ahora cada día por la Plaza del Diamante en Barcelona y evoco a Mercè Rodoreda. Ese es el poder de la ficción, que nombra la realidad. Madame Bovary nombra la realidad de la Francia de provincias del XIX y Misericordia nombra la realidad del Madrid de finales del XIX, y lo harán para siempre.
De Galdós admiro su compromiso ético y con el oficio de escritor, con la vocación, algo que hoy es muy difícil de mantener por razones obvias, y con una literatura con cierta ilusión de realismo.
Creo, además, que su vigencia sigue viva pero no todo lo que debería. Se sigue asociando al instituto y al colegio (un poco como Pío Baroja), y al mundo académico. Ocurre lo mismo con otros escritores más contemporáneos que parecen haber caído en el olvido a gran velocidad. Aún así, su influencia es notoria en autores como Manuel Longares, por ejemplo, de cuya novela Romanticismo (una de mis favoritas) tantas veces se ha dicho que es galdosiana. La propia supervivencia de este adjetivo creo que da buena cuenta de la vigencia de Galdós. Use Lahoz
Del tedio al respeto
Por desgracia, identifico a Galdós con las lecturas obligatorias más tediosas de mi enseñanza en letras. En el instituto, una maestra nos hizo leer Marianela (esa novela sobre una lazarillo pobre y fea de la que se enamora un rico ciego) y más tarde, en la carrera, me encontré con Trafalgar, de los Episodios Nacionales, entre la bibliografía básica de un curso de introducción a la literatura española. La impresión general que obtuve fue la de estar ante un escritor de folletines, entendiendo que el folletín era el peor género que se puede cultivar. Pero recientemente, interesada en la resignificación de este tipo de géneros no solo considerados menores sino, durante mucho tiempo, típicos de un consumo femenino, ha vuelto a interesarme la figura de Galdós, a la que me he aproximado, al fin, a través de una de su grandes novelas, Fortunata y Jacinta, que ofrece un ejemplo de complejidad y perspicacia para retratar tipos humanos que me ha parecido fascinante.
Sigo sin ser una gran entusiasta de la novela realista, pero me parece que Galdós compite en las altas ligas, con sus coetáneos europeos, y quizás no lo hayamos valorado como debiéramos por esta especie de odio a todo lo autóctono que nos caracteriza en España. Aixa de la Cruz
El garbancero, lo llamaban
Comencé a leer a Galdós cuando era muy niño, porque era el autor favorito de mi padre y yo quería admirar cuanto él admiraba. Más o menos lo conseguí. Aunque todavía no era capaz de entender dónde residía su grandeza, algo de ella lograba filtrarse en mi conciencia de niño. Desde entonces no he dejado de leerlo y tampoco he dejado de escuchar comentarios vagamente condescendientes sobre su obra.
Hay quien dice que se limita a describir la realidad: como si la realidad fuera algo objetivo y no una ficción que se adapta a quien mira, que se construye. Lo cierto es que Benito Pérez Galdós no “se limita” a describir la realidad del siglo XIX, sino que la inventa para nosotros. El Garbancero, lo llamaban, lo llamamos, pero a mí ese insulto siempre me ha parecido el mayor de los halagos: porque Benito es ese autor que se atreve a hacer lo más difícil, hablar de potajes y chatos de vino, de cocinas y buhardillas destartaladas, de tascas y cafés y callejuelas angostas donde nadie veía nada más que lo cotidiano. Todos esos lugares grises y rutinarios que sólo él sabía tocar con el milagro de la literatura.
Y podría decirse que él fue quien me enseñó precisamente eso: en qué consiste el milagro de la literatura. Juan Gómez Bárcena
El perro fortunato
Mi conocimiento de Galdós se basa en tres anécdotas fundamentales:
1. El perro de un amigo de la adolescencia se llamaba Fortunato. Se lo había encontrado en la calle, junto a su puerta. Dijo que le había puesto ese nombre porque se acababa de leer Fortunata y Jacinta. Me refiero a mi amigo, el perro nunca se interesó por la literatura.
–¿Y por qué no Jacinto? –pregunté yo.
–Pues porque no tiene pedigrí, pero es listísimo, se sabe el barrio de pe a pa.
De este libro me atrajo ese modo de acotar que, a veces, me parecía un leve sarcasmo. Sus comparaciones o su manera de presentar a personajes secundarios se han reflejado en mi forma de hablar mucho antes de que me decidiera a escribir.
2. La edición exquisita que compró mi padre a plazos de los Episodios Nacionales y que todavía ocupan toda una balda de la única estantería de casa. Cuando cogí el primero y se me hizo bola pensé que, con diecisiete años, quizás no estaba preparada para esos tomos de la historia de España. Así que me fui a la biblioteca a por Marianela, para no quedar mal con Galdós ni con mi padre.
3. Su rostro en los billetes de 1.000 pesetas (antes del 92, maldita Expo). Sentía curiosidad por él, como ya la había sentido por Rosalía de Castro, que aparecía en los de 500 hasta que los sustituyeron por monedas con la cara del monarca y un escudo por cruz. Mi cruz es que, con 41 años, sigo sin estar preparada para sus Episodios Nacionales. Rosario Villajos
Profundo y social
Sólo se me ocurren dos escenarios en los que un escritor, tenga éste la edad que tenga, podría menospreciar a Benito Pérez Galdós. El primero, por descontado, es que no lo haya leído. No haber leído algo no es un drama –es imposible abarcarlo todo–, pero hay quienes tienen tendencia, sin duda alimentada por un sistema glotón que devora con igual velocidad cuerpos y libros, a despreciar lo ignoto para justificarse ante los demás. El segundo motivo, que se parece mucho al primero pero no es igual, es el pudor de saberse cautivado por unos textos accesibles y populares, aptos para cualquier lector. Esto es más grave: quien no entienda que justo ésa es su virtud fundamental no habrá comprendido nada. Quien no reconozca en Galdós a un constructor de universos brillante, a un autor que trató sus materias primas –la realidad y la invención– con respeto y delicadeza, pero también con audacia; o quien no vislumbre en él a uno de los primeros en comprender, al menos en nuestro entorno, que lo personal es siempre político, tiene un problema con sus propios prejuicios.
Galdós, a quien algunos llegaron a tildar de garbancero, fue capaz de proyectarnos a todos en un catálogo de personajes que se parecían a aquellos que tenía más cerca. Esta tendencia hacia lo local no le resta ni un ápice de universalidad a su literatura, y ésta es, quizá, la lección más valiosa que he extraído de sus libros: las grandes historias hacen míticos a los lugares que las contienen y no al revés. La dimensión urbana del Galdós madrileño es inspiradora por profunda, por aventurada, por burlesca, por social. Por garbancera. Alba Carballal
El escritor que escribió un siglo
Hace tiempo que no vuelvo a Galdós y tengo un recuerdo irregular de sus novelas. Algunas me gustaron mucho en su momento –Fortunata y Jacinta, Misericordia–, otras me dejaron hasta cierto punto indiferente y unas pocas se me acabaron atragantando, puede que más por culpa mía que por deméritos suyos. Escribió (y publicó) mucho, e imagino que eso confiere a su obra una lógica irregularidad, o al menos ésa es la impresión que yo conservo de mi recorrido incompleto y arbitrario –y, en consecuencia, insuficiente– por los distintos periodos de su escritura. Pero que yo no vea en Galdós al referente que sí encuentran algunos escritores de mi generación no significa que no reconozca sus virtudes ni su importancia.
Hay dos cuestiones que considero necesario señalar en el centenario de su muerte: en primer lugar, no fue el escritor plomizo y monolítico que pintan sus detractores: innovó cuando quiso hacerlo, nos regaló hallazgos expresivos muy notables y consiguió elevar el lenguaje de la calle a la categoría de arte mayor; además, tuvo lucidez y talento para captar la esencia de un tramo crucial de nuestra historia. Galdós fue, que no se olvide, el escritor que escribió un siglo. No es en absoluto poca cosa. Miguel Barrero